CHIAMAKA
UNO
Siempre he deseado ser conocida, conocida verdaderamente, por otro ser humano. A veces vivimos durante años con anhelos a los que no conseguimos poner nombre. Hasta que en el cielo se abre una grieta, que luego se ensancha y nos permite descubrir quiénes somos, tal como ocurrió en la pandemia, porque fue en el confinamiento cuando empecé a cribar mi vida y dar nombre a cosas que habían permanecido innominadas desde hacía tiempo. Al principio, juré que sacaría el máximo provecho de ese secuestro colectivo: si no tenía más remedio que quedarme entre cuatro paredes, me aceitaría a diario el nacimiento del pelo para fortalecérmelo, bebería ocho vasos grandes de agua, trotaría en la cinta, me daría el lujo de dormir largas horas y me aplicaría sérums nutritivos en el cutis. Escribiría nuevas crónicas de viajes a partir de notas no utilizadas, y si el confinamiento se prolongaba lo suficiente, tal vez al final acumulara el contenido necesario para un libro. Pero, transcurridos apenas unos días, me precipitaba en un pozo sin fondo. Las palabras y las advertencias rotaban y se arremolinaban, y yo tenía la sensación de que todo el progreso humano retrocedía vertiginosamente hacia un estadio atávico de confusión que a esas alturas ya debería haberse extinguido. No te toques la cara; lávate las manos; no salgas a la calle; rocíate con desinfectante; lávate las manos; no salgas a la calle; no te toques la cara.
¿Lavarme la cara podía considerarse tocármela? Siempre usaba una toalla facial, pero una mañana me rocé la mejilla con la palma de la mano y me quedé paralizada mientras el agua del grifo seguía corriendo. Poca importancia podía tener, seguramente, puesto que ni siquiera salía de casa, pero a qué venía eso de “no te toques la cara” y “lávate las manos” si nadie sabía cómo se había originado aquello, cuándo terminaría o, de hecho, qué era. Al despertar, me asaltaba a diario la ansiedad, se me aceleraba el corazón por propia iniciativa, sin mi permiso, y a veces me llevaba la mano al pecho y la mantenía ahí. Estaba sola en mi casa de Maryland, sumida en el silencio propio de una zona residencial, flanqueadas las fantasmagóricas calles de árboles que parecían ellos mismos acallados por la quietud. No pasaban coches. Me asomé y vi una manada de ciervos atravesar el claro de mi jardín delantero. Unos diez ciervos, o acaso quince, no uno de esos ciervos solitarios que antes veía de vez en cuando mordisquear tímidamente el césped. Me asusté, por su desacostumbrado atrevimiento, como si mi mundo estuviera a punto de ser invadido no solo por ciervos, sino también por criaturas al acecho que yo no alcanzaba a imaginar. A veces apenas comía; entraba sin propósito fijo en la despensa y picaba unas galletas saladas. Otras veces desenterraba bolsas olvidadas de verdura congelada y preparaba unas alubias picantes que me recordaban a la infancia. Esos días amorfos se fundían unos con otros, y experimentaba la sensación de que el tiempo se volvía sobre sí mismo. Me palpitaban las articulaciones, y los músculos de la espalda, y los lados del cuello, como si mi cuerpo supiera de sobra que no estamos hechos para vivir así. No escribía porque me era imposible. Nunca ponía en marcha la cinta de correr. En las llamadas por Zoom, las voces resonaban y todos tendíamos las manos sin poder tocarnos, con lo que el vacío que nos separaba parecía aún mayor.
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Mi mejor amiga, Zikora, que vivía cerca, en D.C., telefoneó una tarde y me informó de que estaba en Walmart comprando papel higiénico.
–¡Has salido! –exclamé, casi a voz en cuello.
–Me he puesto dos mascarillas y guantes –contestó–. Ha venido la policía a organizar la cola del papel higiénico… ¿te imaginas? –Zikora cambió al igbo y prosiguió–: La gente se habla a gritos. Me da miedo, de verdad; en cualquier momento alguien podría sacar un arma. El hombre blanco que tengo delante no me inspira confianza; ha llegado en una camioneta enorme y lleva una gorra roja.
Nunca hablábamos exclusivamente en igbo –siempre intercalábamos palabras en inglés en nuestras frases–, pero Zikora, en actitud alerta, se había desprendido de todo el inglés por si acaso la oía algún desconocido, y ahora sus comentarios quedaban forzados, como si aquello fuera el diálogo de un drama televisivo de tiempos precoloniales: "Un hombre a bordo de una gran carroza, tocado con un sombrero de color sangre". Me eché a reír y ella se echó a reír, y por un instante me sentí liberada, restituida.
–En serio, Zikor, no deberías haber salido.
