En aquel febrero de 1966 lejos estaba de imaginar el mundo que me aguardaba en ese gran edificio que alberga las paredes y las aulas de la Facultad de Derecho, ubicado a un costado del bellísimo y amplio jardín, centro maravilloso del magnificente campo de nuestra inmensa y apasionante Universidad.

Ellos son testigos de los años en que, siempre sorprendido, caminaba por sus corredores, oteando, conociendo, impregnándome de su ambiente de manera intensa, emocionante, enriquecedora, donde con cadencia yo iría descubriendo una asombrosa faceta de la vida, aprendiendo de los más destacados, magníficos, generosos, orientadores y conocedores maestros, enérgicos y casi todos profundamente humanos.

Está presente la sensación de lo que fue llegar a ese enorme e intenso espacio que a mis compañeros y a mí nos deparaba un océano de sorpresas, aprendizajes y experiencias. Era la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México que, sin duda, hoy por hoy sigue siendo la escuela de derecho de la nación.

Ella nos cargó de amor y respeto por nuestro país y nos llenó de muchas interrogantes, pero brindándonos las herramientas para buscar las certezas, habida cuenta que el encontrarlas es un atributo de la verdad siempre esquiva, huidiza, evasiva y relativa; orientándonos con la responsabilidad de la crítica puntual y enérgica de la realidad que nos envolvió y nos transformó, como anhelábamos y pretendíamos transformar la política de México hacia rumbos de mayor libertad, democráticos y justicieros que impidieran a personajes abusivos y autoritarios llegar al ejercicio del poder. Es decir, ya traíamos con nosotros el orgullo y el honor de ser educados por nuestra Facultad de Derecho, que nos enseñaba principios y valores: patria, nación, solidaridad, república, libertad, justicia.

El desenlace lamentable y condenable del movimiento de 1968 da cuenta de lo que se estaba planteando. No sólo la Máxima Casa de Estudios, sino la sociedad mexicana no volvería a ser la misma; y lentamente se irían dando transformaciones propuestas por esos jóvenes inexpertos, utópicos y románticos, pero comprometidos con su tiempo, con su Universidad y con su nación.

Nos habituamos al entreverado permanente entre la biblioteca, las clases, los seminarios con sus bibliotecas especializadas y las pláticas con sus profesores, las lecturas y el estudio de los textos de las materias que cursábamos anualmente. Y después, cada semestre, las discusiones acerca de las novedades editoriales y de los autores del boom literario latinoamericano nos llevaban hasta la célebre Zona Rosa, a conferencias y presentaciones de libros para conocer a los escritores, pero también, por sólo treinta centavos, a escuchar los ensayos de la Orquesta Filarmónica de la UNAM, cuya sede, en aquel tiempo, era precisamente el auditorio Justo Sierra de añorada memoria.

Recuerdo con emoción los corrillos entre clase y clase, los encuentros en nuestra cafetería, en las recurridas Filosofía y Ciencias Políticas o en las formidables tortas de la estación de autobuses con las visitas a su vecina, la única librería que existía en el campus universitario, y hasta en los camiones. Estos lugares siempre fueron propicios para alimentar el conocimiento de los compañeros de nuestra generación y de otras con las que convivíamos, semillas de grandes y largas amistades.

Egresé de la Facultad, ingresé a la vida profesional y, años después, regresé. Generosamente me convocaron a incorporarme al profesorado a impartir materia y desde entonces tuve un reencuentro emotivo e intenso con mi Universidad, con mi Facultad y con su comunidad, misma que a diario vivo, disfruto y me nutre.

Una buena manera de que nuestra gran Institución continúe brindando oportunidades, como lo ha hecho con tantas generaciones, es apoyando a esa excepcional y estratégica trinchera que es la Fundación UNAM.

Doctor en derecho

Profesor titular t/c definitivo

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