“Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?”, escribió Mario Vargas Llosa en 1969, al evocar la Lima de los años 50 que recorrió como adolescente desvelado y aprendiz de periodista en Conversación en La Catedral, la ambiciosa novela situada en la dictadura de Manuel A. Odría (1948-56) que es considerada una de sus obras maestras.
Gracias a un hábil y novedoso despliegue de técnicas literarias, el autor muestra los varios rostros del llamado Ochenio: sórdidos, oscuros, corruptos, decadentes. La historia protagonizada por Santiago Zavala, 'Zavalita', fue también vehículo y pretexto para recordar las primeras peripecias del autor en la bohemia limeña, gracias a su trabajo nocturno como reportero de La Crónica, cuando aún no cumplía los 16 años. La conversación del título, por cierto, no se da en un lugar precisamente sacro, sino en un amplio bar de barrio cuya entrada asemejaba a una catedral y adoptó el apelativo. Ese bar, como mucho en sus libros, fue literatura y realidad. Entre sus paredes ruinosas de polvo y olvido, en la cuadra 2 de la caótica avenida Alfonso Ugarte, aún se escuchan los ecos de sus botellas jaraneras y las carcajadas de sus parroquianos de cemento y sudor.
A fines del año pasado, Mario Vargas Llosa posó en su fachada derruida y grafiteada como parte de un recorrido que, a lo largo de varios días, lo llevó por otros puntos como Barrios Altos, el jirón Huatica –hoy calle Renovación-, el Penal de Lurigancho o el Colegio Militar Leoncio Prado, escenarios de novelas como Cinco Esquinas, Le dedico mi silencio, La ciudad y los perros o Historia de Mayta. Aunque pocos conocían que su estado de salud era delicado, al ser publicadas las fotos en redes sociales por su hijo Álvaro, podía intuirse que el Nobel peruano estaba inmerso en una especie de tournée d'adieu de todos los lugares de Lima que fueron importantes para su vida y su literatura. Nadie pareció entonces advertir su presencia en esas calles que él veía con ojos del ayer.
Lee también: Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor

Vestigios de una Lima que se fue
Esta mañana de abril del 2025 en que este reportero camina en el centro de Lima tras su estela, se vuelve a mirar la avenida Tacna, sin amor: otros automóviles, los mismos edificios desiguales y descoloridos, otros esqueletos de avisos luminosos flotan bajo el cielo aún soleado de un verano que se niega a irse. Es el primer amanecer del Perú sin Mario Vargas Llosa, fallecido la noche anterior sin llegar a responder categóricamente la inmensa pregunta celeste que él mismo planteó 56 años atrás, cuando el país no había vivido aún los caprichos de la Revolución Velasquista, el Conflicto Armado Interno bajo asedio del terrorismo de Sendero Luminoso y el MRTA, o la destrucción de la democracia impuesta por el fujimorismo: ¿En qué momento se había jodido el Perú?
Aunque Mario Vargas Llosa llegó a decir que fue una sucesión de varios momentos, nos lo preguntamos nuevamente ante una ciudad que parece no saber que el escritor mayor, el premio Nobel que nació en Arequipa, vivió en Londres, París o Madrid, pero siempre volvió, no volverá más. En nuestra ruta, entre los libreros de las calles Quilca y Camaná, se invocan las polémicas políticas que tuvieron recientemente a Mario Vargas Llosa entre la admiración y el rechazo, más allá de las innegables virtudes de su obra monumental. Por algunos días, vivirán su propia guerra del fin del mundo en esa discusión.
