En La Treille —cantón de Marigalante, no lejos de Grand-Bourg— hay tantos Quidal como granos de arena hay en la playa. Es su feudo. Se dice que descienden directamente del propietario de un ingenio azucarero, el ilustre Antoine de Gehan-Quidal. Este se arruinó con la abolición de la esclavitud y regresó a Francia, abandonando a un centenar de «nuevos ciudadanos» en sus kaz nèg (1).La rama de la que yo provengo no se distingue en nada de las otras. Igual de negros. Igual de hambrientos. Aunque hay que reconocer que mis bisabuelos resultaban curiosos. Oraison era el tercer hijo de Dominus y, como su padre y su abuelo, se dedicaba a poner y quitar nasas en el gran azul. Se casó —o, mejor dicho, se amancebó— con su prima, Caldonia Jovial. Trajeron diez criaturas a este mundo, de las que solo sobrevivieron cinco. Su cabaña era idéntica al resto. Madera del norte y techo de chapa. Nada de porches o suelos de cemento. Cocinaban y se lavaban en el patio, donde crecían un par de papayos macho. Oraison, de un negro azulado como el petróleo y más largo que un día sin pan, tenía un repertorio de cuentos que los investigadores especializados del CNRS (2) calificarían de eróticos. Comparaba los peces con el miembro viril, gordos y viscosos. El mar, con el agua que inunda el vientre de las mujeres. También cantaba con una agradable voz de falsete. Aunque no era un profesional, a menudo lo contrataban para los velorios. Caldonia, por su parte, leía los sueños. Sabía interpretarlos absolutamente todos y la gente acudía desde muy lejos para consultarle.
—¡Caldonia! Ka sa yé sa (3)?
Y Caldonia recitaba: «Pez, mortalidad. Dientes que se caen, muerte. Embarazo, buena suerte. Herida, mala suerte. Sangre propia, pena. Sangre de otros, victoria».
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Una noche, supo gracias a un sueño que debía observar de cerca el vientre de su hija mayor. Éliette, que aún no había cumplido los catorce años, estaba embarazada. A ella no le pareció mal. Las mujeres están hechas para dar hijos. Cuanto antes, mejor. Pero Éliette se negaba a soltar prenda. Tanto se empeñó en mantener el nombre de su cómplice en secreto que Oraison terminó moliéndola a cinturonazos. La joven soportó los golpes con gesto de mártir, sin decir ni pío. Sus hermanos y hermanas decían que sollozaba por las noches y que todas las mañanas, a las once en punto, corría al encuentro del cartero. ¿Esperaba una carta? ¡Si no sabía leer!
El domingo 15 de agosto, justo cuando Caldonia se estaba enfundando el vestido de fiesta para asistir a la misa de mediodía, Élie apareció con la noticia de que su melliza había roto aguas. El parto no se presentaba muy bien. Nada permitía augurar un final feliz. Las caderas de la joven eran demasiado estrechas. El camastro se empapó de sangre hasta tal punto que Martha Quidal, la partera, solo pudo mandar llamar a toda prisa al párroco Lebris. A la una y media de la tarde, este recitó la oración por los difuntos.
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Más que la muerte repentina de Éliette, lo que conmocionó a la familia fue el aspecto de la recién nacida. Una cabeza coronada por una espesa melena de seda negra. Pupilas de agua clara. Tez rosada. ¡Caramba! ¿Dónde demonios se había topado Éliette con un blanco? No había blancos en La Treille. Las únicas excepciones eran un par de curas lívidos, atrincherados en las profundidades de los presbiterios para evitar el paludismo. En cuanto a los terratenientes, la inmensa mayoría había desertado de los ingenios azucareros, pues ya no generaban beneficios.Durante un breve periodo de tiempo, los soldados del cuarto regimiento de infantería estuvieron acuartelados en Grand-Bourg. Tras experimentar los rigores de las caminatas —un, dos; un, dos— con el macuto al hombro bajo el sol de los trópicos, no tardaron en largarse a Francia por donde habían venido. Con el verdor de sus veinte años, quizá les había dado tiempo a cometer alguna que otra fechoría con las jóvenes locales. ¿Habría que buscar al padre entre sus filas?
De todas maneras, lo importante era decidir cómo sacudirse el muerto de encima, pensaba Oraison, indiferente a todas estas consideraciones sobre la identidad del padre de la recién nacida. ¿Mare au Punch o Gouffre d’Enfer (4)? Este último conviene perfectamente a criaturas como aquella. Pero la niña alzó los párpados y fijó la mirada en Caldonia. La maternología aún no se había inventado. ¡Ni falta que hacía! Aquel intercambio silencioso puso del revés el mundo de Caldonia.
