Ser hijo de una egresada de la Facultad de Trabajo Social y de un papá que jamás se perdía un partido de los Pumas hizo que, desde muy pequeño, sintiera una gran predilección por el azul y oro de la Universidad Nacional Autónoma de México. Aún escucho la voz de mi madre contando anécdotas de sus clases, mientras mi padre —bandera en mano— me enseñaba a corear “¡Goya!” en el majestuoso Estadio Olímpico Universitario.

Mi historia con la Universidad comenzó formalmente a los 14 años, cuando influenciado por mi núcleo familiar decidí cursar el bachillerato en la Preparatoria número 9 Pedro de Alba. La mañana en la que oí el “¡Bienvenido a la UNAM!” sentí que el mundo se abría ante mí. Mi etapa de preparatoriano fue profundamente enriquecedora, pues allí tuve maestros que habían vivido el movimiento del 68 y que alternaban historias de conciencia crítica y formación política con ecuaciones de segundo grado. Entendí, muy pronto, que la ciencia no es ajena a la cotidianidad y que viene cargada con profundas raíces sociales.

Por aquellos días me dividía entre dos sueños: estudiar Arquitectura y levantar rascacielos, o estudiar Física y explorar las particularidades del universo. Sin embargo, en la clase de Orientación Vocacional me enteré de una carrera entonces poco conocida: Actuaría. Revisé el plan de estudios y descubrí una disciplina que convertía matemáticas puras en herramientas tangibles y útiles para la vida de las personas. Fue amor a primera vista.

Aprovechando el pase reglamentario entré a la Facultad de Ciencias en Ciudad Universitaria. Si bien vivía lejos, cada minuto de trayecto valía el privilegio de pisar aquel campus que parecía otro planeta. Estudiar bajo la sombra de la Biblioteca Central, recorrer Las islas o perderme en los murales de Rectoría se volvió parte de mi día a día.

Mi curiosidad no conocía fronteras: alternaba tardes de estudio en las bibliotecas de Contaduría y Economía, y algunas ocasiones me colaba a los ensayos del ballet coreográfico de Gloria Contreras. En paralelo, desarrollé pasión por las lenguas extranjeras: primero, por el alemán y, luego, por unos atisbos de mandarín, convencido de que un mejor entendimiento del mundo era posible al verlo (y decirlo) desde otros idiomas.

Aún recuerdo con claridad las cátedras de Alejandro Hazas, el primer actuario de México, quien demolía con un gis roto los misterios de la teoría de riesgos.

No olvido a todos los profesores, cuyas enseñanzas marcaron profundamente mi manera de ver el mundo y de ejercer mi profesión con un gran sentido social.

Ingresé a la carrera en 1997, de modo que la huelga del 99 irrumpió brevemente mi travesía. Abandonar la UNAM nunca estuvo sobre la mesa; en cambio, tomé aquel alto forzado como una invitación a profundizar en la ciencia por mi cuenta. Cuando volvimos a las aulas, sólo me faltaban unas cuantas materias y llegué a ellas con una motivación renovada.

Pero no todo se trataba de los estudios. La UNAM me regaló otra pasión: la verticalidad. Con la Asociación de Montañismo y Escalada descendí cuevas y coroné volcanes que rozan el cielo. Sin darme cuenta llevé a esta disciplina la mentalidad actuarial: evaluar riesgos, calcular probabilidades, diseñar planes de contingencia. Entendí que la ciencia no cabe sólo en un salón; nos acompaña desde el filo de un cráter hasta el fondo de una gruta.

Ya con mi título universitario en mano tuve la fortuna de incorporarme al servicio público en el ISSSTE, administrando la reserva de aseguradoras y colaborando con equipos de inversión. Cada decimal representaba el futuro de miles de personas. Esa responsabilidad me preparó para asumir, años después, la vicepresidencia financiera y luego la presidencia de la CONSAR. Confirmé, una y otra vez, que ser actuario es custodiar la dignidad de las y los mexicanos mediante sistemas de seguridad social financieramente viables.

Mi actuar al frente de una institución tan noble ha estado marcado por mis vivencias en la UNAM; cada mejora que impulsamos en el Sistema de Ahorro para el Retiro y cada documento que firmo llevan grabada la pauta que interioricé en la Facultad de Ciencias: preguntar, investigar, contrastar y, sólo entonces, opinar. Ese método ha sido mi brújula en momentos de incertidumbre y el antídoto contra soluciones fáciles y maniqueas.

Mi gratitud hacia la Universidad es permanente y mi forma de retribuir un poco a los jóvenes que hoy llenan esas aulas y le dan vida a los pasillos es impulsar su participación en el servicio público a través del programa de servicio social para que estudiantes de Actuaría, Economía o Matemáticas colaboren en la CONSAR y comprueben cómo las fórmulas que aprenden en clases tienen impacto directo en la vida de millones de mexicanos. La academia y la política pública, creo, se enriquecen cuando comparten la misma mesa.

En ese sentido, coincidimos en la misma trinchera con la Fundación UNAM, quien actúa como engrane indispensable en la maquinaria de la educación superior de nuestro país. Sus becas, apoyos y programas han convertido carencias en oportunidades: laboratorios equipados, bibliotecas nutridas, apoyos a la investigación. Son, también, guardianes de miles de sueños que de otro modo se habrían quedado en papel.

Hoy cobran nuevo sentido las palabras que José Vasconcelos propuso como lema para la UNAM: “Por mi raza hablará el espíritu”. Que hable, entonces, con la voz firme de quienes confiamos en la ciencia para transformar sociedades, y en la educación pública como la gran obra colectiva de nuestro tiempo.

Porque allí —entre murales que narran epopeyas y cafeterías donde se discuten utopías— late el corazón de un país que avanza, terco y luminoso, hacia un futuro más justo. Que ese pulso universitario, solidario y visionario no se detenga jamás.

¡GOYA! ¡GOYA!

Presidente de la Comisión Nacional del Sistema de Ahorro para el Retiro

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