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El seis de enero, el congreso de Estados Unidos certificó la elección de Donald Trump en su segundo periodo. Cuatro años atrás, el mismo día, una masa agitada por las palabras de Trump (“¡Luchen como el demonio!”) irrumpió violentamente en el Capitolio con la intención de impedir la certificación de Joe Biden. Entre los manifestantes había policías, veteranos, miembros de milicias de extrema derecha y grupos de odio organizados. También marcharon personas comunes, radicalizadas por las redes sociales y por comunicadores beligerantes como Alex Jones de Infowars o Tucker Carlson en Fox News. Entre gritos y banderas, una horca aludía al punto climático de la novela que ha inspirado a más de una generación de supremacistas blancos, The Turner Diaries (1978). En la novela, los “revolucionarios” derrocan al gobierno y “el día de la horca” mandan al cadalso a todos los “traidores de raza”: periodistas y jueces de izquierda, así como personas en matrimonios interraciales.
En los años sesenta, los grupos racistas vivieron como una traición del gobierno la firma de los derechos civiles para dar fin a la segregación de los negros. Entonces comenzó a incubarse la teoría conspirativa del Gran Remplazo cuando los blancos serían sustituidos por los negros y otras minorías. Teoría cuya vigencia se evidenció en la consigna del mitin llamado “Une a la derecha” en 2017 en Charlottesville, Virginia: “los judíos no nos remplazarán”. Protestaban contra la remoción de estatuas de generales confederados defensores de la esclavitud durante la Guerra Civil. Además de armas, la turba llevaba antorchas emulando al Ku Klux Klan (KKK) que, en su tiempo, operaba como una milicia autónoma que apoyaba al gobierno en labores policiales. En los años veinte, el KKK tenía alrededor de seis millones de integrantes; aunque tuvieron que irse a la clandestinidad, no desaparecieron.
Las pulsiones racistas se agitaron tras la victoria de Barak Obama en 2009. Para ellos, un negro en la Casa Blanca confirmaba sus delirios persecutorios. A su vez, el sentimiento antigobierno venía alimentándose por una serie de acontecimientos y torpezas de las agencias policiales como el icónico asedio en Waco durante la administración de Bill Clinton. En esta pequeña ciudad en Texas, oficiales emprendieron una redada en las instalaciones de una secta cristiana bajo la premisa de que acumulaban armas ilegales. La redada se salió de control: duró 51 días y terminó con 76 miembros de la congregación (incluyendo mujeres y niños) y cuatro agentes muertos. La extrema derecha incorporó la tragedia a su mitología: los gobiernos (en particular los demócratas) serían capaces de cualquier cosa contra quienes sostienen creencias fuera de la norma. El líder de la secta, David Koresh, se asumía como la encarnación de Dios, tenía varias esposas y algunas eran menores de edad.
Timothy McVeigh llegó a vender recuerditos neonazis afuera del cerco policial en apoyo a la secta en Waco. Había leído The Turner Diaries y la masacre terminó por convencerlo de que el gobierno era el enemigo y él sería uno de los mártires que lo derrocaría. Como veterano de la Guerra del Golfo, poseía entrenamiento militar y una mente inestable: el perfil ideal de los grupos de odio. Un año después, McVeigh explotó un edificio oficial en Oklahoma dejando a 168 muertos y 800 heridos. Waco en el ´93 se volvió símbolo de la traición y la bomba de McVeigh en el ´94 en símbolo de la venganza.
Con la globalización, EUA mandó la maquila de productos a países donde la mano de obra era más barata, lo cual aumentó el desempleo en su propio territorio, sobre todo entre la gente de menos recursos. Trump prometió regresar esos trabajos. Cuando McVeigh volvió de la guerra, habían cambiado las reglas del juego. El estado de bienestar que impulsó Franklin Roosevelt se desmantelaba mientras los republicanos (pero también los demócratas) se desplazaban cada vez más hacia la derecha liberal, invirtiendo cada vez menos en su población.
