El pastor John L. Stephens nació en Gales en 1847 y moriría, víctima de un linchamiento a manos de una turba de católicos, en un pueblo de Jalisco en 1874. Huérfano de padre, vino con su madre a los Estados Unidos con apenas seis años cumplidos. A partir de estas coordenadas históricas, Ernesto Lumbreras imagina su infancia en Nueva Orleans y su primera juventud, en las montañas de oro de California. Cegado por la opulencia y las tentaciones carnales, el joven Stephens se verá envuelto en un torbellino de ambición y vileza, de terror y muerte. Tratará de redimirse viviendo un infierno en las calles de San Francisco, entre parias y asesinos, hasta que tiene un encuentro con lo sagrado. Formando parte de una misión evangélica llegará a México en 1872. Entre sus objetos personales trae una marioneta de Merlín, el mago de la leyenda artúrica, que lo acompañará durante su periplo mexicano iniciado en el puerto de San Blas, Nayarit.

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Apenas mi pie de carne y hueso tocó tierra mexicana, en el interior de mi baúl despertaba Merlín, asustado y alerta. El embarque al rayo del sol era un hervidero de colores y olores: mujeres con niños a la espalda ofreciendo comida, elotes asados, rebanadas de sandía y melón, montoncitos de cacahuates y semillas de calabaza; en una plazoleta, en cambio, hombres de todas las edades gritaban y maldecían alrededor de dos gallos que combatían a muerte. Mientras subía la cuesta rumbo al edificio de la Contaduría, pegada la ropa al cuerpo y con revoloteos de mariposas y zumbidos de caballitos del diablo, el verano de México me recibía con su algarabía solar. Al poco de caminar, caí en cuenta de que a cada cien metros me topaba con un borracho distinto: el equilibrista de la ley de la gravedad, el durmiente de la vía pública, el violento tratando de tumbar la puerta de su casa o el actor supremo del monólogo. También, en mi caminata sumé al inventario de la ebriedad, parejas de borrachos, algunos abrazados fraternalmente, otros discutiendo con los machetes sacando chispas en el empedrado y otros más, sentados en la pila de una fuente y unidos por un llanto incontenible y sin consuelo.

Cuando llegué a mi destino, en la parte más alta de la colina, me llamó la atención una estructura de maderos sobre la que colgaban dos modestas campanas de bronce. Dado que las torres del campanario fueron tiradas por el paso el tiempo, por la indolencia de los pobladores o por la furia de un huracán, esos hermosos objetos estaban al alcance de todos, incluso, de los niños que gustaban columpiarse en el badajo. El complejo de la Contaduría era una construcción de piedra prácticamente en ruinas, rastro de una época de esplendor en los años postreros de la Nueva España cuando La Nao de China desembarcaba aquí sus riquezas y maravillas. Desde este punto estratégico, el paisaje marino y del trópico de mangles ofrecía un caudal de motivos para los artistas del pincel, pero también, otorgaba al espíritu puntos de partida para internarse en la belleza y en la verdad de la creación. En esos devaneos del ocio y la filosofía me hallaba cuando pasó a mi lado, con prisa y vociferando no sé qué cosas, el soldado responsable de la oficina aduanal y de migración. Vestía un uniforme sucio y desteñido, el tricornio desplumado y con una perforación de bala, triste el semblante y descuidado aunque de un trato cortés. Mientras abría el portón con una llave enorme y oxidada, se disculpó una y otra vez de su tardanza. Dijo algo de la pelea de gallos que no entendí bien. Revisó mis papeles, anotó mi nombre y destino en un cuaderno de contabilidad, selló mis documentos y con su mejor sonrisa me dijo: “Son cinco dólares por mis servicios Míster Stephens.” Ya para despedirnos, el singular militar me informó sobre las diligencias que partían a Guadalajara y las casas que hospedaban viajeros en la localidad.

Mientras caminaba por el caserío de San Blas, me enteré de la llegada de un barco chileno que saldría al día siguiente a los puertos de la Alta California. Aprovechando tal circunstancia, despaché varias cartas con destino a San Francisco y Petaluma. Entre esas misivas, me esmeré en redactar tres, con mis palabras más cordiales y amorosas, informando a sus destinatarios, el pastor Isaiah, mi madre y Rebecca Sutherland, de mi llegada a México y de mis planes inmediatos. Mi relación afectiva con Rebecca ponía una pausa de tierra y mar que en otras circunstancias habría concluido en boda. La posibilidad de viajar juntos a mi nuevo destino estaba descartada. Tantas eran las incertidumbres y los peligros que la cordura nos aconsejó esperar uno o dos años, el tiempo suficiente para instalar mi feligresía definitiva.

Para mantener nuestro compromiso dejé en sus brazos a la Reina Ginebra. Mi ocurrencia sentimental, apenas abordé la embarcación en San Francisco, empezó a conspirar en mi contra. El historial de mujer disoluta de la esposa del Rey Arturo, transferido a la marioneta, roía mis sentimientos, minaba los ideales de castidad y paciencia de mi amada. Entre burlas y veras a mi desatino, tratando de remediar mi entuerto sentimental —cuidando no revelar mis desasosiegos—, anoté a manera de post scritum el siguiente párrafo a la carta: “Corderita, soy un desmemoriado. El tesoro que dejé en prenda de mi amor no es la Reina Ginebra. Se trata de la fidelísima Reina Penélope, la stella polaris del valiente y audaz Odiseo.”

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A mitad de la noche una voz me despierta. Parece un murmullo, tal vez un rezo o una blasfemia. ¿Será uno de los huéspedes de la habitación vecina luchando contra el insomnio? La luz de la luna llena se derrama en una parte de mi habitación. Salgo de la cama y trato de localizar el origen de ese borboteo de palabras, casi maquinal, furioso e incontenible. Al acercarme al nicho donde reposa mi equipaje, el sonido es más claro y fuerte. Aunque me desconcierta la repentina asociación, reconozco la voz de Mr. Gibbon en esa perorata nocturna. ¿O será la de Mr. Pickering? La frescura del piso de tierra apisonada en mis plantas desnudas me asegura que estoy despierto. El monólogo sentencioso es real, golpea los huesos de mi oído interno y deposita allí su infamia y su desgarradura:

“México es un niño que ríe en la oscuridad. México es una tumba desenterrada con frutos rojos y amarillos recién cortados. México es un pajarito que picotea y picotea su imagen en un espejo roto. México es un colgado que canta al borde del abismo. México es una botella, bebida por todos, de temblorosa ponzoña. México es un rezar y rezar de mujeres con tizones en la boca. México es un perro rabioso olfateando un tiesto de geranios. México es un zumbido, un insulto, un salivazo. México es un trueno, un repique, un crimen. México es…”

Con estupor y nerviosismo atraigo a la luz el pesado baúl. Quito rápidamente las correas y levanto sin más la cubierta de baqueta. Abriéndose paso entre mis pertenencias, veo las manos de marfil de la marioneta, luego la cabeza erguida con el bonete de estrellas amarillas y el cuerpo completo levantado por hilos sostenidos en el vacío. Me mira sin mirarme como si estuviera en trance, regida por una fuerza ignota, o simplemente sonámbula. Con voz distinta a la del profesor y a la del minero bostoniano, ahora pausada y estentórea, el muñeco dice sentencioso: “El árbol que da frutos malos debe cortarse de raíz. Ustedes interpreten como quieran estas palabras.” Después de esta frase insidiosa y de resonancias bíblicas, como si cortaran de un tajo violento los hilos que las sostienen, la marioneta de Merlín se desploma cayendo ruidosamente a mis pies.

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