1 En la “Escuela de Espías”

Yo estudiaba en Oxford (seré más específica: estaba escribiendo mi tesis doctoral sobre Historia Soviética) cuando un periódico soviético me denunció como espía. O, por lo menos, como lo más parecido a un espía. Según el periódico, yo me contaba entre esos expertos que fingen llevar adelante investigaciones académicas pero en realidad hacen circular información falsa, “desinformación”, tal como los agentes de inteligencia. Mi trabajo no iba más allá de “una mera provocación, un juego deshonesto” animado por el solo propósito de ocultar la verdad. Mis actividades poco diferían “de los ardides de los espías burgueses”; yo era una “saboteadora ideológica”. Por mi parte, no tenía la menor intención de ser una “saboteadora ideológica” (¿y qué significaría eso?). En ese junio de 1968, estaba en Moscú, casi al final de mi segunda residencia, que formaba parte del plan de estudios del programa de ayuda del British Council. Lo único que quería era seguir mi investigación en los archivos y en un futuro regresar a la Unión Soviética para retomarla. La investigación me apasionaba y la URSS me fascinaba, aunque esa fascinación no necesariamente implicaba admiración. Aun así, estábamos en plena Guerra Fría, y las relaciones entre ese país y Occidente estaban infestadas de tensión y acusaciones mutuas. Cualquiera que se ocupara de temas relacionados con la Unión Soviética se exponía al riesgo de que los soviéticos lo consideraran un espía. Y en cualquiera de los casos, cuando te acusaban de serlo, las consecuencias solían ser graves.

El corpus delicti era mi primer artículo académico, publicado el año anterior en una austera revista llamada Soviet Studies. Requería un poco de imaginación ver con ese sesgo mi escrito, que era bibliográfico y ostentaba el prosaico título “A. V. Lunacharski: interpretaciones y reediciones soviéticas recientes”. Sí, el tema de mi tesis era Anatoli Lunacharski, primer comisario del pueblo (designación revolucionaria para designar el cargo de ministro) para la Educación (Ilustración) después de la Revolución Bolchevique de 1917. Para los estándares de la época, mi artículo ni siquiera era antisoviético. Estoy casi segura de que a los soviéticos les molestó no el contenido del artículo, sino que a continuación del nombre de la autora figurase su encuadre académico: St Antony’s College, Oxford. En la Unión Soviética, y también en Occidente, se decía que St Antony’s era un “college de espías”, lo cual significaba que en el pasado cierta cantidad de sus graduados había trabajado para los servicios de inteligencia británica y se presumía que en el presente esos lazos persistían. El Centro de Estudios Rusos de St Antony’s, y más específicamente mi director de tesis (Max Hayward, traductor al inglés de Doctor Zhivago) figuraban en la lista negra soviética por promocionar a escritores enfrentados con el régimen y por su estrecha vinculación con el CCF (Congreso por la Libertad de la Cultura) en Londres y sus supuestos patrocinadores de la CIA.

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Sheila Fitzpatrick. Crédito: Universidad de Chicago
Sheila Fitzpatrick. Crédito: Universidad de Chicago

Que me denunciaran como lo más parecido a una espía me habría perturbado muchísimo, en caso de haberme enterado. Habría esperado encontrar agentes de la KGB agazapados en el umbral, ante la puerta de mi residencia en Moscú, para notificarme de mi expulsión del país, mientras la Embajada Británica rondaba, a corta distancia, para asegurarse de que no demorase mi salida. Pero por suerte yo no leía ese periódico, que era particularmente conservador; tampoco lo leyó ninguno de mis amigos rusos –que me conocían por mi apellido de casada y me llamaban Sheila Bruce– ni, al parecer, nadie de la embajada: la noticia pasó inadvertida. Además, por supuesto, todos ellos sabían que yo era mujer, mientras que el periódico pensaba que S. Fitzpatrick era un hombre. Aún no queda claro si la KGB, que cabe suponer instigadora del artículo del periódico, sabía que Sh. Bruce del Programa del British Council (en ruso “Sh” y “S” son dos letras distintas) y S. Fitzpatrick de St Antony’s eran una misma persona; a decir verdad, si no lo sabían, debería haberles dado vergüenza tamaña chapucería indigna de conocedores de la materia. En términos profesionales, en este episodio de la Guerra Fría la gente de St Antony’s queda mejor parada que los sabuesos de la KGB; por lo menos leyó la prensa soviética con suficiente atención como para detectar el artículo y comentarlo conmigo cuando ese verano regresé a Oxford. No recuerdo quién me dio la noticia; solo recuerdo mi reacción, que fue de horror.

Desde el punto de vista de St Antony’s, no era gran cosa que los soviéticos acusaran de espionaje al college; ocurría muy a menudo. Pero para mí las cosas se daban de otro modo; no sucedía lo mismo que para Max Hayward y los demás integrantes del Centro de Estudios Rusos, que en su mayoría ya eran personae non gratae para los soviéticos y por consiguiente no iban a la Unión Soviética. Durante la Guerra Fría ese bloque era muy renuente a permitir el ingreso y la permanencia de extranjeros llegados del otro lado de la Cortina de Hierro. Yo era una historiadora en los albores de mi carrera y necesitaba consultar los archivos y las bibliotecas soviéticos para no interrumpir el tipo de trabajo que deseaba hacer. Además, había hecho buenos amigos en Moscú y no quería perder contacto con ellos: esas relaciones fueron moldeadas por el contexto político, por supuesto, pero lo trascendieron y se transformaron en vínculos de toda la vida.