Los gringos experimentaron las formas más extremas del neoliberalismo en Chile, durante la dictadura de Pinochet, para luego implementarlas en su propio país. Ronald Reagan, el presidente gringo más conservador de la historia, fue uno de los impulsores de estas políticas, como el esquema de endeudamiento estudiantil en las universidades. El neoliberalismo deterioró los espacios públicos y empobreció a la población mientras Reagan afirmaba: “el gobierno no es la solución a nuestros problemas sino el problema mismo”. Y si el gobierno no es de fiar, que el mercado siga revolcándonos con su mano invisible.
En 1967, cuando Reagan era gobernador de California, treinta miembros de las Panteras Negras realizaron una manifestación armada dentro del capitolio local. Como no violaban ninguna ley, la reacción de Reagan fue controlar las armas en California[1]. Ya lo ha dicho el comediante Dave Chapelle: para resolver el problema de los tiroteos masivos en EUA, todos los negros deberían registrarse para portar un arma, verán cómo las regulan al día siguiente[2].
Reagan, quien ya había usado el lema “Make America Great Again” (MAGA) que luego recicló Trump, removió una doctrina de objetividad en los medios de comunicación aduciendo que violaba la Segunda Enmienda de la Constitución: la libertad de expresión. Sin la obligación de mostrar lados opuestos de un mismo argumento, surgieron todo tipo de comunicadores conspiranoicos desde Rush Limabaugh hasta Alex Jones. Ellos alimentaron la islamofobia durante la guerra en Afganistán e Irak; sembraron a conciencia todo tipo de desinformación como que Obama no había nacido en Estados Unidos y era musulmán o que Hillary Clinton lideraba una banda de pedofilia. La radicalización conservadora y el movimiento MAGA, que endiosó a Trump, tiene responsables.
La extrema derecha avanza. Al inicio de los años 90 había alrededor de 200 milicias, a finales de la misma década había cerca de 800. Y con Trump volvieron a convertirse en la policía autónoma defensora de los valores del supremacismo blanco como lo fue el KKK en su época. El gobierno vuelve a estar de su lado[3].
Y por si quedaba alguna duda, Trump inició su campaña de 2024 en el simbólico Waco, Texas. Ahí le dijo a sus seguidores: “yo soy su guerrero, yo soy su justicia. O el estado profundo destruye América o nosotros destruimos al estado profundo. Estamos en un punto de inflexión.”
***
Estudié parte de la preparatoria en un suburbio texano. La escuela parecía un centro comercial con un enorme estacionamiento al frente. Adentro, la diversidad étnica al estilo de la ONU, se convertía en un lugar de tribus hostiles que pocas veces se mezclaban entre sí. Recuerdo la corona de espinas estampada en la playera de una compañera en la clase de matemáticas. Una playera rosa -el corte ajustado de una adolescente de la época-, con el rostro ensangrentado de Yisus al estilo Warhol y con un rótulo que rezaba “Jesus is my homie”. En México, la religión olía a naftalina, pertenecía al territorio vetusto de las abuelas; en cambio en Texas, el cristianismo gozaba de ostentosa popularidad. La propaganda religiosa lo cubría todo desde las camisetas, los espectaculares a lo largo de la carretera, la programación televisiva y radiofónica, hasta los billetes y los discursos puritanos de los políticos.
Ahora pienso en la religión como el origen del supremacismo blanco y la posverdad. Si te consideras un pueblo elegido por Dios, cualquier acción por desproporcionada que sea contra cualquier enemigo, real o imaginario, parece justificada: la esclavitud y los drones no tripulados en medio oriente; los golpes de estado en Latinoamérica; los tiroteos contra inocentes en supermercados, iglesias, plazas, bares y escuelas. Tú eres superior, Dios está de tu lado, es tu homie, tu carnal. La revolución calvinista a la par del capitalismo. Y los ministros de ese Dios salvaje están lleno de palabras, historias, justificaciones.
