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Capítulo I
EN LOS ÚLTIMOS DÍAS de mayo de 1905 se propagó una noticia inaudita que procedía de Extremo Oriente: la flota imperial rusa, que había zarpado con gran pompa del Báltico siete meses antes con el propósito de castigar a los japoneses, había quedado, al parecer, reducida a la nada; por lo visto, más de cinco mil hombres habían perecido en el mar y otros seis mil habían caído prisioneros, entre ellos el vicealmirante Rozhéstvenski; a este, herido en la cabeza, debían de estar atendiéndolo en ese momento en un hospital de la isla de Kyushu, a donde su adversario, el almirante Togo Heiha chiro, artífice de la victoria, parece ser que fue a hacerle una visita de cortesía y a interesarse por su salud.
La incredulidad y la estupefacción cundieron por todo el mundo. ¡Hacía tanto que las potencias europeas ponían en práctica con rigor y eficacia la política de la fuerza, la llamada «diplomacia de cañonero»! Cuando un sátrapa de ultramar, ya fuese el dey de Argel, el nabab de Bengala, el sultán de Zanzíbar o incluso el emperador de China, se mostraba recalcitrante, falto de docilidad o insolente, se enviaban unos cuantos barcos para que depusiera su mala actitud.
Y de pronto, allí, en el estrecho de Tsushima, a los cañoneros del zar los mandaron irrespetuosamente al fondo marino. Del conjunto de buques de la flota, que eran alrededor de treinta, solo tres pudieron llegar a Vladivostok.
A quienes seguían de cerca los acontecimientos del año transcurrido no debería haberlos pillado por sorpresa. Desde el principio del conflicto, en febrero de 1904, los rusos daban señales de debilidad tanto en tierra como en el mar. En las cancillerías se rumoreaba que el imperio de los zares, aun siendo inmenso, no dejaba de estar, cuando menos, igual de enfermo que el de los sultanes otomanos. Pero pocos se esperaban semejante derrota.
Tanto en Londres y Berlín como en París o Viena, los periódicos subrayaban que, por primera vez, un «pueblo de color» había puesto en jaque a una gran potencia europea y alertaban a sus lectores contra «el peligro amarillo». En los Estados Unidos, una de las pocas personas en alegrarse del acontecimiento resultó ser, cómo no, el profesor universitario negro W. E. B. Du Bois, que se mostró agradecido a los japoneses por haber roto con «la estúpida magia moderna de la palabra “blanco”»
*
HACÍA CASI MEDIO MILENIO QUE el «hombre blanco» había asentado su preeminencia en el mundo. Si fuese menester atribuirle un siglo a tal «encumbramiento», ese sería el siglo XV.
El Quattrocento, como lo llaman los italianos, había comenzado, no obstante, bajo otros auspicios. A partir de 1405 había llevado a cabo varias expediciones marítimas una gigantesca flota china que llegó a contar con una tripulación de veintiocho mil hombres y más de doscientas naves, entre ellas alrededor de sesenta juncos inmensos que transportaban tanto a la ida como a la vuelta tesoros fabulosos. Se hallaba al mando de un personaje fuera de lo común, el almirante Zheng He. Nacido en una familia de altos funcionarios chinos de religión musulmana, su cometido era explorar todas las zonas costeras que iban desde las islas de La Sonda hasta el Cuerno de África, pasando por las Indias, Persia y la Península Arábiga, para describirlas y realizar mapas, para establecer con ellas relaciones de intercambio, para demostrar, mediante la munificencia de la flota, la del soberano que la había armado, y también, siempre que pareciese factible, para obtener de los vasallos del Imperio del Centro los tributos que dejasen constancia de ese vasallaje.
Zheng He podría haber pasado a la Historia como el primero de un linaje de exploradores chinos, pero su séptimo viaje iba a ser el último. La llegada de un nuevo emperador en 1424 cambió la situación y quebró el envite. Se decretó que las expediciones habían sido onerosas y superfluas. Se descuidó la flota, que empezó a deteriorarse. Se ordenó luego su destrucción, so pena de severos castigos para cualquiera que intentase volverla a forjar.
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