Bastó apenas un instante. Ambas quedaron unidas por un lazo que no se desataría hasta catorce años después, cuando Caldonia murió por comerse una banana en plena canícula. La nieta conquistó por completo el corazón de su abuela, que hasta entonces nunca había sentido plenamente. Temía a Dios, pero de cara a los demás. Aborrecía a su marido. Sus hijos le eran indiferentes. De un día para otro, todo cambió. Conoció la devoción, la posesividad, las exigencias, la angustia constante. No había en el mundo huevos lo suficientemente frescos, pechugas de pollo lo suficientemente tiernas ni harina lo suficientemente ligera para el estómago de su bebé. Para evitar los cólicos, le preparaba infusiones de díctamo con agua mineral de la marca Hépar. ¡Lo nunca visto! En un lugar como La Treille, donde las criaturas correteaban desnudas con los vientres hinchados, el pelo quemado y dos babosas asomando por la nariz, semejante amor tenía un toque irreal. De alguna manera, inspiraba respeto. Aún hoy constituye un tema recurrente en las conversaciones de los lugareños.
La elección de los nombres corrió a cargo del párroco Lebris. ¡Victoire! Pues, a fin de cuentas, su nacimiento suponía una victoria. La pobre Éliette se había marchado de este mundo sin apenas haberlo estrenado, dejando a su hija para honrar al Santísimo con todas y cada una de sus acciones. Y Élodie porque, según el calendario, nació el día de Santa Élodie. Ciertas malas lenguas me han insinuado que, en realidad, Lebris era el padre de Victoire. Un auténtico despropósito. Aquel bretón había escuchado la llamada de Dios nada menos que a los ocho años. Dios era su roca y su fortaleza. En el seminario, sus superiores lo castigaban por escribir salmos, pues consideraban que pecaba de soberbio. ¿Acaso se creía el rey David? Por eso, en cuanto se ordenó sacerdote, lo despacharon a predicar entre negros a un islote perdido en mitad del mar Caribe.
Llegó a Marigalante en 1870, apenas veintidós años después de la abolición de la esclavitud, y se quedó prendado de aquella tierra que el sol cocía y recocía en su horno cual hogaza de pan. Las condiciones de vida de su rebaño le partían el corazón. La libertad es una noción abstracta, una ensoñación propia de los privilegiados. Aquellos hombres y aquellas mujeres vivían mejor siendo esclavos. La servidumbre implicaba que sus amos les garantizaran un techo y sustento para no morir de hambre. Pero, como hombres y mujeres libres, ¿qué poseían aparte de la más absoluta miseria? Si el párroco Lebris hubiera vivido lo suficiente, es probable que hubiera ejercido de mentor de Victoire y, tal vez, el destino de esta habría sido distinto. Por desgracia, el paludismo se lo llevó antes de que la pequeña cumpliera un año. Al igual que Éliette, se marchó a descansar bajo los filaos del cementerio, a la salida de Grand-Bourg. Por segunda vez en su corta vida, Victoire conoció el abandono. Quedó en manos de una mujer que, si bien la idolatraba, era completamente inculta e incapaz de educar a una niña.
En torno a 1880, los marigalanteses empezaron a migrar. Tal y como han estudiado ciertos economistas, un pico en la producción europea de azúcar de remolacha comenzó a desequilibrar el mercado antillano por aquel entonces. Mucha gente dejó Saint-Louis, Capesterre o Grand-Bourg para instalarse en la Guadalupe «continental», como se la suele llamar sin asomo de ironía. Se asentaban preferentemente en la región de Petit-Bourg, donde una fábrica y dos destilerías aseguraban el empleo. Además, la mar allí era propicia: abundaban los jureles, las doradas, los atunes y los siluros. La zona resultaba ideal tanto para la pesca con nasa como para la pesca de arrastre. Los recién llegados diseminaron sus cabañas a las afueras de la ciudad, en el lugar hoy conocido como Pointe à Bacchus, además de en Sarcelles, Bergette, Juston e incluso en lo alto de la cascada del Lézarde o Montebello. Élie se acababa de ir a vivir con Anastasie, apodada «Bobette», que le había dado dos niños. Para alimentar a su familia, decidió echarse a la mar y le ofreció a su madre hacerse cargo de la hija de su melliza, a quien consideraba como suya pese a su desafortunado color.
Solo Élie sabía con certeza quién era el padre de Victoire, y maldecía su nombre. ¿Qué se podía esperar de un blancucho? Y, además, militar. Los militares son como los marineros: en lugar de una mujer en cada puerto, una mujer en cada cuartel.