Quienes lo conocieron, sin embargo, lo recuerdan con gusto. “A Mario lo conocí a los veinte años, primero a través de La ciudad y los perros o Los Cachorros, y más tarde, por un azar, acabé yendo a su flamante casa de Barranco con Alex Zisman, un estudioso de su obra y gran amigo de ambos”, recuerda el escritor y periodista Fernando Ampuero sobre el inicio de su vínculo con Vargas Llosa. En aquella ocasión pudo ver los manuscritos originales de La ciudad y los perros, y comprobó el concienzudo proceso de corrección y edición que llevaba a cabo su autor. Así empezó a descubrir que era un escritor “que soltaba de un tirón todo el magma de una historia, y acto seguido tachaba, enmendaba y reescribía infatigablemente”. Su talento literario no es, sin embargo, lo único que destaca Ampuero. “Vestía siempre de forma impecable y su aspecto en todo momento parecía el de alguien recién duchado. Resplandecía, irradiaba éxito. Alguna vez comenté esta impresión con Julio Ramón Ribeyro y me dio toda la razón”.
Lee también: Vargas Llosa contra la civilización del espectáculo
El escritor Jeremías Gamboa conoció la casa –específicamente la biblioteca- de Vargas Llosa antes que Ampuero. Hace unos 20 años atrás, solicitó un permiso para revisar la bibliografía de Lituma en los Andes para un ensayo, mientras Mario Vargas Llosa se encontraba en Madrid. Una vez terminado, dejó un ejemplar en el escritorio del autor. Para su sorpresa, al volver de viaje lo citó para conversar sobre su texto. Casi al final, Gamboa le deslizó que quería ser escritor. Por supuesto, aún no había publicado ningún libro. “Me deseó mucha suerte. Años después lo vi nuevamente, le envié mi primer libro y recibí una carta suya felicitándome. Yo estaba preparando Contarlo todo y pedí una audiencia para pedirle algunos consejos”. Como se sabe, Mario Vargas Llosa se entusiasmó con la novela de Gamboa e hizo el contacto para que Carmen Balcells se convirtiera en su agente y la publicara. “Yo no he sido amigo personal suyo, pero sí una persona tocada por su cariño. Él me dio muchas recomendaciones muy valiosas que me sirven hasta el día de hoy. Si con algo puedo quedarme de él es con su generosidad. Vargas Llosa era muy generoso”, afirma Gamboa. “Además, se reía mucho. Es la persona que he conocido que más quería reírse”.
**********
La mañana limeña de este 14 de abril en que recogemos los pasos del autor se refleja en los vidrios de los edificios, sin interés particular. Poco ha cambiado en la arquitectura de Lima o en las almas añejas que la pueblan desde las correrías del joven Vargas Llosa o las aventuras de Zavalita, sombras que inevitablemente siguen recorriendo esa misma ruta en la eternidad posible de la literatura. Hoy, en lugar de los 'chinos' –cantinas de 24 horas regentadas por migrantes asiáticos- pueden verse pollerías, markets, agencias de viaje o tiendas de vinilos y libros antiguos. Eso sí, el aún adolescente Mario que veía la capital con entusiasmo y expectación probablemente tendría hoy muchas menos posibilidades de sorpresa ante una ciudad sin las señoritas del jirón Huatica, sin el Embassy de antaño y con los bares Zela o Negro-Negro –hoy, Bar de Grot- reconvertidos a una modernidad más dirigida a los turistas que a los artistas o intelectuales bohemios con los que compartió tertulias o ideales.
La Lima de los abuelos
Antes de aquellos meses de deslumbramiento capitalino, el aún imberbe Mario Vargas Llosa había vivido en Arequipa, Cochabamba o Piura. En Lima, junto a sus padres, había tenido varias mudanzas, pero estableció como base el barrio de sus abuelos, entre las Calles Porta, Ocharán, Diego Ferré o Colón, en el pudiente distrito de Miraflores, hasta que ingresó al Colegio Militar Leoncio Prado, ubicado en La Perla, Callao, a unos 15 kilómetros de allí. Aquí empezó a ser hombre a la fuerza –ha narrado la experiencia con sus propios matices literarios en La ciudad y los perros-, a causa de la violencia machista de la vida militar para la que preparaban a los estudiantes. Esta experiencia y el verano en La Crónica cambiaron su vida de adolescente hasta entonces engreído y casero, para empezar a intuirse como periodista en ciernes y futuro escritor.