Como muchos de mis coetáneos del Programa de Ayuda a Estudiantes, no podía quitarme Moscú de la cabeza, estaba obsesionada. La Unión Soviética podía ser el lugar más incómodo y peor organizado imaginable, xenófobo (a veces, incluso peligroso: su burocracia coartadora y suspicaz tenía talento para desquiciar al mejor plantado). Aun así, nosotros nos las habíamos apañado para ingresar en ese país exótico y éramos casi los únicos residentes extranjeros en contar con el privilegio de vivir entre rusos, no en enclaves especiales para foráneos. Nos sentíamos como astronautas que hubieran logrado el primer alunizaje: resultaba más que irrelevante pensar si el lugar nos gustaba o no. Los estudiantes obsesionados por Moscú no se contentaban con un solo año de residencia y hacían todo lo posible por regresar, como hice yo misma durante dos años sucesivos. En una carta a mi madre, le explicaba que éramos como soldados en tiempos de guerra, desesperados por volver al frente.

* * *

Es probable que cuando en 1964 viajé a Inglaterra para estudiar historia y política soviéticas yo estuviera más familiarizada con el espionaje que con, precisamente, la historia rusa, materia que, en mis años de juventud, no se enseñaba en la Universidad de Melbourne. Sin embargo, sí se enseñaba ruso en un departamento dirigido por una amiga de mis padres, Nina Christesen, y cursé allí dos años; lo que aprendí alcanzaba para leer (no demasiado bien) textos escritos en esa lengua. De haber dependido de mí, ya como profesora de Historia Soviética en los Estados Unidos, jamás me habría permitido a mí misma ingresar después al posgrado; pero en los años sesenta Oxford no tenía esos escrúpulos (ni mayor interés en enseñar a sus posgraduados cosa alguna al respecto). Su oferta académica no incluía cursos de historia rusa moderna y, en cuestiones de lengua, solo impartía clases de antiguo eslavo eclesiástico. No sin cierto cinismo, podría decirse que era cuestión de empaparse de esa atmósfera y egresar con un título “de prestigio” en el currículum, una suerte de marca registrada. Lo dijo uno de los espías (de bajo rango) entre mis conocidos allí: “Oxford es un buen lugar para estudiar, porque siempre puedes volver, aunque no les agrades”.

Mi familiaridad con el espionaje provenía de haberme criado en una familia de izquierda en Melbourne durante la Guerra Fría. Cuando Julius y Ethel Rosenberg fueron condenados por espionaje en los Estados Unidos –los acusaban de haber transmitido a la Unión Soviética los secretos de la bomba atómica–, yo tenía 9 años. Cuando, a pesar de las protestas en todas las geografías, ese matrimonio fue ejecutado en 1953, yo acababa de cumplir los 12. Mi padre, Brian Fitzpatrick –patrocinador de las libertades civiles y periodista, además de historiador–, desempeñó un papel activo en la campaña local organizada para salvarles la vida, y yo no tenía dudas de que esa causa justa, que apoyaban tantas personas prominentes y buenas del mundo entero, al final triunfaría. Conforme se acercaba la fecha de la ejecución, estábamos pendientes de los boletines informativos que se emitían por radio. Yo estaba convencida de que, como en cualquier radioteatro que se preciara, habría un indulto a último momento. Cuando el indulto no llegó, quedé pasmada y me vi obligada a repensar varios supuestos acerca de cómo funcionaba el mundo. La convicción de que los Rosenberg eran inocentes, profesada a rajatabla por mi padre, me desconcertaba un poco. Eran comunistas, lo cual estaba muy bien, de nuevo según mi padre, aunque en la escuela la gente pensaba otra cosa. Y como comunistas que eran, creían que la Unión Soviética era un país mejor que los Estados Unidos. Además, igual que mi padre, los Rosenberg pensaban que el mundo sería un lugar más seguro si las dos superpotencias tenían la bomba. Entonces, ¿por qué no habrían de transmitir los secretos atómicos? Y si a eso se lo llamaba espionaje, ¿por qué era tan terrible ser espía?

La siguiente lección en la materia fue aportada por el caso Petrov. Vladímir Petrov, agregado cultural de la Embajada de la URSS en Canberra, desertó en 1954 munido de abundante información sobre los procedimientos de espionaje soviéticos, material de sumo interés para todas las agencias de inteligencia occidentales. Los servicios de inteligencia británicos enviaron en secreto a Australia a Leonard Schapiro, connacional suyo experto en cuestiones soviéticas (y futuro mentor mío), para que colaborara en el interrogatorio a Petrov. Cuando los soviéticos intentaron repatriar por la fuerza a la esposa del agregado –Evdokia, también funcionaria de la embajada– se produjo un altercado en el aeropuerto de Sidney que fue noticia en el mundo entero. Pero de la información con que contaba Petrov lo más importante para la política australiana eran las cuestiones internas. En vista de los datos que el exdiplomático había brindado sobre sus diversos contactos como espía soviético, el primer ministro Robert Menzies creó la Comisión Real sobre Espionaje, encabezada por el juez William Owen. En tér minos políticos, a Menzies ese escándalo (conocido como affair Petrov) le vino como anillo al dedo, ya que entre los contactos del agente soviético figuraba un integrante del equipo de “Doc” Evatt, líder de la oposición. Menzies sacó provecho de esa circunstancia e hizo de la “subversión comunista”, en particular dentro del ALP (Partido Laborista Australiano), un asunto clave para la elección inminente, que oportunamente ganó. Varios amigos de mi padre –entre ellos, Clem Christesen, con quien trabajaba en la revista Meanjin, y su esposa Nina, del Departamento de Ruso de la Universidad de Melbourne, como ya mencioné– fueron llamados a comparecer como testigos, citación que por sí sola se pretendía una suerte de mácula para la izquierda.

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