Mi primera vida texana fue anterior a la masificación del internet, por ello la biblioteca local era nuestro entretenimiento y el abuelo Everett nos llevaba con frecuencia, a mis primas y a mí. Nos gustaba una serie de libros de terror de título Goosebumps (Escalofríos) que luego televisaron; pero en una de esas visitas, encontré otro tipo de terror, el poema “Between the World and Me” (1935) de Richard Wright. Describe en primera persona el pasmo de un hombre al encontrarse en el bosque con algo que solo puede describir como “la cosa”: colillas de cigarros, cáscaras de cacahuates, un ánfora de ginebra vacía, un zapato solitario, un cráneo humano, olor a gasolina, ropa tiesa de tan ensangrentada. De pronto, los objetos se encarnan en él: las cenizas y los huesos se vuelven suyos, y las voces, pasándose entre sí la ginebra, lo rodean para clamar su muerte. Lo que eran rastros de un linchamiento se convierten en su propio linchamiento. La cadencia del poema eriza la piel, una se siente amenazada entre el rumor de los árboles. Escucha la voz temblorosa de Wright con la cuerda apretando el cuello y la piel a punto de arder. El poeta nació en una plantación de esclavos en Mississippi a principios del siglo XX donde esas escenas eran frecuentes, pero las historias siniestras no pertenecían del todo al pasado.
A principios de los años noventa en la ciudad de Saint Paul en Minnesota, un grupo de adolescentes blancos quemó una cruz de madera enfrente de la casa de la única familia negra de ese vecindario. A la una de la mañana, los Jones escucharon ruidos en la calle: personas y madera crujir; al salir, presenciaron una escena no sólo conocida sino taladrada en su inconsciente: las llamas que recordaban a los rituales intimidatorios del KKK en el sur de Estados Unidos.
El camarógrafo de ABC News captó a los cuatro hijos pequeños de la familia Jones observando cabizbajos las cenizas de la cruz frente a su casa. La madre relataba los hechos al reportero: “entendemos el mensaje, no nos quieren aquí”. Un país de tribus hostiles donde Dios ha elegido un bando. Aunque el gobierno local acusó a los adolescentes de cometer un crimen de odio, el caso ascendió a la Suprema Corte que determinó que la legislación del estado violaba la Segunda Enmienda de la Constitución. “Las comunidades no pueden silenciar la expresión según su contenido[4]” acordaron la mayoría de los jueces.
La quema de la cruz, al realizarse en el espacio público, se consideraba un discurso protegido por la Constitución. Los jueces no distinguieron entre el discurso soberano de supremacismo blanco de otros. No reconocieron que todavía los negros mueren bajo la bota de los policías como le ocurrió a George Floyd. Un mercado de ideas, contenedores vacíos sin historia. La libertad de expresión en EUA es un eufemismo para proteger a los grupos de odio que atacan a minorías como a los negros, hispanos, musulmanes, etc. Apenas estos días, Mark Zuckerberg anunció que Meta removerá a los verificadores de contenido, habrá menos censura y más “libertad de expresión”. Las turbas marcharán con antorchas y lenguas desbocadas en las pantallas de los celulares.
Epílogo: Los supremacistas blancos se fortalecieron mientras el neoliberalismo pauperizaba a la población. Ahora se necesita la emergencia de un movimiento progresista en las calles, como ocurrió en los años sesenta con la oposición contra la guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles y reproductivos. Toca que la población luche por un estado de bienestar, que encuentre su lengua salvaje, su lengua bilingüe, la que expresa la verdadera identidad[5]y no la dictada por la propaganda del miedo.
[1] Paul Auster, Un país bañado en sangre, Seix Barral, 2023.
[2] Dave Chapelle, Sticks & Stones, Netflix, 2019.
[3] Para saber más del avance de la extrema derecha en Estados Unidos, escuchar el podcast Long Shadow. Rise of the American Far Right. Long Lead, 2023.
[4] Si se tratara de la bandera de Palestina no dirían los mismo.
[5] Como dice Gloria Anzaldúa.