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La montaña no desperdicia nada y se sana a sí misma, lamiéndose las heridas hasta que se convierten en alimento. La montaña, que ansía la reverencia, mira la ciudad roja, una llena de gente, esos parásitos que desprecian a los otros seres vivos, animales lentos, hombres que la ven como un obstáculo, pero ansían conquistarla. En El monte de las furias(Penguin Random House, 2025) una mujer cuida un espacio misterioso y se va haciendo una con el monte, el musgo, los árboles, el jardín, los bichos, la maleza. Lo hace desde la palabra y su mirada curiosa, llena de preguntas.
En sus cuadernos escribe el día a día porque “lo único que pasa es esto: mi lucha con las palabras, mis propios pensamientos”. Se acompaña del Celador, de las mujeres de Jehová, de los ladridos de los perros que ruedan ladera abajo, de la noche negra que contiene la inminencia del amanecer. Y un día, de entre la tierra surge un cuerpo. Luego, otros más, con los colores de los órganos quietos, la sangre inútil que ya no es vida: “Yo le doy y la montaña me devuelve”. La Revivida le lleva ramos de sus propios huesos, y así anda esta historia con la fantasmagoría, los espantos, los muertos que flotan entre el monte con su nombre de raíz.
En este libro usted crea toda una mitología alrededor de las montañas. ¿Dónde nació esa construcción mágica, mística y a la vez tan real de todo aquello que “hace” a una montaña lo que es y lo que nos representa?
Buena parte de mi escritura nace de la necesidad de desentrañar el misterio del otro. Siempre he sentido como una limitación la imposibilidad de ser otra, como si ser Fernanda y no poder ser más que Fernanda me produjera una especie de claustrofobia. ¿Cómo son esas otras maneras de estar en el mundo? Pero si es difícil imaginar una otredad humana, mucho más lo es imaginar una existencia no humana. ¡Claro que es imposible! Pero el ser humano tiene la hermosa capacidad de imaginar, y la imaginación es una forma de conocimiento. Sabemos que es un artificio y que es imposible desprenderse por completo de la mirada humana, pero se trata de un ejercicio que, a mi juicio, es valioso en sí mismo. En ese salto imaginativo siempre se da con algo, se roza una empatía distinta.
Resultan muy llamativas las concepciones alrededor del tiempo: como sustancia capaz de agotarse, como primitivo e impreciso, los tiempos de lo natural, tan diferentes y a veces incomprensibles para los seres humanos...
Me preguntaba si una mujer y una montaña podían entenderse, acercarse y hasta comunicarse cuando las separa algo tan determinante como la manera de estar en el tiempo. Para el ser humano, el tiempo de la montaña es casi inconcebible. Pero ¿acaso somos capaces de entender el tiempo de una polilla, que solo vive veinticuatro horas? El libro Conciencia del tiempo. Por qué pensar como geólogos puede ayudarnos a salvar el planetade Marcia Bjornerud me impresionó muchísimo porque me empujó a pensar el tiempo de una manera no humana. Nuestra vida es insignificante al lado del tiempo geológico, y sin embargo es todo lo que tenemos. Quería hacer el ejercicio inverso, también; imaginar cómo vería una montaña nuestro fugaz paso por el mundo.
Es muy interesante la mirada de su narradora sobre el ser humano como un parásito, tan seguro de sí que desprecia a los otros seres vivos. ¿Cómo trabajó esa crítica sutil, esa confrontación con la superioridad que nos atribuimos los humanos?
Me resulta interesante ese concepto llamado “eco-apartheid”, en el que el ser humano se siente y se piensa como separado de la naturaleza. Cuando quieras ver cómo piensa el ser humano, fíjate cómo habla. Decimos: “Me gusta ir a la naturaleza” o algo por el estilo. “La naturaleza” no somos nosotros, no nos incluye. Se trata de un paradigma viejo y realmente obsoleto, pero que ha marcado todo y es la verdadera raíz de muchos problemas actuales. Porque pensar a la naturaleza como “nosotros versus ellos” nos aliena y de algún modo habilita todas las violencias extractivistas y depredadoras que ejercemos sobre el medioambiente. Yo lo veo como una enorme fantasía colectiva, esa de la superioridad, que justifica el uso y abuso. Me imagino que una montaña, si acaso pudiera expresarse con el lenguaje humano, vería todo esto como muy absurdo y casi incomprensible, porque la montaña siente que el monte es parte de su cuerpo y que los animales son también emanaciones de su ser. Allí todo está conectado y todo se necesita. Tal vez podamos aprender algo de esas otras inteligencias.
