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Lo mataron el Día de Reyes. Veía pasar las horas en la colonia donde creció: Alma Obrera, Zacatecas, barrio de calles irregulares, zigzagueantes y de pendientes pronunciadas. De pronto, un hombre se acercó, le puso la pistola en la garganta y jaló el gatillo. Así recuerda Deekaos la muerte de su amigo.
“El cinco de enero mi carnal me dijo: ‘Cámara, nos vemos el siete’”, pero ya no se volvieron a ver. Como homenaje, Deekaos le compuso la que sería su primera canción.
Deekaos encabeza la escena independiente del rap zacatecano. Tiene los ojos cristalinos y tan rojos como su gorra de los Yankees. Sus cejas, espesas y oscuras, enmarcan una mirada profunda. Nació en la década del 2000 y creció en una Zacatecas llena de maleantes, como él mismo dice. Por eso, muchos de sus carnales descansan en paz. Sobre eso canta.
Sin embargo, cuando habla de las muertes violentas de sus amigos, nunca dice “los mataron”. Envuelve sus palabras en un manto de atenuadores lingüísticos y prefiere decir: “ya no están con nosotros”.
Él no es el único que elige cautelosamente sus palabras para hablar de la violencia. Parece que los zacatecanos firmaron un contrato colectivo, implícito, en el que, ante el horror, se impone el eufemismo, el rumor, la voz bajita y la mirada furtiva, no sea que alguien escuche. A esta dinámica de comunicación, el antropólogo Claudio Lomnitz la llama la zona del silencio.
Evolución de la violencia zacatecana
En el principio era el barrio, y el barrio eran cholos reunidos en una esquina de su colonia: popular, precarizada y en la periferia del centro de Zacatecas. Ahí, los jóvenes escuchaban rap, pintaban murales con letras góticas, la virgen de Guadalupe y el símbolo de su clika: Getones, Gavilanes, Alma Obrera… También se enfrentaban con el barrio vecino.
Los combates eran a puño limpio y, en ocasiones, lanzaban algún rocazo en nombre del barrio. Otras veces, al barrio le daba por talonear en el transporte público para sacar dinero y comprar caguamas. Los colectivos y taxistas, aterrorizados, se negaban a subir a esas colonias.
Así llegó el 2017. Ese año, algunas facciones de Los Zetas, del Cártel Jalisco Nueva Generación y del Cártel de Sinaloa se disputaban Zacatecas y la violencia cambió. Luis Fernando Moreno Trejo, antropólogo y académico de la Universidad Autónoma de Zacatecas, explica que los cadáveres colgados de los puentes, los enfrentamientos armados, el cobro de piso y los desplazamientos forzados sustituyeron a las rivalidades entre pandillas. Así lo recuerda un veterano del barrio El Ete:
“Antes, las rencillas eran entre barrios. Si tú llegabas a un barrio ajeno, te correteaban. Ahora es al revés: si algún desconocido entra a un barrio, todos se quedan quietos. A veces, los vecinos se meten a sus casas, porque ya ni saben qué onda. Así están las cosas”, aclara.
Como ejemplo, recuerda cómo un criminal asesinó a uno de sus amigos. Su homie se llamaba Rafa Ramos. Era una tarde tranquila. Rafa descansaba en una esquina desde donde el centro de Zacatecas parece apenas una pequeña maqueta. De repente, llegó un hombre. Lo vio y, sin mediar palabra, le disparó.
Moreno Trejo, que también es asistente de investigación en la Universidad de Columbia con Claudio Lomnitz, señala que cuando los Zetas iniciaron “su maquinaria de violencia”, los zacatecanos cambiaron sus dinámicas sociales y de comunicación. Dejaron de visitar ciertos lugares a determinadas horas, y en las escuelas se implementaron protocolos de seguridad.
Así como en el cuento Casa tomada, de Julio Cortázar, la violencia se apoderó de Zacatecas. Primero se adueñó de las rancherías, de las comunidades y de las carreteras, donde combatían los cárteles y la Marina. En la capital zacatecana y su zona metropolitana, la violencia parecía acotada a la parte tomada. Hasta que aparecieron los primeros cadáveres colgados en los puentes de la ciudad.
Por esta razón, Moreno Trejo explica que la violencia en Zacatecas debe entenderse desde una geolocalización y una cronología: “No era lo mismo lo que sucedía en las zonas rurales que lo que ocurría en la zona de Guadalupe-Zacatecas, la zona conurbada más importante del estado”.
La violencia discrimina
En el Centro Histórico de Zacatecas, las noches navideñas se llenan de luz y color. Sus callejones, adornados con cascadas luminosas, sirven de escenario para que los jóvenes se fotografíen. Visten abrigos largos y boinas francesas. Se imaginan en alguna ciudad europea.
La avenida Hidalgo es la más importante del centro de Zacatecas. Ahí están los bares de moda. De un local salen las notas de Supernova de Oasis. En los demás establecimientos suenan reguetón y corridos tumbados. Frente a la catedral, una quinceañera disfruta su sesión fotográfica. La noche es helada, pero ella saborea el frío en sus hombros.