Caldonia se negó rotundamente a separarse de la niña de sus ojos. ¿Qué sería de ella sin su pequeña? Victoire tendría cinco o seis años. Rara vez se escuchaba su voz. Tampoco era habitual verla esbozar una sonrisa, soltar una carcajada o hacer alguna de esas alegres cabriolas típicas de la infancia. Parecía que su alegría de vivir yaciera enterrada con su madre. Tenía el pelo tan fino y liso que, en cuestión de minutos, las trenzas se le deshacían y volvía a tener el rostro cubierto por un sedoso velo de luto. Para calmar sus pesadillas, Caldonia la metía a dormir en su cama. Pegada a las faldas de su abuela día y noche, terminó contagiándose de su olor a miseria. Sudor, mugre y árnica.
En aquella época, no era tan raro que los más pobres se preocuparan por el asunto de la educación. Schoelcher les había prometido enseñanza gratuita para todos y no pensaban renunciar a ella. Unos frailes de la Instrucción Cristiana de Ploërmel habían reabierto una escuela en Basses, en el lugar donde hoy se encuentra el aeropuerto. Al parecer, a Caldonia ni se le pasó por la cabeza inscribir a Victoire. Tampoco a sus hijos pequeños. Consecuencia: mi abuela nunca aprendió a leer ni escribir. Jamás supo hablar francés correctamente y, para no desentonar en el universo de su hija, guardaba un silencio obstinado en cualquier circunstancia.
La única instrucción que recibió —si es que se la puede llamar así— fue religiosa. Aurora Quidal enseñaba catecismo en su cabaña de adobe. Sentados en corro en el suelo, los niños salmodiaban, alternando curiosamente frases en criollo y en francés:
—Ka sa yé sa: lanfè (5)?—Dios es uno y trino.
—Ki jan nou pé vinn pli bon (6)?
—Tomad, comed. Este es mi cuerpo.
A lo largo de toda su vida, Victoire, aunque no hablara del tema, rememoraba su infancia como si se tratara de un paraíso perdido. Sin embargo, todo indica que aquel tiempo fue más bien rutinario, sin demasiadas distracciones y marcado por la sombría miseria de las clases populares.
El día daba comienzo con un destello blanco en las comisuras de la única ventana de la cabaña. Oraison y Élie, de pie en la oscuridad desde las tres de la madrugada, se preparaban el almuerzo. Acto seguido, iban en busca del hermano de Oraison para echarse a la mar a bordo de una barca bautizada con el nombre de Ézékiel. Una hora después salía Caldonia. Vaciaba el toma7 de los orines de la noche, se enjuagaba la boca y rezaba. Diez salves y dos padrenuestros. Encendía el fuego en el hogar —tres rocas dispuestas triangularmente— y, cuando el agua comenzaba a hervir, sacudía a Lourdes, la benjamina, para que se llevara al estanque a Théodora, la vaca. Después despertaba a Félix y Chrysostome.
El desayuno —por llamarlo de alguna manera— se resolvía en un santiamén. Madre e hijos mojaban en tchòlòlò (8) un pedazo de kassav9 rancio. Según la estación, Félix y Chrysostome bajaban a los cañaverales o desmalezaban el huerto (10) de la familia, mientras que Lourdes, responsable de las tareas domésticas, barría el patio con un escobón zo (11). Por fin, Caldonia entraba en la habitación donde seguía durmiendo Victoire. Se deshacía en mimos con la pequeña durante un largo rato, en un tono que habría sorprendido a más de uno. ¿De dónde sacaba Caldonia aquel rosario de palabras cariñosas? ¿Y todas esas caricias y cosquillas? Llevaba a Victoire hasta el barril de agua. Estaba helada. La niña lloriqueaba mientras su abuela la aseaba, la secaba, le ponía unas braguitas de algodón...
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Notas.
1.Chozas, cabañas o chabolas.
2.Centre national de la recherche scientifique (Centro Nacional de Investigaciones Científicas).
3.“¿Esto qué es?”
4. Estanque del Ponche y Acantilado del Infierno.
5.“¿Qué es el infierno?”
6.“¿Cómo podemos ser mejores?”
7.Orinal.
8.Café aguado
9.Galleta de harina de mandioca.
10. Huerto con verduras y hortalizas autóctonas básicas en la cocina popular. La expresión alude a Guinea en tanto que tierra mítica, madre de todos los descendientes de esclavos.
11.Escoba hecha con hojas de latania (planta de la familia de las palmeras).