–Pero necesitamos papel higiénico.
–Creo que por fin ha llegado el momento de que empecemos a lavarnos el trasero –dije, y al instante Zikora y yo exclamamos al unísono: «¡No son limpios!».
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A lo largo de los años yo había contado infinidad de veces la anécdota sobre Abdul, nuestro portero en Enugu: el esbelto Abdul, con su jalabiya larga, iba una noche camino de la letrina de la parte de atrás, acarreando su hervidor de plástico con agua, y de pronto se volvió y me dijo con toda calma:
"Ustedes los cristianos usan papel después de hacer sus necesidades. No son limpios".
En nuestra conversación familiar por Zoom, dije:
–Ahora el mayor delito que puede cometerse en Estados Unidos es alterar el orden en las largas colas de gente que espera para comprar papel higiénico en los supermercados. La policía anda muy ocupada vigilando las colas del papel higiénico en todo el país.
Esperaba que los demás se rieran –nos reíamos mucho–, pero solo se rio mi padre. Mis hermanos, gemelos, estaban a punto de enzarzarse en otra más de sus discusiones.
Mi madre dijo:
–Nunca he entendido por qué en Estados Unidos lo llaman papel. Papel higiénico. Dicho así, parecería que es algo áspero. ¿Por qué no toallitas higiénicas o rollo higiénico?
Hablábamos por Zoom un día sí, un día no, mis padres desde Enugu, mi hermano Afam desde Lagos y su gemelo, Bunachi, desde Londres. Cada llamada era como un día gris, un día desapacible y ensombrecido por las últimas malas noticias.
Mis padres hablaban de la muerte, de los moribundos y de los muertos, y mis hermanos se mutuamente con todo descaro, sin molestarse ya en ocultar a mis padres su hostilidad recíproca. Era como si ya no pudiéramos ser nosotros mismos porque el propio mundo no era el de antes. Hablábamos del número creciente de casos en Nigeria, que cambiaba día a día, estado a estado, en una competición macabra. Por el momento la mayor incidencia se registraba en Lagos, seguido de Cross River. Afam nos envió un vídeo de una ambulancia que recorría su calle, en la urbanización donde vivía, con la estridente sirena encendida. Lo tituló "uno menos". Bunachi dijo que en el Reino Unido pronto los médicos no dispondrían de batas protectoras, porque las personas que las fabricaban en China habían muerto. Yo era siempre la última en incorporarme a la conversación, con el pretexto de que estaba en otra llamada con editores, cuando en realidad llevaba un rato con la mirada fija en el móvil, preparándome para clicar en "Unirse". Mis padres habían regresado a Nigeria de París poco antes del confinamiento y mi madre dijo, como repetía a menudo:
–Imaginaos si nos hubiéramos quedado tirados en Europa.
Las personas de nuestra edad están muriendo como moscas.
–Imaginaos qué calamidad si tuviéramos las tasas de mortalidad de Europa –agregó mi padre.
–Dios está salvando a Nigeria; no hay otra explicación –dijo Afam.
–Es magia –dijo Bunachi con tono cáustico. Luego añadió–: Sencillamente Europa es sincera en el registro de muertes por coronavirus.
–No, no, no –replicó mi padre –. Si tuviéramos una tasa de mortalidad alta, no podríamos ocultarlo. Somos muy desorganizados; esto no es China.
–Jesús, María y José. Todos esos números son personas, personas –afirmó mi madre, vuelta hacia el televisor.
–Esta mañana me he llevado una cuchara al cajero automático –dijo Afam.
–¿Una cuchara? –preguntó mi madre, otra vez de cara al frente.
–Es que no quería tocar la máquina, y he marcado el PIN con la cuchara y luego he tirado la cuchara –aclaró Afam.
–¿No te habías puesto guantes? –preguntó mi madre.
–Sí, pero ¿quién sabe? Igual el coronavirus puede traspasar los guantes –dijo Afam.
–El virus muere en cuestión de segundos sobre superficies sólidas. Acabas de quedarte sin una cuchara por nada –dijo Bunachi, el sabelotodo de siempre. Unos días antes había declarado que los ventiladores no eran el tratamiento adecuado para el coronavirus. Él era contable.
–Pero ya de entrada no deberías haber salido, Afam –dijo mi padre–. Además, ¿para qué quieres el dinero en efectivo? Os abastecisteis bien.
–Necesito efectivo. En Lagos hay un ambiente muy tenso–contestó Afam.
–Tenso ¿en qué sentido? –preguntó Bunachi.
Afam se hizo el sordo hasta que mi padre preguntó:
–¿Qué quieres decir con "tenso"?
