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La masacre del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, significó un golpe letal para el movimiento estudiantil y, a la vez, marcó la vida de buena parte de la juventud mexicana de esa época.
A 50 años de aquellos sucesos, Salvador Martínez Della Roca, El Pino, entonces estudiante de la Facultad de Ciencias de la UNAM y brigadista durante dicho movimiento —así como autor de Centenario de la UNAM. Estado y Universidad Nacional. Cien años de conciliaciones y rupturas, entre otros libros—, hace un recuento de lo que vivió ese año junto con sus compañeros del CNH, incluyendo las vicisitudes que debieron afrontar para alcanzar la libertad.
En la tarde del 27 de agosto de aquel año, el Consejo Nacional de Huelga (CNH) llevó a cabo la marcha más grande del 68. En la noche, como propuesta de Sócrates Amado Campus Lemus, un gran número de estudiantes permaneció en el Zócalo. Gilberto Guevara Niebla, delegado de la Facultad de Ciencias ante el CNH, estaba agotado y le dijo a El Pino: “Voy a dormir un rato, estáte pendiente de los compañeros y, si pasa algo, me avisas.”
“Junto con Maricarmen Fernández, delegada de la Prepa 5 ante el CNH, Ángel Verdugo y Takahiko Kayashaki Sasaki, de la Facultad de Ciencias, fui por la cena para los compañeros que estaban en el Zócalo. Takajiko manejaba su carro y, cuando volvimos, casi choca con un tanque del Ejército. Era muy ingenua y tonta la propuesta de permanecer ahí hasta el día del informe presidencial para exigir solución al pliego petitorio. Obviamente no lo iban a permitir.”
Enseguida, los cuatro estudiantes se dirigieron a la casa de asistencia de la calle de Xochicalco, donde vivían. “¿Qué pasa?”, preguntó Guevara Niebla. “Nos desalojaron”, contestó El Pino.
Ingreso en Lecumberri
Al día siguiente, Díaz Ordaz, presidente de México, y Corona del Rosal, jefe del Departamento del Distrito Federal, obligaron a los trabajadores de distintas dependencias del gobierno a “desagraviar” la bandera nacional, porque la noche anterior los estudiantes habían izado en el asta del Zócalo una bandera rojinegra, símbolo de huelga.
Por la tarde, con tres compañeros (Juan Estrada, Takajiko y Jean Paul Manuel Signoret, también de la Facultad de Ciencias), El Pino se fue a la cárcel de mujeres de Santa Martha Acatitla, donde habría un mitin en demanda de la libertad de las mujeres presas, entre ellas Ana María, hermana de Víctor Rico Galán, otro preso político. Quería decirles a los compañeros que se regresaran porque había habido balazos en el Zócalo. Cuando llegaron, un patrullero de tránsito se acercó a ellos y le dijo a El Pino que se fueran.
“Le dije que sí, que nos iríamos. Pero me di cuenta de que Chelo, la hermana de Eduardo Valle, El Búho, delegado de la Facultad de Economía de la UNAM ante el CNH, iba en el camión del contingente que había sido rodeado por agentes de tránsito y granaderos. ¿Cómo la iba a dejar sola? Cuando ella bajó y la quise seguir, la policía ya estaba sobre mí. Luego, los agentes de tránsito dijeron: ‘En el carro aquel hay subversivos.’ Ahí nos detuvieron a Takahiko, a Jean Paul y a mí, ‘agitadores extranjeros’, y a otros ocho compañeros.”
La policía los trasladó a Lecumberri, donde les asignaron la crujía E, “la de los rateros de primera ocasión”. Era el 28 de agosto.
Masacre de Tlatelolco
Un mes y días después —el 2 de octubre— sucedió la masacre de Tlatelolco. Fueron horas terribles para los estudiantes presos. Al otro día, la mamá de El Pino les informó a él y a los demás que sus compañeros estaban detenidos en el Campo Militar Número Uno.
“Sócrates —lo documentó El Búho— iba de celda en celda, delatando a los miembros del CNH. Más tarde los presentaron a la prensa, no sin antes haberlas inyectado quién sabe qué cosa para borrar las huellas de la golpiza que les habían dado. Luego llegaron a Lecumberri. La crujía se llenó de compañeros, presos políticos todos.”
De acuerdo con El Pino, uno de los errores que cometió el CNH fue proponer un diálogo público sin discutir en privado las reglas del juego.
“¿Qué hizo Díaz Ordaz? Cuando faltaban 12 días para la inauguración de la Olimpiada pidió que nombráramos a nuestros representantes para resolver el conflicto. Él ya había nombrado a los suyos: Andrés Caso Lombardo, una persona respetada; y Jorge De la Vega Domínguez, un gángster… Los combinó el cabrón: el bueno, el malo y el feo. El tercero era él mismo, Díaz Ordaz.”
Demandas
Ni un solo punto del pliego petitorio fue resuelto por las autoridades; sin embargo, los estudiantes avanzaron políticamente. No hay duda de que la generación del 68 conquistó espacios democráticos en una sociedad autoritaria.
“En Las revoluciones burguesas, Marx —lo cito porque sigo siendo marxista— dice que en todo movimiento social siempre hay una demanda central; por ejemplo, tierra y libertad... Pero en el proceso van surgiendo nuevas demandas que cobijan a la primera. Nosotros coreábamos: ‘¡Prensa vendida!’ ¿Cuál era el significado de esta frase? Exigir un ejercicio democrático, porque la prensa no informaba, más bien desinformaba”.