¿Dónde nació la idea de estos nombres “genéricos” en mayúsculas que, en algunos casos, hacen la vez de nombres propios y juegan con una (otra) idea de la identidad? (Celador, Perro Bravo, los Rurales, Pueblo Pobre...).
Fui llegando orgánicamente a esas decisiones. En Mugre rosa también inventé nombres para los lugares, aunque no eran así, genéricos. En parte porque me gusta que ese “no-lugar” que construyo para la novela, que es y no es Bogotá, que es y no es Colombia, pueda trasladarse a cualquier parte. En cualquier país latinoamericano hay un Pueblo Pobre, hay un Celador, hay un perro suelto de esos que deambulan por el pueblo.
Siguiendo con esto de los nombres, son muy lindas las reflexiones de su narradora al respecto: la identidad que reside en eso, “la palabra que se mete en el nombre”.
El lenguaje construye realidad, eso lo sabemos. Porque en la medida en que no tenemos una palabra para nombrar algo, la cosa tampoco existe. No es nombrable. Cuando decimos “la naturaleza”, ya en nuestra manera de nombrarnos estamos estableciendo una separación. En la vida cotidiana todo el tiempo estamos incorporando palabras nuevas para nombrar cosas que antes no existían. Por eso al negarnos a nombrar otras identidades, las estamos desapareciendo. Esto es tan evidente, y sin embargo prestamos muy poca atención a la manera en que usamos las palabras. La protagonista se preocupa por buscar la palabra precisa para nombrar las cosas y también se encuentra ante las limitaciones que le impone el lenguaje. Creo que buscar las palabras precisas para nombrar las cosas es un acto de amor, un acto de cuidado. Por eso también la protagonista se obsesiona con el hecho de no conocer los nombres de esos cuerpos que encuentra en su jardín.
Un asunto presente es la idea del hombre que conquista la montaña y la tierra como conquista a la mujer. ¿Cómo fue el trabajo narrativo ahí?
En realidad, mi proceso funciona al revés. Tengo unos personajes, tengo unas imágenes, y a partir de ahí comienzo a escribir una historia. La historia me va llevando a ciertos lugares y luego voy hallando otros sentidos que se desprenden de allí. Esos otros sentidos suben desde el texto, digamos, y yo los reconozco y ahondo en ellos. Pero nunca parto de un concepto o de una idea. No “ilustro” conceptos filosóficos o de otro tipo. Entonces, el trabajo narrativo antecede a lo demás. Pero eso es lo que tiene de interesante la escritura: que en la medida en que escribo, la propia historia me hace pensar y me permite llegar a lugares a los que no hubiera llegado de otro modo. Para esta novela partí de una idea simple: una mujer vive sola en lo alto de una montaña y un día aparece un cuerpo en su jardín. De allí fue surgiendo todo lo demás. Pero eso me permitió decir: ah, sí existe un paralelo entre la explotación de la naturaleza y la explotación de los cuerpos; sí existe un paralelo entre el consumo de recursos y el consumo de cuerpos.
También hay una constante referencia a la idea de ser vista o de no serlo, de la montaña que mira y cómo la vemos. ¿Qué reflexiones surgen de eso?
El “paisaje” y nuestros juicios de valor sobre él son construcciones culturales. En Las montañas de la mente, Robert McFarlane cuenta cómo las montañas antes eran descritas como “excrecencias de la naturaleza”. Lo bonito eran las praderas y el paisaje domesticado por el hombre. Cómo miramos algo es una construcción, no hay nada de natural en esa mirada. Y esto es interesante porque también demuestra que nuestro vínculo con la naturaleza puede, y va a, seguir transformándose. Yo siempre encuentro calma y algo reconfortante al levantar la mirada, en Bogotá, y encontrarme siempre con esa presencia tan monumental que son los cerros orientales. De algún modo me dan una estabilidad, una certeza. Algo es inmutable en este mundo vertiginoso. Pero cuando te ponés a mirar con cuidado, ves que tampoco una montaña es inmutable. Los colores y las formas cambian constantemente de acuerdo al clima, a la luz, a la hora. Cuando miramos con atención, lo primero que descubrimos es que antes no habíamos mirado con atención.
