“Colombia es mi obsesión, mi fantasma, la fuente de mis preguntas”, dice en entrevista Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973), un novelista que ha buscado con su literatura comprender y narrar lo que la violencia le ha dejado al país. Sin embargo, para novelar aquello elige detenerse en ciertos rincones profundos, íntimos y a menudo oscuros de sus personajes. Así es como su escritura persigue descifrar los traumas.

El proceso creativo de Vásquez nace del periodismo, luego se apoya en la historia y, finalmente, se cumple a través de la novela, la única que permite contar “el lado invisible” de los hechos.

Ese proceso está en su más reciente libro, Los nombres de Feliza (Alfaguara, 2024), donde cuenta las vidas de Feliza Bursztyn (Bogotá, 1933- París, 1982), una mujer libre, apasionada, de sonoras carcajadas y escultora pionera en el uso de materiales como la chatarra y otras piezas no convencionales en el arte. Aunque siempre peleó para no ser encasillada por la sociedad, el arte, la religión o la familia, Feliza tuvo que salir de Colombia porque que el gobierno represor de Turbay Ayala la persiguió haciendo uso de su Estatuto de Seguridad Nacional; se exilió en México y en Francia, donde murió a los 48 años. Uno de los pocos amigos que estuvo con ella, incluso en el momento de su muerte, fue el escritor Gabriel García Márquez.

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Crédito: MUZEUMSUSCH
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¿Cuál es el vínculo con Gabriel García Márquez que te llevó a escribir este libro?

El año era 1996; yo estaba en París, recién llegado, con la idea absurda de ser escritor. Poco después de mi llegada tuve una enfermedad que los médicos no lograban diagnosticar, y eso me obligó a pasarme mucho tiempo cruzando la ciudad, de un metro al otro, en salas de espera, y me llevaba un libro como compañero. Tenía la recopilación de las columnas que García Márquez publicó en El Espectador, de Bogotá, y en El País, de Madrid, y una de esas columnas comenzaba diciendo: “La escultora colombiana Feliza Bursztyn murió de tristeza en un restaurante de París, junto a su marido y cuatro buenos amigos”, o algo así. Esa columna me generó muchas preguntas: ¿quién era Feliza Bursztyn?, ¿por qué García Márquez la conocía? Pero la principal pregunta tenía que ver con esas tres palabras: “Murió de tristeza”. Ese me pareció el diagnóstico de un novelista, no de un médico ni de un periodista. Ahí nació una semilla que con el tiempo se fue convirtiendo en obsesión, en demonio, como dice Vargas Llosa.

¿Cuáles fueron los desafíos de escribir de este personaje tan desconocido, de múltiples facetas y, sobre todo, de otro género?

Sí, un personaje de otro género; eran muchas las coordenadas vitales que me separaban de ella. Es verdad que nunca había tenido un personaje femenino como principal en un libro pero sí en algunos cuentos de “Canciones para el incendio”, y en mis novelas, siempre los personajes femeninos son extraordinariamente importantes y poderosos, como Magdalena en Las reputaciones, y Sara Guterman, en Los informantes.

Pero esto no quiere decir que Los nombres de Feliza Bursztyn no me haya planteado retos nuevos. Acudí a la gente que la había conocido bien: a su marido, a mujeres que fueron sus cómplices y amigas, como Patricia Ariza, que recientemente fue ministra de Cultura, a las hijas y a los hijos de las amigas; con eso logré construir una intuición psicológica de cómo era el personaje. Esa intuición se completó con investigación de entrevistas que ella dio, y en las que revelaba ciertas facetas de su personalidad, y con testimonios escritos de testigos de su vida que ya no están. Con todo eso se completa un retrato que se organiza a través del instrumento de la imaginación.

¿Qué te reveló el personaje?