A medida que uno se aleja de la avenida Hidalgo, Zacatecas enmudece y, poco a poco, los barrios que rodean el centro de la ciudad quedan en penumbras. Allá, al fondo, es donde está la muerte. El antropólogo explica que los criminales dejan los restos de cadáveres en las zonas populares; de ninguna manera en los fraccionamientos acaudalados de Guadalupe.
“Y cuando se habla de violencia, la vulnerabilidad maximizada existe en ciertos cuerpos: masacran a los jóvenes precarizados, vulnerables y empobrecidos que no tuvieron educación ni capital cultural”, añade Moreno Trejo. Así, los cárteles comenzaron a desaparecer, torturar y reclutar a jóvenes de zonas rurales; sin embargo, ante la necesidad de mano de obra, iniciaron el reclutamiento en la capital zacatecana.
Karina Terrazas, que vivió su adolescencia en la colonia Gavilanes, confirma las palabras del antropólogo.
Gavilanes es un barrio popular de pequeños condominios a donde llegaron a vivir personas de la Ciudad de México, Jalisco y Aguascalientes. La familia de Karina le cuenta que antes de la década de los 90, las personas tenían las puertas abiertas y salían a tomar el fresco de la tarde. Todavía, a principios del 2000, ella jugaba en los estacionamientos de las unidades habitacionales.
Después del 2010 todo cambió. Los vecinos se resguardaban en sus casas desde las ocho de la noche, los amigos de Karina se convirtieron en halcones o comenzaron a distribuir droga. Una noche las sirenas de las patrullas rompieron el silencio de la colonia: la policía encontró cabezas humanas en una de las avenidas principales de Gavilanes. A la mañana siguiente, el rumor recorrió el barrio como una neblina, se decía que ya habían llegado Los Zetas. Cuando aquel grupo criminal se instaló en la capital, Karina dejó de caminar tranquila en Zacatecas.
“Una tarde, como a las 6:30, iba por el boulevard para tomar el camión y llegar a la escuela, en el centro de Zacatecas. Entonces apareció una camioneta. Dentro había cinco tipos con metralletas. Yo mido menos de 1.60, soy delgada —era más delgada que ahora, recuerda Karina—, y me empezaron a seguir. Tenía mucho miedo. Se dijeron: ‘¿la seguimos o la subimos?’ Corrí y subí al camión; pero cuando llegué a la escuela los volví a encontrar. Ahora iba sobre la banqueta cuando me gritaron: ‘¡te subes o te subimos!’. Los ignoré. En eso, uno sacó la metralleta, me apuntó y me dijo: ‘¡que nos hagas caso!’ Algo me salvó. Creo que sólo querían divertirse. Vieron mi cara de terror y se fueron atacados de risa”.
En memoria del barrio
Cada 12 de diciembre los zacatecanos recuerdan a la virgen de Guadalupe con la reliquia, un guisado de carne de puerco frita en manteca al que se le añade un mole hecho con distintos chiles, plátano dorado, ajonjolí, semilla de calabaza y frutos secos.
La alquimia culinaria comienza en la madrugada, cuando los hombres encienden una fogata a mitad de la calle y, sobre ella, colocan un cazo de cobre. Minutos después, emergen los vapores que perfuman el ambiente.
Todo el barrio participa en la preparación de la reliquia y en la preparación de los festejos a la virgen. Los familiares que viven en Estados Unidos —muchos en calidad de refugiados políticos a causa de la violencia— envían dinero para la carne, los fuegos artificiales, la música, el café, las sillas, las flores o para los grupos de matlachines, quienes bailan en honor de la guadalupana.
Los convivios se celebran en los altares a la virgen que las clikas pintan en las esquinas más representativas de sus barrios. Allí se disponen las mesas que soportan las ollas con reliquia. La noche del 12 de diciembre los zacatecanos toman sus calles para compartir, bailar, agradecerle a la virgen… pero también para recordar a sus jóvenes asesinados. Parece que esta festividad es lo único que el crimen organizado todavía no les ha arrebatado por completo.
A pesar del ambiente festivo, el duelo está presente en las fachadas de Zacatecas. Junto a la virgen, las clikas escriben el nombre de sus homies que han muerto y dibujan moños negros y plegarias. Así se mantiene viva la memoria del barrio. En El Ete, por ejemplo, dedican su altar a once caídos, y en la virgen de la Marianita se lee en un pergamino:
Hoy mi oración es para todos nuestros seres queridos que ya no están con nosotros [...] Lo que amas jamás se pierde.
Moreno Trejo explica que los muros de los barrios son espacios democráticos donde se desarrollan historias, prácticas y relaciones socioculturales que ya no volverán por causa de la violencia. Al mismo tiempo, “es donde se expresan añoranzas de paz y procesos de memoria social”. Con cada mural, los zacatecanos se reapropian y resignifican sus calles: escenarios de reunión y homenaje.
“Las paredes escuchan, pero también protestan. Realmente pienso que podemos sensibilizarnos ante la violencia y aprender sobre dinámicas de memoria, simplemente mirando los sufrimientos que cobran vida entre las paredes y las calles”.