–Se concentran muchedumbres en las urbanizaciones por toda La Isla para pedir dinero y comida. Como sabéis, muchos viven al día, no tienen ningún colchón. Todos esos vendedores ambulantes en las calles. Vi un vídeo en el que alguien, enmedio de una muchedumbre, decía que no quieren el confinamiento, que son los ricos los que viajan al extranjero y cogen el coronavirus, y como antes del confinamiento eran ellos quienes nos lavaban la ropa y nos inflaban los neumáticos del coche, ahora debemos darles de comer. A decir verdad, tiene su lógica.
–No tiene ninguna lógica. No son más que delincuentes–dijo Bunachi.
–Pasan hambre –repuso Afam–. Incluso fui al cajero a pie. Según he oído, si te atreves a salir en un coche caro, te persiguen con palos.
Él vivía en una urbanización de casas enormes donde las visitas necesitaban códigos de acceso de un solo uso para abrir la verja de entrada electrónica. Al día siguiente dijo que la muchedumbre había agredido a los vigilantes y aporreaba la verja con la intención de desactivar el sistema de seguridad.
–Han encendido una hoguera ante la entrada –dijo–. Nunca había visto tan activo nuestro grupo de WhatsApp. Todos estamos aportando dinero, y buscamos la mejor forma de entregárselo.
–¿Todavía piensas que son inofensivos? –preguntó Bunachi con sorna.
–Yo no dije que fueran inofensivos. Dije que pasaban hambre –precisó Afam.
En su pantalla, vimos elevarse humo gris hacia el cielo vespertino. Allí de pie en su balcón de mármol, junto a una planta alta en una maceta, ofrecía el aspecto de una persona vulnerable e inexperta. La planta era tan verde, tan frondosa, que me estremecí al recordar el tiempo en que la vida seguía su curso normal y mi hermano era dueño de sus días, al frente de su negocio, un joven influyente de Lagos con poder en las manos. Ahora allí estaba, mientras su mujer se refugiaba en la cocina con sus dos hijos porque la cocina tenía la puerta más resistente. Procuraba disimular el miedo, con lo que solo conseguía traslucir más miedo, y pensé en lo frágiles que somos todos y con qué facilidad nos olvidamos de lo frágiles que somos. Un potente estallido hendió el aire, y me sobresalté, sin saber por un momento si procedía de la pantalla de Afam o del otro lado de mi ventana.
–¿Habéis oído? –dijo Afam–. Una explosión en la verja.
–No será nada grave –señaló mi padre–. Deben de haber echado un bote de insecticida al fuego.
–Afam, entra y cierra bien todas las puertas –instó mi madre. Para cambiar de tema, comenté que por internet vendían en todas partes vitamina C en dosis altas. Bunachi, cómo no, estaba ya al corriente de todo y dijo que la vitamina C no prevenía el virus, y nos enviaría la receta de una infusión a base de albahaca fresca, que debíamos inhalar a diario.
–Nadie tiene albahaca fresca –replicó Afam.
Bunachi empezó a recitar las últimas estadísticas de mortalidad por países y de pronto dijo:
–Se me acaba la batería.
Y colgó. Mandé a Afam un mensaje de texto, que terminaba con una línea de emojis, corazones rojo: "Aguanta, hermano, todo acabará bien"
Mi prima Omelogor dijo que en Abuya no ocurría nada de eso, que Abuya, como siempre, era más plácida que Lagos, que era como Lagos blanqueada por el sol, perdidos los nutrientes.
–La gente está muriendo y la gente está celebrando fiestas de cumpleaños –dijo.
–¿Cómo?
–Ayer murió de coronavirus el jefe de gabinete del presidente y esta mañana Ejiro me ha invitado a su fiesta de cumpleaños.
Le he dicho que, si quiero arriesgarme a morir, elegiré una forma mejor que su fiesta de cumpleaños. Chocaba oír a Omelogor decir "murió" y "morir"; ella casi nunca hablaba de síntomas o número de muertos. Ella hablaba de volver a precintar cajas de fideos Indomie con celo resistente antes de dejarlas en la puerta de un orfanato; o del creciente tráfico que, desde el confinamiento, registraba su página web, titulada "Solo para hombres", ahora con más visitantes distintos de más países, muchos de los cuales le pedían que grabara un vídeo y se dejara ver por fin. "Me resulta casi íntimo, eso de que me pidan un vídeo", decía Omelogor con voz risueña. De todos mis seres queridos, Omelogor era quien más seguía siendo ella misma, invicta ante esa incógnita colectiva; siempre parecía despierta y duchada y rebosante de planes. "Chia, esto quedará atrás. La especie humana ha sobrevivido a muchas plagas a lo largo de la historia", decía a menudo al percibir mi ánimo abatido, y su tono me levantaba la moral, pese a que la palabra "plaga" me recordaba, por alguna razón, a las sanguijuelas.