Uno de los hilos conductores de la novela de Feliza es esa búsqueda constante de libertad, de definirse a sí misma, de hablar de ella en sus propios términos y de escapar de las definiciones que el mundo quería imponerle, que la quería definir como madre, como burguesa, como judía; incluso cuando sus amigos la querían meter al Partido Comunista, ella se rebela porque quería ser de izquierda, pero según sus propias ideas. Era una mujer extraordinariamente libre, en una sociedad que no se lo pone fácil, no solo a las mujeres que quieren ser libres, sino a las que hacen público ese deseo.

¿Cómo es esa relación que estableces en tus libros entre periodismo, investigación y literatura?

Yo he entendido con el tiempo que mi método es relativamente predecible. Siempre comienzo como periodista: conozco a alguien cuya historia me interesa o descubro un hecho que me parece misterioso o que guarda algún secreto. El punto de partida es, con frecuencia, una larga conversación, que es grabada, que tiene el formato de una entrevista, y a partir de ahí hago una especie de reportaje que solo tiene utilidad para mí mismo; voy a visitar los lugares donde transcurrirá la acción de la novela, no importa si los personajes son ficticios. Esa estrategia me sirve para dar el paso siguiente que es el del historiador que busca documentos y trabaja en archivos, porque mis novelas con frecuencia tienen lugar en un pasado histórico colombiano, como fue la época de las drogas en El ruido de las cosas al caer o la de los grandes asesinatos políticos en La forma de las ruina. Y en últimas llega el novelista; él tiene que indagar en la cara visible de los hechos, en lo que encontró el periodista y en lo que descubrió el historiador, pero tiene que contar lo que no está, el lado invisible de esos hechos, lo que no se puede contar de otra manera. Es lo que decía Milan Kundera: la única razón de ser de la novela es decir lo que solo la novela puede decir.

Tú has dicho que tus libros buscan comprender a Colombia: ¿qué parte, partes o rostros te permitió conocer este libro?

Yo creo que hay varios momentos de nuestra realidad colectiva como colombianos que en la novela se fueron convirtiendo en lugares de mucho interés, de preguntas sin respuesta, de problemas. Uno de esos momentos es cuando empezaba a mostrarle al mundo sus esculturas; fueron años de mucha efervescencia cultural: García Márquez y Álvaro Cepeda publicaban sus primeros libros; dramaturgos como Santiago García le daban forma a la escena colombiana, y empezaba una generación extraordinariamente rica con obras como las de Olga de Amaral y, desde luego, de Feliza, y con Marta Traba como crítica de arte del momento.

Yo me preguntaba ¿por qué tanta coincidencia de talentos en un espacio y tiempo muy reducidos? Mi conclusión fue –y es una intuición que siempre he tenido- que los países que viven procesos convulsos producen arte porque el arte es la manera que tenemos los ciudadanos para contestar preguntas que no se están contestando de otra manera. Colombia estaba saliendo de una época muy crítica, La Violencia, con mayúsculas, ocho años de una violencia política que dejó 300 mil muertos, y un momento que produjo novelas, pinturas, esculturas, teatro, porque en estos medios se hablaba de cosas que el Gobierno y la versión oficial de la historia estaban callando, y que los ciudadanos no lográbamos formular correctamente. El arte nos presta palabras para formular esas preguntas que tenemos.

Eso, por una parte, y un segundo gran momento más importante que el que acabo de contarte, fue el final de los años 70 y comienzos de los 80, cuando el gobierno de Julio César Turbay pasó una ley muy represiva (Estatuto de Seguridad) que se usó para perseguir a todo lo que sonara vagamente a izquierda política, para neutralizar los movimientos subversivos que estaban muy vivos y que ya habían comenzado a hacer mucho daño. Bajo este paraguas se persiguió a gente inocente, se encarceló y se llegó a torturar a civiles, artistas, periodistas, que el gobierno identificaba como de izquierda y que corrían el riesgo de ser acusados de complicidad con la subversión. En esa gran red de paranoia y de miedo cayó Feliza Bursztyn, una escultora que simplemente había hecho un viaje a Cuba y que al regresar de allá fue acusada de tonterías sin asidero como ser el correo de la Revolución Cubana con la guerrilla del M-19. Es uno de esos episodios oscuros de la historia reciente colombiana, de los que se ha hablado en el periodismo, y muy bien, pero que tienen un lado oculto, en efecto, en la vida privada de la gente. Y yo quería hablar de eso.

