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La primera vez que lo vi en la televisión, yo tenía unos 10 años. Era un programa curioso: él, un joven larguirucho de cabellos parados y una bata de laboratorio verde fosforescente, intentaba explicarle cosas a un simpático hombre disfrazado de rata. Un día hablaban de vacunas y otro, de cómo se formaban las nubes. Era muy pequeña, pero recuerdo bien esa sensación: la emoción que sientes cuando entiendes.
Desde entonces fue naciendo en mí el deseo de dedicarme a lo que hago ahora: comunicar ciencia. Mi aproximación a ella fue desde el periodismo, una profesión que también te obliga a investigar, a captar y, además, te permite contar historias, y para mí no había –no hay– cosa más estimulante que contar historias de ciencia: ¿Una ciudad puede morir?, ¿por qué se cae un edificio en un sismo?, ¿cómo se mide la pobreza?
La UNAM me abrió las puertas al periodismo. Estudié la carrera en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales y me especialicé en ciencia en la Unidad de Periodismo de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia. Ahí comprendí que esta disciplina plantea historias poniendo el foco en el interés público, pero con el ámbito científico involucra nuevas habilidades: desde leer artículos especializados y evitar idealizar a los expertos, hasta desmenuzar la forma en la que ocurren fenómenos para luego poder narrarlos.
En un país en el que te repiten una y otra vez que a la gente no le interesa la ciencia, es fácil pensar que comunicarla será una tarea inútil. En mis 20 años dedicada a ello, me he convencido de exactamente lo contrario. Desde las decisiones más individuales, como el tipo de transporte que tomamos al trabajo o los alimentos que incluimos en nuestra dieta, hasta las más colectivas, como si estamos a favor o no de que se invierta en energías renovables o que se construya un hotel cerca de un área natural protegida, buena parte de nuestra implicación en una sociedad requiere información científica. Me gusta pensar que las historias que involucran esa información son clave para estimular la participación social.
Hoy me dedico a la comunicación de la ciencia en el Centro de Ciencias de la Complejidad de la UNAM, un lugar sui generis que escapa del ámbito unidisciplinario e invita a los profesionales de distintas ramas a desarrollar un lenguaje en común. El objetivo es colaborar para conocer mejor los múltiples ángulos en que un mismo problema puede impactar en la gente, como la obesidad, el cambio climático, las pandemias o la pobreza y, claro, contribuir a la solución. En mi caso, como comunicadora, ya no sólo se trata de comunicar la ciencia, sino de advertir la complejidad de cada problema para desmenuzar sus capas y convertirlo en historias que provoquen sentido, atracción y emoción, la emoción de entender.
Ha sido tan estimulante mi carrera de comunicación de la ciencia que incluso en 2014 la Universidad me permitió traer a México, por primera vez, al protagonista del programa de televisión que veía de niña y me ayudaba a comprender el mundo. Fue revelador confirmar que a la gente no sólo le interesa la ciencia, sino que le interesa cuando la entiende. Y para entenderla, importa cómo se narra, cómo se vuelve relevante para nuestra vida y nuestra toma de decisiones. Mi conclusión: comunicar la ciencia importa.
Y hay que decir que no sólo la UNAM ha sido fundamental para poner la investigación especializada en contextos más cercanos para las personas, también lo ha sido la Fundación UNAM, que a lo largo de más de tres décadas ha impulsado a una comunidad universitaria que hace ciencia, la comunica y la pone al servicio de la gente.
Periodista de ciencia
Comunicadora de ciencia en el Centro de Ciencias de la Complejidad de la UNAM