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Una búsqueda en Google del nombre Mario Vargas Llosa arroja resultados como “La historia tras el puñetazo que Vargas Llosa le propinó a García Márquez” y “Las tres mujeres a las que amó Vargas Llosa: su tía Julia, su prima Patricia y la socialité Isabel”. Tales titulares son la comprobación de uno de los síntomas de nuestro tiempo: para decirlo en palabras de don Mario, vivimos días en que la cultura —en su sentido tradicional— está a punto de desaparecer o acaso ya ha desaparecido.
Esa es la tesis central de La civilización del espectáculo (2015), ensayo en donde Vargas Llosa hace un demoledor diagnóstico del papel que la cultura juega en el mundo de hoy: desde su perspectiva, la llamada “alta cultura” ha sido sustituida por productos de fácil consumo, fabricados en masa y diseñados para alcanzar el éxito comercial. Para no dejar dudas, brinda ejemplos de lo que considera productos de una civilización ávida de entretenimiento: “Las telenovelas brasileñas y las películas de Bollywood, como los conciertos de Shakira, no pretenden durar más que el tiempo de su presentación, y desaparecer para dejar el espacio a otros productos igualmente exitosos y efímeros. La cultura es diversión y lo que no es divertido no es cultura”.
Al respecto, Vargas Llosa aclara que no se está rasgando las vestiduras, pues sólo “un puritano fanático” podría reprochar la intención de dar diversión a millones de personas cuyas vidas “están encuadradas por rutinas deprimentes”. No obstante, advierte que esta fuga hacia el entretenimiento tiene consecuencias inesperadas, entre ellas “la banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad y, en el campo de la información, que prolifere el periodismo irresponsable de la chismografía y el escándalo”.
En un círculo perfecto, el alud de comentarios que ha sobrevenido tras la muerte del escritor parece confirmar sus hipótesis. Acaso víctimas de su propia celeridad, ávidos de likes, miles de medios informativos e influencers han privilegiado el sensacionalismo por encima de los tópicos esenciales en la vida y obra del Nobel de Literatura 2010. Y sin embargo, una revisión de su biografía —y sobre todo, de su bibliografía— confirma que más allá de los puñetazos, los romances de escándalo y las querellas legales, cada título firmado por Mario Vargas Llosa fue escrito pensando en estimular el pensamiento crítico. Y que más que eludir las polémicas, el autor supo atizarlas en beneficio de su literatura. Sin embargo, el contraste entre sus obras iniciales y sus novelas de madurez permite colegir que, en cierta medida, él mismo no pudo abstraerse de las consecuencias de la trivialización del arte.
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Censura y quema de libros
La primera novela de Vargas Llosa tiene como escenario principal una institución en donde Vargas Llosa cursó la escuela secundaria: el Colegio Militar Leoncio Prado. La novela es una ficción que desde su título, La ciudad y los perros, resalta el juego de dualidades que contiene: por un lado está la ciudad, Lima, mientras que en el ambiente más cerrado y opresivo del internado conviven los perros, apodo con que los alumnos del colegio se refieren a los cadetes de nuevo ingreso. A partir de la experiencia del futuro escritor, la novela retrata las rutinas del internado militarizado: brutales ceremonias de iniciación, peleas entre cadetes, abusos sexuales, salidas furtivas del colegio, apuestas, chantajes y robo, entre muchas otras transgresiones. Hacia la mitad del libro uno de los cadetes, apodado El Esclavo, muere durante una práctica de tiro, pues alguien ha sustituido con balas reales la carga de salva de un fusil.

Antes de ser publicada en 1963 por el sello catalán Seix Barral, La ciudad y los perros debió enfrentar no pocos obstáculos: el primero de ellos fue la censura franquista. Según consta en un informe firmado en febrero de ese año, el célebre Servicio de Orientación Bibliográfica prohibió en un principio la aparición del libro en España “por la fruición salaz con que el autor entra en los pormenores de una hedionda depravación juvenil”, aunque más tarde la oficina del censor suavizó su posición y condicionó el permiso para publicarla a una serie de cambios específicos.
Sobre el revuelo que la novela causó en la sociedad limeña un año más tarde, cuando fue publicada por el sello Populibros, el investigador Carlos Aguirre ha consignado que las autoridades del Colegio Militar emprendieron acciones destinadas a evitar que el libro circulara en el Perú. En La ciudad y los perros: biografía de una novela (2015), Aguirre sostiene que los militares del internado acusaron a Vargas Llosa de “comunista y morboso”, al tiempo que llamaban a prohibir la circulación de “un libro repugnante que injuria la dignidad nacional”. Además se celebró una asamblea con argumentos en favor y en contra de la novela y se difundió un comunicado condenando las publicaciones que pretendían “menoscabar el intachable prestigio” de la institución.
Respecto a la célebre quema de libros que se habría realizado en el colegio, Aguirre declara no haber hallado pruebas de que ésta se hubiese llevado a cabo, si bien desde octubre de ese año, personas cercanas a Vargas Llosa comenzaron a hablar de la incineración pública de mil ejemplares del libro promovida por autoridades o alumnos del internado. Lo que sí consta es que la circulación de dicha historia —real o inventada— constituyó una magnífica campaña promocional que trascendió fronteras, pues incluso la edición norteamericana se promovía en anuncios que mostraban la portada del libro envuelta en llamas.
