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Recuerdo la felicidad y el alivio que sentí cuando me aceptaron en la carrera de Medicina en Ciudad Universitaria. La UNAM estuvo siempre presente en mi vida; mis papás trabajaban allí y mis hermanos se formaron en sus aulas; por ello, el día que vi mi número en la página del periódico, me sentí muy orgullosa de yo también formar parte de esta institución.
La carrera de Medicina me recibió en medio de una huelga que nos orilló a tomar clases extramuros por meses. No recuerdo como fue que me llegó la información, pero a mi grupo lo recibió el Hospital General de México y las indicaciones eran claras: tenía que presentarme vestida de blanco, con bata, en las aulas del servicio de patología. Los siguientes meses de clases fueron complicados, todos los temas eran nuevos y me parecía imposible entender las descripciones en el libro de anatomía. La gran habilidad docente y el compromiso de los maestros mantuvieron el grupo adelante. Al regresar a las aulas de la Facultad de Medicina, continuamos con el capítulo que seguía. Fue un lujo el regresar a la Facultad. No sólo teníamos acceso a un sinfín de materiales y libros que sin duda nos facilitaron la vida, sino que también pude sumergirme en la vida de la Facultad y comprender la pasión que la caracteriza. Las clases de Histología dejaron de ser simples fotos en los libros para convertirse en laminillas reales bajo el microscopio; la clase de Bioquímica pasó de fórmulas en el pizarrón a prácticas en el laboratorio. Los pasillos estaban siempre llenos de vida, con alumnos estudiando para las siguientes clases, memorizando las nemotécnicas de los pares craneales o simplemente jugando futbol. Así, ese primer año, aunque desafiante, resultó sumamente inspirador y me hizo reconocer el poder de pertenecer a la Facultad.
El segundo año fue muy distinto. Entré a NUCE, un grupo de alumnos que tenían en común el interés por la investigación. La coordinación de este grupo nos facilitaba el acceso a laboratorios de investigación, así que durante ese año pasé mis tardes en distintos laboratorios. Ahí conocí a investigadores muy entregados a sus laboratorios y a la docencia. Pasé tardes enteras revisando laminillas con el doctor Ruy Pérez Tamayo, que me explicaba todo acerca de los infiltrados inflamatorios y cómo los mismos mecanismos de protección terminaban causando daño en los tejidos que revisábamos. También conocí a muchos estudiantes de posgrado que con gran pasión me hablaban de la importancia de sus proyectos. Esta experiencia me dejó muy claro cómo la investigación constituye los cimientos para entender las enfermedades y lo fundamental que es en la toma de decisiones médicas. Fue así como consideré, por primera vez, el hacer investigación biomédica como una alternativa profesional.
En el tercer año de la carrera, inicié las rotaciones clínicas en hospitales, así que, a partir de ese momento, regresé poco a la Facultad. Pero cada vez que la visito, pienso en lo importante de esos años y en la Facultad como el espacio donde me formé como médico y que me inspiró a ser investigadora, pues realmente representa un lugar que les permite a los alumnos descubrir su propio camino y perseguir sus pasiones.
Aprovecho este espacio para felicitar a la Fundación UNAM en su trigésimo primer aniversario. Quiero destacar el extraordinario esfuerzo que han dedicado para impulsar la educación, al apoyar a estudiantes destacados. Les deseo muchos más años de éxito en esta invaluable labor.
Investigadora titular “C” en Ciencias Médicas del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán