Cuánto impulso estival! Tierra trémula que el verano exhala. En el puro blancor los días se

esconden. ¿Que el clima influye en el carácter de las personas más que en las especies vegetales? Puede ser, puede no ser. De contado, allí el calor goza de fueros. No se le puede evocar exenta de temperatura ardiente y de expresión apacible, a pesar de todo. A nadie parece agobiar el termómetro excedido. Los tejidos ligeros del vestuario ahuyentan los extremos. La irritación o el mal humor son entes ajenos.

La memoria recolecta no más que alborozo reposado en el semblante de sus moradores. Ni la risa abierta ni la carcajada explosiva, sólo la expresión mansa de la dicha, dibujada en una manifestación leve y modesta.

Una ciudad capital no precisamente bella. Esa limitación la provee de individualidad, le arrecia el carácter. En el recuerdo, su visión conserva el caos, la desproporción y los desniveles, los millones de habitantes. Fenómenos que magnifica la luminosidad del sol intenso, corona de esa urbe espléndida y volátil. Sus cualidades son otras, como el vigor y la resistencia de sus habitantes. Podemos sumar la sonrisa de sus muchachas.

Los colores, los sabores, los sonidos, con ser abundantes, poseen una intensidad acogedora; son, mejor, un atributo sosegado. Se hallan en todas partes, entre la multitud, en las horas amotinadas, en la espesura sin nombre de los días.

Carpe diem. Rabioso en el recuerdo sobrevive un arroz con coco que el paladar no ha olvidado en tantos años.

Es la ciudad más populosa entre las musulmanas. Es al mismo tiempo una ciudad pacífica y la más relajada entre las que profesan esa fe. Una metrópoli joven y confiada, donde no hay motivo para el miedo. Pletórica de olores, colores y sabores. Que lo digan las multitudes ambulantes y las calles elásticas como las caderas de sus mujeres. La tradición es la sustancia de la historia.

Luego de otear bazares atestados, los forasteros, calles furibundas y rincones alados —Omar y Mustafá— mudados de nombre frente a la guardia, ingresaron al templo sin prurito. Se deshicieron del calzado y con devoción auténtica se internaron en aquella magnificencia, silenciosa y gigantesca. La Mezquita mayor de la ciudad.

Oraron postrados y en silencio, desde la tolerancia de las sombras y sin justificaciones metafísicas. Cada templo protege con su vientre y cada ciudad resguarda con su luz. Afuera el sol crepuscular doraba el pavimento. Aquella atmósfera ambarina dio motivo a una foto y algunas postales.

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