Parte de ese momento fue el exilio de García Márquez a México…

Sí. Se ha contado un aspecto político, desde la indignación, muy justa, pero yo creo que hay una zona de los traumas que estas fuerzas de las políticas causaron en las vidas privadas que sólo está al alcance de la novela. La novela es capaz de reconstruir el impacto que tuvo entre nuestras emociones, en nuestra vida privada, en nuestra manera de comportarnos de puertas para adentro, el horror de esa persecución. Las consecuencias políticas, visibles, las conocemos, pero hay esquinas oscuras de lo que esos años le hicieron a la gente en sus vidas privadas que la novela cuenta muy bien. Ese intento de imaginar lo que sintió Feliza Bursztyn cuando el Ejército se le metió a su casa a las tres de la mañana para llevarla arrestada sin cargos, o qué consecuencia tiene para una persona haber sobrevivido a esas 24 o 48 horas de acoso emocional, de amenazas de que la iban a violar... Todo eso. Es el momento en que las fuerzas de la historia, las fuerzas de la política, encarnan en una persona y logramos penetrar en sus vivencias. A mí esto es lo que me interesa de la escritura de novelas.

Entre los proyectos que tienes, preparas una novela sobre José Eustasio Rivera, autor de La vorágine, que hace 100 años se publicó.

Mis proyectos conviven conmigo mucho tiempo, antes de que escriba una línea. El caso de Feliza es extremo: veintitantos años, y llevo unos 15 años pensando en José Eustasio Rivera, básicamente por su muerte, muy prematura, en Nueva York, cuando estaba preparando una traducción de La vorágine y una posible adaptación al cine. He averiguado que también preparaba una novela sobre la explotación del petróleo en Colombia, y eso hizo que surgieran teorías de conspiración y que la gente se preguntara si su muerte habría sido natural; era muy joven, tenía 40 años. Solo eso ya, al novelista le abre misterios, pequeñas zonas oscuras. Por ahí comenzó mi investigación y ya tengo una figura instalada en Nueva York, para que cuente la novela, que es un personaje de una novela mía anterior, La forma de las ruinas, ese personaje es Marco Tulio Anzola, que fue el investigador real del crimen de Rafael Uribe Uribe (líder político colombiano), en 1914, y que después se fue para Nueva York. Yo estoy convencido de que allí convivió con Rivera. Entonces, él tiene la tarea de contar esa novela y va a investigar en la vida de Rivera en los años 20. A ver qué sale de eso. Pero, por lo menos, ya tengo contratado al narrador, y ya es un gran adelanto.

Precisamente, hace poco contaste en El País que estuviste en Estados Unidos: ¿qué percepción tuviste de ese país en medio del gobierno de Donald Trump?

Es catastrófico lo que está pasando. Es un país donde la censura de publicaciones tiene más espacio cada vez, pero también donde ocurren cosas tan preocupantes como la censura de la palabra en documentos oficiales, tras las directivas de Trump. Eso es algo que solo ocurre en las dictaduras, en la Rusia de Stalin, en los países de la Cortina de Hierro, pero está ocurriendo en un país que habíamos identificado con una defensa a ultranza de la libertad de expresión, a pesar de los defectos y las sombras.

Creo que estamos asistiendo a la toma, por parte de un grupo de oligarcas y de plutócratas que se comportan como mafiosos y fascistas, de una de las grandes democracias de Occidente. En mi visita oí a alguien decir: “Me da vergüenza ser norteamericano”; es algo que nunca había oído en toda mi vida. Los Estados Unidos de Trump están traicionando todos los ideales con los cuales ese país ha querido presentarse al mundo durante su vida republicana, y eso viene acompañado de violencia contra los migrantes y las minorías. Pero lo más aterrador es que no han pasado ni dos meses.

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