En su narradora hay una presencia permanente de pensamientos como pedazos de uno a través de los cuales se viaja, pensamientos que se quedan pegados al lugar, muchas ideas, el estar pensando todo el tiempo (cosa que le critica o a la que se resiste el Celador). ¿Cuál fue su intención narrativa ahí?
Fui construyendo el personaje de la montañera alrededor del deseo. Del deseo frustrado, en su caso, de querer aprender y estudiar y no poder, porque su madre la saca de la escuela para que salga a trabajar. Mi abuela materna, a la que le dedico la novela, era una mujer muy inteligente pero nunca tuvo oportunidad de estudiar; cumplió su destino de ama de casa. Pero ella tenía deseos de más, de otras cosas, de salir de la casa hacia el mundo, y solía hablar de eso. Siempre he pensado en ese deseo frustrado, en esas ansias, que al fin de cuentas son ganas de vivir, y qué injusto puede ser para tanta gente, sobre todo para las mujeres. La protagonista es una mujer a la que se le robaron todas las oportunidades, pero lleva dentro una fuerza vital muy grande, y es común que el mundo exterior quiera sofocar ese deseo y poner a la mujer en su lugar. “Tu lugar no es el del pensamiento”, nos dice el mundo. Yo recuerdo crecer realmente convencida de que los hombres eran más inteligentes que las mujeres, y que el pensamiento era algo que se les daba mejor a ellos. La protagonista de la novela siente vergüenza por meterse en el terreno del pensamiento, que cree no le corresponde, pero poco a poco eso va cambiando en ella.
La narradora de su libro tiene una forma de ver el mundo con algo que uno llamaría candidez o inocencia, una forma tal vez muy "occidental" de definir o de leer a quienes ven el mundo de una manera divergente, alternativa, sin los sesgos del capitalismo, del patriarcado, etc.
Es llamativo porque esa misma candidez o inocencia suele estar asociada a una connotación negativa. Si alguien es cándido o inocente, casi casi diríamos que es tonto. Y en parte eso es lo que pasa con la protagonista; por eso el Celador la trata con esa condescendencia, y tal vez por eso incluso la contrataron para hacer ese trabajo, porque no creen que ella vaya a cuestionarse para quién trabaja ni qué hacen esos hombres. Creo que a mí me interesa la ternura, justamente por ser una emoción denostada por considerarse femenina. Me identifico con la búsqueda del “narrador tierno” del que habla Olga Tokarczuk: “La ternura es la forma más modesta de amor. Aparece cuando miramos de cerca y con cuidado a otro ser, a algo que no es nuestro ‘yo’ pero donde nos descubrimos a nosotros mismos.”
¿Cómo dialogan usted y este libro con el ecofeminismo?
En general, no me interesa la teoría como una construcción a priori, aunque conozco el trabajo de estas teóricas. No me considero una escritora académica. Estudié dos programas universitarios muy prácticos, Traductorado y Escritura Creativa. Ambos, en definitiva, trabajan de manera artesanal con el lenguaje, con el texto y con los modos de expresión. Y eso es lo que me gusta hacer. A veces temo que la teoría vuelva una novela fría y cerebral, de un virtuosismo estéril, mientras que a mí me gustan los textos pasionales, imperfectos, intensos. Yo escribo desde la intuición y la imaginación, y honestamente pienso que estas dos herramientas son formas de conocimiento tan válidas como cualquier otra. Se puede llegar a las mismas conclusiones del pensamiento por otras vías. Tal vez me pongan nerviosa las teorías porque me resisto a etiquetar los textos. Una novela no es teoría ni es activismo; se trata de una experiencia estética y de una reelaboración artística de las cosas que nos duelen.