En un país de extremos, la universidad pública es el sitio de encuentros improbables. Sus pasillos, aulas y oficinas son habitados por personas que, quizás en otras circunstancias, jamás habrían coincidido. Esos encuentros, además, tienen una particularidad: no importa de dónde vienes, estar en la UNAM forma un sentido de pertenencia y un compromiso ético que se refuerzan todos los días.

Recuerdo mi primer día laboral en la Universidad, en enero de 2018. Apenas unas semanas antes fui notificada de haber ganado en el proceso de selección de una invitación abierta para ocupar una plaza por artículo 51 del Estatuto del Personal Académico (EPA) en el recién creado Centro de Investigaciones y Estudios de Género (CIEG). Nunca pensé que yo sería la elegida y que trabajaría en la UNAM como investigadora. Digo esto no porque se tratase de un caso de “síndrome de la impostora” (ese fenómeno en donde, pese a las capacidades y éxitos propios, las personas dudan de sí mismas y no creen merecer lo que tienen), sino más bien porque me invadió un estado de asombro profundo, una suerte de duermevela en la que es difícil distinguir entre el sueño y la realidad. Empero, ésta era mi nueva y feliz realidad. En retrospectiva, considero que ese fue el momento en el que comenzó a construirse de manera más concreta mi compromiso con la Máxima Casa de Estudios.

A las labores de investigación les siguieron las de representación, docencia y gestión. Cada una de ellas me ha permitido conocer mejor a la UNAM, desde su monumental burocracia hasta los trabajos invisibles que sostienen y cuidan de la estructura. Asimismo, cada tarea me ha posibilitado estrechar lazos con una comunidad que me hizo sentir parte desde el primer instante. Es en el día a día que se forja el compromiso ético con esta institución.

Al hablar de ética, la filósofa feminista Simone de Beauvoir decía que todas las personas tenemos que elegir qué queremos ser. Esta elección no es permanente, sino que debe ocurrir todo el tiempo a lo largo de la vida. De acuerdo con Beauvoir, es mucho más fácil mantenerse en un estado de dependencia y asumir que nuestro lugar en el mundo es predeterminado y, en consecuencia, no hacer ningún compromiso ni tomar postura. En este tren de ideas, hay que pensar que los compromisos éticos no son empresa sencilla, pues requieren esfuerzo, constancia, trabajo, proactividad y autorreflexión. Aquí la labor de asociaciones como Fundación UNAM es central para construir y fortalecer el tejido social universitario a través del apoyo irrestricto al talento mexicano, marcando un claro compromiso con el país.

Ser parte de la comunidad Puma trae consigo elegir qué queremos ser en función del trabajo que realizamos. Yo elijo no ser indiferente a los enormes retos que las desigualdades de género suponen para nuestras sociedades. Elijo hacer investigación rigurosa, con sentido social y que contribuya a explicar que los mecanismos que reproducen la disparidad entre hombres, mujeres y disidencias sexo-genéricas no son naturales ni inmutables. También elijo apoyar al fortalecimiento institucional de la Universidad y garantizar que las muchas horas que aquí pasamos sean más edificantes y enriquecedoras. Ése es mi compromiso ético con la UNAM.

Directora e investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios de Género

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