Otra demanda del movimiento fue la libertad de expresión y de manifestación, ya que en esos años había que pedir permiso para salir a la calle y marchar.
“‘Esta marcha no pidió permiso’, se leía en las pancartas. Marcela Lagarde —esto lo cuento siempre— hizo una manta gigantesca que decía: ‘La virginidad causa cáncer’, y todo mundo se apuntaba. En realidad, ¿qué proponía? Libertad sexual. Eso también configuró las libertades democráticas que seguimos defendiendo.”
En libertad
El 8 de marzo de 1971, luego de ver por televisión “La pelea del siglo” entre Joe Fraizer y Muhammad Ali, El Pino y sus compañeros se fueron a dormir decepcionados por la derrota de Ali. Al poco rato se oyó la voz que oían cuando alguien estaba a punto de salir. Nombró a López Osuna, a Marcué Pardiñas y a otros, pero a El Pino no.
Raúl Álvarez Garín, delegado de la Escuela de Físico-Matemáticas del IPN ante el CNH, los convocó a todos, incluso a los que se irían, y discutieron qué hacer. La idea era salir a luchar por la libertad de todos los presos políticos. El argumento era sencillo: “Si me acusan de los mismos delitos que a ellos, ¿por qué estoy libre y ellos no?”
“En la mañana tocaron en la puerta de mi celda y oí: ‘Pine tree, you’re going to leave.’ Era Raúl. ‘Ya te vas. Viene tu nombre en el periódico; guarda lo que te vas a llevar.’ ‘Sólo me voy a llevar los libros; ustedes decidan a quién le dan el restirador que me regaló mi papá y lo demás’, dije, y me dediqué a empacar en una caja los libros que nos mandaba el rector Barros Sierra. Cuando estuve listo, los compañeros se acercaron y, en el momento en que me despedía, empecé a llorar. ‘No me voy hasta que salgan ustedes’, dije. Entonces, Javier González me sacudió y me dijo: ‘Te vas ahorita. Te necesitamos afuera.’ Raúl, Gilberto y El Búho lo respaldaron.”
Afuera lo esperaban su mamá, sus hermanos, Carlos Ímaz (quien le dio trabajo de bibliotecaria a su mamá en el CINVESTAV), Eugenio Filloy, Santiago Ramírez y otros amigos.
“Cuando se abrió la puerta, vi el reloj: eran las cuatro de la tarde. Dos años, seis meses y nueve días en punto, porque eran las cuatro de la tarde cuando entré por esa misma puerta.”
Ayuda para los compañeros
El Pino se reincorporó al movimiento. Y cuando se organizó el Comité Coordinador de los Comités de Lucha, él y sus compañeros pidieron la libertad de los presos con el argumento que ya habían discutido.
En esa coyuntura, Mario Moya Palencia, secretario de Gobernación, se comunicó con Mane Garín, la mamá de Raúl, con Alejandro Álvarez y con El Pino. Les explicó de qué se trataba: sus compañeros saldrían, pero se tendrían que ir del país. Ahora bien, como en la Constitución mexicana no existe la figura de exilio, deberían conseguir lo necesario para hacer su viaje...
El Pino fue a Lecumberri y les expuso a sus compañeros el planteamiento de Moya Palencia. Éstos quisieron saber qué opinaba él. “Primero deben salir de aquí, porque temo que los vayan a matar”, les dijo, y les propuso encargarse de las gestiones.
“Mucha gente quería cooperar. El historiador Jesús Silva Herzog me entregó 10 mil pesos para comprar dos boletos de avión. Otro personaje que me dio 10 mil pesos fue Manuel Gómez Morín, a condición de que no lo supiera nadie.”
Todos dijeron que querían ir a Chile, donde acababa de ganar la Unidad Popular con Salvador Allende. El Pino pidió una cita con el embajador de Chile en México y le dijo que sus compañeros podrían salir de prisión con la condición de que viajaran al extranjero y que por eso le solicitaba amablemente que les diera asilo.
“Se negó (tengo testigos de su respuesta). Le contesté con una mentada de madre. ‘Mucho cuidado que está usted en territorio chileno’, me amenazó. ‘Esta calle se llama Reforma’, dije, y salí.”
De este desencuentro se enteró Alfonso Benavides Correa, entonces embajador de Perú en México y ex guerrillero. Invitó a El Pino a su casa y, en presencia de Rafael Hernández, La Polla, delegado de la Universidad Iberoamericana ante el CNH, comentó que sabía lo que había pasado con el embajador de Chile. “Quiero aclarar que no es del grupo de Allende. Aún no se ha designado nuevo embajador”, añadió.
“Benavides Correa habló a la embajada para que nos dejaran entrar. Luego me dijo: ‘Fíjate bien, no te vayas a equivocar. Te voy a decir en dónde están los sellos para los pasaportes.’ Y ahí nos tienes, a Rafael y a mí, yendo a la embajada de Perú en domingo y sellando los pasaportes de los compañeros.”
Al día siguiente, El Pino fue a Lecumberri y les entregó los pasaportes y dinero.
“‘Aquí está lo que les mandan todos: cuates, profesores, investigadores, intelectuales’, les dije. Y salieron del país, a donde regresaron poco menos de tres meses después, el 3 de junio, porque Moya Palencia declaró a la prensa que en México no había exiliados políticos. A los siete días, el 10 de junio, ocurrió el Halconazo…”