“Debo al Leoncio Prado descubrir el país donde había nacido (…) era una de las pocas instituciones que reproducía en pequeño la diversidad étnica y regional peruana (…) La mayoría de nosotros llevaba a ese espacio claustral los prejuicios, complejos, animosidades y rencores sociales y raciales que habíamos mamado desde la infancia”, recordó en El pez en el agua, el libro de memorias que publicó en 1993. Allí intercaló los recuerdos de su infancia y juventud con los de su fallida candidatura presidencial en las elecciones de 1990. Su corta vida política se inició con un multitudinario mitin en la Plaza San Martín que tantas veces recorrió de joven.
“Es verdad que, si la presidencia del Perú no hubiera sido, como le dije bromeando a un periodista, el oficio más peligroso del mundo, jamás hubiera sido candidato. Si la decadencia, el empobrecimiento, el terrorismo y las múltiples crisis no hubieran vuelto un desafío casi imposible gobernar un país así, no se me hubiera pasado por la cabeza semejante empresa”, dijo en El pez en el agua sobre la postulación a la presidencia del Perú que perdió ante Alberto Fujimori, quien poco tardó en romper las reglas de la democracia con un autogolpe, en abril de 1992.
Mario, el rojo
Hacia 1954 y 55, Mario Vargas Llosa había coqueteado con el comunismo a través de la célula Cahuide, gracias a amigos como Lea Barba y Félix Arias Schreiber, que lo introdujeron a dicha ideología a través de largas discusiones, concienzudos análisis y una profusa bibliografía durante sus primeros meses en la Universidad Mayor de San Marcos. Estas conversaciones no se daban solo en las aulas de la Casona, ubicada en el cruce de La Colmena con Abancay, sino también entre cafés en el Negro-Negro de la Plaza San Martín o a través de las calles de Lima. “Esas caminatas las hacían varios días a la semana”, nos cuenta el periodista Luis Carlos Arias Schreiber, hijo de la pareja inmortalizada en Conversación en La Catedral como Aida y Jacobo, aunque según él este personaje era una mixtura entre su padre y otro amigo. “Desde el Negro-Negro en la plaza San Martín se iban en esas caminatas por la calle Belén, bajaban hasta el paseo de la República, donde estaba el Panóptico –la antigua penitenciaría de Lima, demolida en 1960- y hoy están el Centro Cívico o el Hotel Sheraton. Entraban a la Arequipa, pasaban el Parque de la Reserva y seguían hasta la cuadra 16 de Petit Thouars en Lince, donde vivía mi mamá. Mi papá seguía de largo con Vargas Llosa hasta Miraflores, donde ambos vivían”. Es en esas rutas cotidianas que sus conversaciones sobre política o marxismo se hacen más intensas y terminan con Vargas Llosa sumándose como simpatizante al grupo Cahuide, que buscaba reconstituir el Partido Comunista para enfrentarse a la dictadura de Odría. No tardaría mucho, sin embargo, en decepcionarse de sus acciones y aburrirse de la retórica, mientras se sumergía en nuevas lecturas al lado de amigos como Luis Loayza o Abelardo Oquendo. El primero le pondría el mote de “El sartrecillo valiente”, por su fervorosa defensa de la literatura comprometida del existencialista francés Jean Paul Sartre. Su amigo Félix, sin embargo, tras una discusión política, le lanzaría un calificativo que Mario nunca olvidó. “Eres un sub hombre”, le espetó.
A pesar de que siguió oponiéndose al dictador, participando en marchas y movilizaciones, lo haría poco después desde la democracia cristiana. Su simpatía posterior por la Revolución Cubana y su subsiguiente decepción con el régimen de Fidel Castro serían otros episodios de una vida política casi imposible de desligar de su literatura, a pesar de que hacia el final tuviera sus propias paradojas, avalando a políticos de ultraderecha. Es inevitable decir que el Mario Vargas Llosa escritor se iba forjando paralelamente a su conciencia política. Cada nuevo amigo, cada nueva conversación, equivalían también a nuevos descubrimientos y lecturas. Ya lo dijo él mismo: “Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida”. Fue ante la Academia sueca el 2010, al recibir el premio Nobel de Literatura.
