Hay hechos inolvidables en los casi 60 años del Estadio Azteca: las celebraciones de Brasil, en 1970, y Argentina, en 1986, como campeones mundiales; el “Gol de la Mano de Dios”, de Diego Armando Maradona, contra Inglaterra; los cinco conciertos de Michael Jackson que en 1993 vivieron medio millón de personas o los encuentros con cientos de miles de católicos que encabezó Juan Pablo II.
A la lista de hitos de este estadio -valga recordarlo, antes llamado Azteca- hay que sumar el proceso de diseño arquitectónico y construcción, que involucró a un diverso grupo de arquitectos mexicanos, incluyó intervenciones a la fecha muy innovadoras, y transformó el sur de la Ciudad de México.
Esa historia se puede contar a través de las fotografías y planos que resguarda el archivo de Pedro Ramírez Vázquez. Su hijo, el también arquitecto Javier Ramírez Campuzano, abre esos archivos en las oficinas del estudio, en Pedregal, y aparecen fotografías, publicaciones, planos y objetos sobre ese proceso.
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Entre las fotografías, la mayoría en blanco y negro, existe una que ha terminado por ser icónica de la construcción: es el estadio en obra, aun sin toda su gradería, con un cielo despejado y sin edificios, pero con los volcanes, al oriente de la ciudad.
En otras fotos se puede ver el estadio desde Periférico, cuando se instalaba la escultura “Disco solar”, del artista belga Jacques Moeschal, para la Ruta de la Amistad que se creó para los Juegos Olímpicos. Otras imágenes enseñan el barrio de Santa Úrsula donde se construyó, y que ha derivado en el apelativo de “Coloso de Santa Úrsula”.
Sin embargo, Javier Ramírez Campuzano advierte que la historia de ese hito arquitectónico no se puede contar sin la voz de Luis Martínez del Campo. Porque Pedro Ramírez Vázquez y Rafael Mijares fueron los autores del diseño del nuevo estadio de futbol, pero fue el arquitecto Martínez del Campo quien, a los 26 años, ejecutó el proyecto a lo largo de los cuatro años de obra, como arquitecto residente.
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En entrevista vía correo electrónico, Luis Martínez del Campo relata: “Con el título en la mano -se había graduado, en 1960, en la Escuela Nacional de la Arquitectura de la UNAM- empecé a buscar chamba tocando puertas en despachos profesionales de arquitectos. La suerte me favoreció cuando me aceptaron en la firma Ramírez Vázquez & Mijares, en la cual me inicié a partir de enero de 1961, asignándome al proyecto del Estadio Azteca, entre otros que se desarrollaban simultáneamente en el taller”.
Ramírez Vázquez & Mijares fue uno de los tres estudios invitados a concursar para diseñar el nuevo estadio; los otros dos fueron los de Enrique de la Mora y el de Félix Candela. Los convocó la empresa Futbol del Distrito Federal, creada por tres clubes de la ciudad: América, Atlante y Necaxa.
“Ganaron Ramírez Vázquez y Mijares por muchas cosas: por la solución para incorporar las vías con el tejido urbano, por la solución estructural, porque la cubierta se podía hacer después sin necesidad de interrumpir el espectáculo; por los accesos ágiles y por el gran número de palcos que proponían lo que podía atenuar la inversión (hoy son más de 800 palcos). Pero sobre todo, fue muy importante su isóptica”, cuenta Javier Ramírez.
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Agrega que una vez que el despacho ganó, se contrataron a especialistas en diferentes campos; por ejemplo, para la isóptica -que garantiza que el público, incluso desde las laterales o cabeceras pueda ver bien lo que pasa en la cancha-, fue obra del arquitecto Luis Alvarado; o los accesos y salidas a través de rampas -que resuelven el flujo de una forma muy rápida y segura- los planteó el arquitecto Eduardo Graf.
“La principal modificación al proyecto original -refiere el arquitecto Martínez del Campo- fue cambiar de un formato rectangular inicial muy rígido, al curvado final, lo cual le da una perfecta visibilidad, desde cualquier punto del interior, a la cancha y a cualquier otro punto de las tribunas dentro del recinto”.
