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El Dance Theatre of Harlem, compañía histórica por ser la primera en el mundo que le da verdadera cabida a bailarines afroamericanos, presentó tres piezas en el Auditorio del Estado de Guanajuato como parte de la programación del Festival Internacional Cervantino en su edición número 51.
La primera de estas piezas fue una coreografía de Robert Garland con música de Michael Nyman (“String Quartet No. 2”), cuya premier mundial se llevó a cabo el 1º de marzo de 2019 en Nueva York. Los bailarines, divididos por género, se presentaron con trajes azules y rosas; el estampado de las teclas de un piano en el pecho. La cadencia alcanzada por los intérpretes, en los seis movimientos de la obra, detonó imágenes poéticas: especie de alusiones a la natación, giros que remitían a los de las muñecas de cuerda, algo de cierto baile, ciertos movimientos enterrados hace un siglo, vistos a la luz del ballet neoclásico.
El diálogo entre bailarines, por ejemplo, parecía ir de la respuesta directa a los movimientos en espejo. Hasta que en el último acto el escenario fue tomado por todos, quienes se despidieron zapateando a lo lejos.
Sobre la segunda pieza, “Higher Ground”, también creada por Robert Garland y estrenada en enero del año pasado en Michigan, sus seis partes parecían remitir a un punto concreto en la historia. La voluntad de revisitar el pasado es evidente, algo que el mismo Garland ha definido: “El ballet Higher Ground representa una reflexión estilo Sanfoka sobre los tiempos actuales”. Hay rastros de los musicales, por ejemplo, del soul y de los ritmos como identidad y posicionamiento.
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Los bailarines, vestidos de naranja, alcanzaron ciertos efectos estéticos con sus movimientos individuales, a la espera del momento definitivo donde todo se sincroniza como la maquinaria de un reloj. Algunos instantes de cierre quedan en la memoria: los vuelos en el aire; el abrazo de tres parejas: la luz que se desvanece, fade out con todos los bailarines, otra vez, en el peldaño final.
La última pieza, “Blake Works IV (The Barre Project)”, de William Forsythe, con música de James Blake fue estrenada en Pensilvania, en enero de este año. Se trató, quizá, de aquella en la que más apremia el peso de la individualidad y, bajo el riesgo de equivocarse, una especie de mirada hacia el futuro. Se inspiró —como su nombre lo persuade— en las canciones de James Blake y fue hecha durante el confinamiento. Su individualidad apremiante quizá era sinónimo de restricción, pero también fue la prueba viviente de un pedazo de gracia y la impresionante capacidad de transmitir mensajes a través del cuerpo.
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