«No lo llames plaga», respondía yo.
A veces no hablábamos; dejábamos los móviles apoyados en un libro, o una taza, y compartíamos nuestros silencios y nuestro ruido de fondo. Solo con Omelogor el silencio era tolerable. En las llamadas por Zoom con las amigas, quedarse callada se percibía como un fracaso, así que yo hablaba y hablaba, pensando en lo pronto que nos adaptábamos, o fingíamos adaptarnos, a una vida limitada a la pantalla y el sonido. Zikora decía que le gustaba trabajar desde casa, en la cama, porque así oía el llanto agudo de Chidera en el salón, y los tonos graves de la voz arrulladora de su madre. Chidera lloraba tanto, empeñado en ir al parque, que al final Zikora le permitió ver dibujos animados por primera vez en su vida, y el niño, al empezar el primer corto, pareció asustarse, pero luego se quedaba inmóvil en el asiento, hipnotizado ante el televisor, y berreaba cuando su madre lo apagaba. LaShawn, en Filadelfia, preparaba masa fermentada y dejaba platos de pollo frito en el rellano para su madre, que estaba arriba en cuarentena, porque no querían correr riesgos. Hlonipha, en Johannesburgo, contó que había desconectado el wifi y pintaba acuarelas, pero la entristecían porque quedaban muy acuosas, deslavazadas. Lavanya, en Londres, siempre estaba bebiendo vino tinto, y levantaba la botella ante su pantalla al rellenarse la copa. Su vecina había muerto de coronavirus, una anciana que vivía sola con su perro, y nadie se había llevado al perro; ella lo oía ladrar y se le partía el corazón, pero no sabía si los perros también se contagiaban de coronavirus.
Pronto las llamadas por Zoom se convirtieron en una miscelánea de imágenes alucinatorias. Al final de cada llamada, me sentía más sola que antes, no porque la llamada hubiese terminado, sino por haberla hecho. Hablar inducía a recordar todo lo que se había perdido. Ansiaba oír la respiración de otra persona cerca. Soñaba que abrazaba a mi madre en el vestíbulo de nuestra casa de Enugu, y despertaba sorprendida porque no había pensado conscientemente en abrazarla. Lamentaba estar sola. Si al menos Kadiatou hubiese accedido a traer a Binta y quedarse en cuarentena conmigo. Pero entendía que quisiera estar en su apartamento, pese a lo mucho que me preocupaba por ella. Unos días antes del confinamiento, Kadiatou había dicho: "Espero en mi apartamento». Espero. De hecho, todos estábamos esperando. El confinamiento era una espera incierta de un final incierto, y la espera de Kadiatou era aún más acerba como consecuencia de un dolor indómito. La llamaba a diario, y si no contestaba, llamaba a Binta para asegurarme de que ella se encontraba bien. Para hablar, usábamos la videollamada de WhatsApp porque ella no tenía Zoom. "¿Cómo estáis, Kadi?", le preguntaba, y ella respondía: "Estamos bien, damos gracias a Dios". A veces decía "Señorita Chia, no se preocupe por mí", en voz baja, reacia a los aspavientos. Y sin embargo, hacía solo unas semanas, esa misma voz, estentórea a causa del pánico, exclamaba por el teléfono: "¡Mandará a alguien a matarme! ¡Mandará a alguien a matarme!". Había rechazado la terapia, diciendo con gestos de negación: "No puedo hablar con desconocido, no puedo hablar con desconocido". Su único deseo era que concluyera el juicio, pero los procesos judiciales se habían suspendido, y me preocupaba que ella, atrapada en el limbo del confinamiento, pudiera sucumbir a la oscuridad.
–¿Cómo encontraré trabajo después de esto? ¿Cómo encontraré trabajo? –me preguntó, y transmitía tal desaliento que me entraron ganas de llorar.
–Cuando termine el juicio, podrás abrir tu restaurante, Kadi –dije.
–Después del coronavirus nadie volverá a ir a restaurante –respondió sin vigor. En una llamada, me alarmé al percibir un asomo de agresividad en Kadiatou.
–No mande más dinero, señorita Chia. Me da ya suficiente. –Nunca me había hablado en ese tono. Un tenso silencio colmó la distancia, entre las pantallas.
–De acuerdo, Kadi –dije por fin. Colgó sin despedirse, y dejé pasar unos días antes de volver a llamarla. Siempre que preguntaba a Binta "¿Cómo está tu madre?", respondía lo mismo: "Llora por la noche".
"Nadie volverá a ir a restaurante". Me era imposible imaginar esa nueva existencia aislada, en la que la gente ya no salía a comer, porque necesitaba creer que el mundo podía ser otra vez un lugar encantado.
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