Martínez del Campo destaca que “la singularidad del estadio Azteca es su universalidad; es un ícono a nivel mundial, que representa lo mejor de la ingeniería y la arquitectura mexicanas”. Recuerda que la construcción del inmueble se dio en un momento muy especial para el país, de grandes eventos como los Juegos Olímpicos ‘Mexico’68’, y la Copa Mundial México’70, de construcción de grandes obras como el Museo Nacional de Antropología, el Museo de Arte Moderno y la Basílica de Guadalupe; estos fueron desarrollados por la firma Ramírez Vázquez & Mijares.
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En la Casa-Estudio de Pedro Ramírez Vázquez, su hijo abre cientos de planos que detallan la evolución del proyecto, desde los iniciales, cuando todavía era rectangular, hasta cuando se le dio un trazo diferente, con ese giro que benefició la visual para todos los visitantes.
Los planos, que tienen más de 60 años de haberse trazado, son de grandes dimensiones; dado el tamaño de la obra -refiere Ramírez Campuzano- se usaban hasta cuatro restiradores de arquitectura o se acudía al recurso de trazar solo un cuarto y después replicarlo doblando el papel en dos y luego en cuatro. Los planos también muestran aspectos de la cubierta, que fue construida después de la inauguración y que es una estructura de 50 centímetros, que se adentra a todo lo alto del inmueble; se puede ver el diseño de las salidas, de las escalinatas y palcos; en otro plano, una anotación posterior identifica la explanada donde se ubicó “El Sol Rojo”, de Alexander Calder, que con sus 25 metros de altura es la pieza más grande de este escultor estadounidense, que fue instalada allí en el marco de los Olímpicos.
La transformación de la ciudad
El arquitecto Luis Martínez del Campo se refiere a los desafíos de la obra: “El más fuerte desafío para el proyecto, provino del pésimo terreno que la empresa promotora adquirió para edificar el Estadio, sin pedir asesoría técnica previa”. Entonces detalla algunos problemas derivados de esa decisión:
“En primer lugar, las aguas freáticas -lodos del fondo del lago que existió en el Valle de México-, que están diez metros abajo del nivel de Calzada de Tlalpan; no se pudo excavar más, de ahí que solo se lograron 25 mil asientos en gradería baja, por lo que hubo que levantar la colosal superestructura para albergar 75 mil más, y así completar el cupo planeado de 100 mil espectadores sentados”.
En segundo lugar, hubo que dinamitar 180 mil toneladas de roca volcánica que invadían la zona poniente, para poder asentar parte de la masa del estadio correspondiente a esa área. Y, en tercer lugar, explica el arquitecto Martínez del Campo, otro reto fue que la propietaria del predio vendió solamente dos callejones en los extremos de lo que es hoy la explanada de acceso; ante sus negativas para vender la otra área, hubo una expropiación vía intervención presidencial.
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Luis Martínez del Campo, quien después estar al frente de la obra del Azteca fue director de las instalaciones olímpicas de México en 1968, asegura que indudablemente la edificación del Estadio detonó la densificación de la zona, en donde se multiplicaron viviendas, comercios y servicios. Luego recuerda cómo era la Ciudad de México cuando se construyó el estadio:
“En los años 60 era segura, cómoda, llena de actividades recreativas y culturales a través de excelentes recintos y museos, y de espacios para caminar. El entorno de Santa Úrsula era prácticamente la frontera suroccidente de la ciudad. La zona estaba conectada por la Calzada de Tlalpan, que terminaba un poco más adelante, en la glorieta de Emiliano Zapata, en donde arrancaba la antigua carretera a Cuernavaca-Acapulco, y algunas vías secundarias. La vista hacia el otro lado de la avenida confirmaba esa frontera virtual de la ciudad en el sur; había un sinnúmero de lotes baldíos y una que otra granja, y remataba el horizonte de esa planicie las imponentes siluetas del Popocatépetl e Iztaccíhuatl”.
El estadio comenzó a construirse en 1962 y se inauguró el 29 de mayo de 1966, con un encuentro entre el América y el Torino de Italia, que terminó 2-2. Ese día estuvo presente el entonces niño Javier Ramírez Campuzano, su padre no alcanzó a llegar de España. El acto empezó tarde por que se retrasó el presidente Gustavo Díaz Ordaz, que se llevó la primera rechifla en la historia del Azteca.
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