“Creo que una de las entrevistas más emocionantes que le hice ocurrió al día siguiente de haber ganado el Nobel, cuando viajé a Nueva York y recorrí junto a él Central Park en una de las caminatas matutinas que eran parte de su rutina. Hablamos de todo: de política, de literatura, del impacto del premio. Es un recuerdo para mí memorable, muy emocionante”, nos dice el escritor y periodista Raúl Tola, hoy director de la Cátedra Vargas Llosa. Posteriormente, la relación con Mario Vargas Llosa se estrechó tras mudarse Tola a Madrid, hace 11 años. Así, compartieron almuerzos, cenas y más conversaciones. “Que una persona de la dimensión de Mario Vargas Llosa, a quien he admirado tantísimo durante toda mi vida, un día decidiera designarme a mí como director de su fundación es un honor altísimo. Además, crea ahora mismo un gran reto, porque de lo que se trata hoy es de honrar su legado, protegerlo, defenderlo y promoverlo”, afirma.
No fue Tola el único en caminar con Vargas Llosa. Similar experiencia, que incluyó correr a pesar de sus pies planos, vivió su amigo Guillermo Niño de Guzmán, a quien en 1984 le diera el espaldarazo para publicar su volumen de cuentos Caballos de medianoche, con prólogo suyo incluido. Ese libro está considerado hoy uno de los más importantes de la literatura peruana contemporánea. “Cuando nuestra amistad se hizo más estrecha, me invitó a correr con él en el parque Meliton Porras de Miraflores. Pero también le encantaba La Herradura, así que los sábados el reto era mayor: correr los 5 kilómetros que separaban esa playa de su casa en Barranco”, recuerda Niño de Guzmán. “Por supuesto, a Mario nunca le revelé lo de mis pies porque, pese al dolor, mientras trotábamos disfrutaba del privilegio de recibir las mejores lecciones sobre el arte de escribir que podía obtener un joven letraherido como yo. Luego, al llegar a la playa, Mario corría a darse un chapuzón como un niño alborozado ante el regalo del mar”.
**********
Es curioso continuar el recorrido a través de una ciudad que fue testigo de su andar juvenil 70 años atrás. Más allá de la arquitectura inconmovible y el siempre desinteresado caminar de los limeños, poco queda de esa Lima, a pesar de ser la misma ciudad en la que, en aquella década del 50, el propio Mario había corrido emocionado entre la multitud para recibir a Dámaso Pérez Prado, el Rey del Mambo, cuyos pasos ensayaba diariamente en casa para no quedar mal en las fiestas de adolescentes. Es la misma Lima que albergaba el jirón Huatica de La Victoria en el que debutó sexualmente con una prostituta. La misma en la que probó cocaína por única vez en una noche imprudente e intensa. La misma donde se enamoró de Julia Urquidi, la célebre protagonista de la Tía Julia y el escribidor, otra novela que viaja entre el centro de la capital y Miraflores. Esta Lima que recorremos hoy en su ausencia es la misma Lima en la que recibió el apelativo de “Camarada Alberto” en sus días sanmarquinos de Cahuide. La Lima aquella en la que, con solo 14 años, quería ser marino porque le gustaban el mar y las novelas de aventuras. Es la precisa Lima en la que, 30 años después de Lea y Félix, empezó aún sin saberlo su campaña presidencial con un mensaje liberal, totalmente opuesto a sus antiguos ideales izquierdistas. Esta experiencia lo llevó a recorrer los lugares más recónditos del Perú y, al mismo tiempo, a indignarse por la pobreza y las desigualdades.
“El boom ya no existe, yo soy en cierta forma el último sobreviviente. A mí me toca el triste privilegio de tener que apagar la luz y cerrar la puerta”, declaró Vargas Llosa el 2016 en la FIL Guadalajara. Una parte de Lima y el Perú cierra también la puerta y apaga la luz con él.