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Cultura y espectáculo: hermanas de tragedia
Antes de La civilización del espectáculo, el autor había abordado las diferencias entre la alta cultura y el entretenimiento: así ocurría desde 1977, año en que apareció La tía Julia y el escribidor. Desde el arranque de la misma se describen dos estaciones de radio que, a pesar de pertenecer a la misma familia, son radicalmente distintas, “como esas hermanas de tragedia que han nacido una llena de gracias y, la otra, de defectos”. La primera de las radioestaciones, Radio Panamericana, transmite jazz, rock y música clásica. Radio Central, en cambio, difunde música popular y sobre todo, melodramas radiales. Por supuesto, la segunda estación sostiene económicamente a la primera. Imposible no ver una relación similar entre los dos escritores que protagonizan la novela: por un lado el joven Varguitas, un admirador de Flaubert que sueña con vivir en París y convertirse en un autor respetado por la crítica, y por el otro Pedro Camacho, hábil redactor ajeno al mundillo literario, pero cuyos radioteatros fascinan a las clases populares. Y sin embargo, desde su historia y su estructura, La tía Julia y el escribidor demuestra que ambas tendencias pueden ser conciliadas.
Como el mismo Vargas Llosa apuntó, una de las expresiones que más le inquietaban de la civilización del espectáculo era la trivialización del periodismo. Esta preocupación ya era evidente desde la publicación, en 1969, de Conversación en La Catedral, donde un editorialista debate con un colega de la fuente policial cuál tipo de periodismo dignifica más la profesión: en una inversión espectacular, es el articulista quien se avergüenza de redactar artículos de opinión que casi nadie lee, frente al reportero que consigna crímenes y catástrofes en notas que son las más leídas del periódico.
Una variación del mismo tema se encuentra en Cinco esquinas (2016) novela ambientada en el Perú de Fujimori, donde destacan dos personajes periodistas: por un lado la reportera Julieta Leguizamón, alias “La Retaquita”, descrita como la reportera estrella del semanario Destapes: “una periodista nata (…) capaz de matar a su madre por una primicia”, y por otro al director del semanario, Rolando Garro, un hombre dedicado a revelar la intimidad de figuras públicas, conocidas y prestigiadas.
Libertad sexual, libertad textual
Otro ingrediente polémico en las novelas de Vargas Llosa estriba en su acérrima defensa de las libertades sexuales. En abril de 2012 denunció en su columna periodística el hostigamiento y la represión sufridas por las minorías sexuales en América Latina, calificándola como “una forma de barbarie” similar al exterminio nazi. En ese renglón, su obra se caracterizó por una constante lucha por eliminar tabúes y prejuicios, pues consideraba que la represión de la vida sexual provoca “innumerables sufrimientos sobre todo a las mujeres y a las minorías sexuales”.
Títulos como Pantaleón y las visitadoras (1973), Travesuras de la niña mala (2006) y Cinco esquinas acusan una fuerte carga erótica que con frecuencia apunta a derruir dogmas y prejuicios. No obstante, la más polémica entre sus novelas de contenido erótico fue quizá Elogio de la madrastra (1988). En su volumen de memorias El pez en el agua (1993), el escritor evoca cómo en 1989, cuando era candidato a la presidencia del Perú, se puso en marcha una campaña negra en donde se le calificaba de “pervertido y pornógrafo”. Como parte de esa operación, capítulos completos del Elogio de la madrastra eran leídos en horarios de máxima audiencia, en Canal 7 propiedad del Estado, como una supuesta demostración del carácter pervertido de su autor.
Una vez más, lejos de eludir la polémica, Don Mario supo aprovecharla: en 1997 relanzó una versión ampliada y corregida del Elogio bajo el título Los cuadernos de Don Rigoberto. La estructura del libro es notable: gracias a la técnica que el propio autor llamaba “vasos comunicantes”, se conectan dos líneas: una formada por cartas, apuntes y entradas de diario, y otra de más largo aliento que consigna las visitas que Fonchito, un precoz adolescente, le hace a Lucrecia, su madrastra. No obstante, poco a poco la relación entre ambas líneas narrativas acusa inconsistencias y alejamientos de la realidad. ¿Qué estamos leyendo, hechos consumados o simples fantasías? Toca a los lectores discernir qué es verdad y qué es ficción en un rompecabezas textual donde el autor emprende una doble defensa: en la literatura y en el erotismo, la libertad debe ser absoluta.
Tras la lectura de La civilización del espectáculo llama la atención que el autor reservó las críticas más ácidas para su gremio: opina que la literatura más representativa de nuestra época es “una literatura light, leve, ligera, fácil, una literatura que sin el menor rubor se propone ante todo y sobre todo, divertir”. De nuevo, aclara: no es su intención condenar a los autores de literatura entretenida, pues existen entre ellos verdaderos talentos. Si hoy no hay quien se involucre en proyectos literarios tan ambiciosos como los de Joyce y Woolf, se debe no sólo a los autores, también a la cultura en la que vivimos inmersos, pues “los lectores de hoy quieren libros fáciles, que los entretengan, y esa demanda ejerce una presión que se vuelve poderoso incentivo para los creadores”. Esta metamorfosis no es un asunto menor, pues el mismo Vargas Llosa se vio obligado a modificar su credo estético. Aquel narrador que en la década de los sesenta desafiaba a los lectores con los complejos andamiajes de La casa verde (1966) y Conversación en La Catedral (1969), en su última etapa creativa se vio orillado a redefinir su poética. Desde la aparición de Travesuras de la niña mala (2006), el autor simplificó no sólo su prosa, también sus intrincadas estructuras. Esto provocó que sus novelas fueran más fáciles leer, pero no por ello más fáciles de digerir.
Hoy que no está, sus reflexiones en La civilización del espectáculo pueden dar claves respecto a cómo el autor enfrentaría nuevos escenarios como la irrupción de la inteligencia artificial en prácticamente todas las esferas de la vida. Es fácil inferir que su postura seguiría desafiando a sus lectores. Por ejemplo, con esta frase: “En la civilización del espectáculo, el intelectual sólo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón”.