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Se tiende a creer que el viaje de los tres surrealistas a México —me refiero a Antonin Artaud (1936), André Breton (1938) y Benjamin Péret (1942-1948)— fue algo parecido a una luna de miel o a unas prolongadas vacaciones en un paraje exótico. El saldo final invita a matizar el mito en cada caso, aunque por razones distintas. Los dos primeros llegaron amparados por un programa oficial de conferencias, mientras el tercero se tuvo que conformar con esta tierra de exilio en la Segunda Guerra Mundial, cuando hubiera preferido reunirse con los surrealistas asilados en Nueva York, cosa que le fue prohibido a causa de su militancia trotskista.
Para Antonin Artaud, relata Luis Cardoza y Aragón, “el departamento de Acción Social de la Universidad Nacional Autónoma de México le patrocinó tres conferencias. En las tres fue más allá de los textos que conocemos. Las pronunció los días 26, 27 y 29 de febrero de 1936, en el Anfiteatro Bolívar, de la Escuela Nacional Preparatoria. La Alianza Francesa patrocinó la lectura El teatro de la posguerra en París, hecha el 18 de marzo de 1936, presidida por el embajador Henri Goiran que las pasa mal con aquel vociferante, que barría lo que él representaba. Los periódicos, que algo dijeron, denotaron sorpresa por sus gestos y actitudes. ¿Cómo patrocinar a ese demonio? En la segunda conferencia, de los 30 oyentes de la primera, hubo ocho. Éramos cinco en la tercera, de los cuales sólo yo sabía francés. Fue la conferencia más brillante”.
Quizá el revés no le importó mucho a Antonin Artaud, pues era la parte “oficial” que debía cumplir ante el mundo “oficial”, el precio a pagar para que se cumpliera la otra esperanza fundamental de su viaje, la verdadera apuesta que venía a jugarse. Apenas le interesó la capital, pese a que allí gastó varios meses de invisibilidad; tampoco le atrajeron sus artistas e intelectuales que, a su gusto, eran demasiado contaminados por Occidente. Dos excepciones: la pintora María Izquierdo y el escultor Luis Monasterio. Artaud pasó muchas horas sentado en el café Gante, escribiendo sus artículos para El Nacional y cartas a los amigos parisinos.
El viaje a la Sierra Tarahumara representa la culminación de la estancia de Artaud. Además de escapar del mundo occidental que abominaba, Artaud alimentaba una esperanza muy íntima de encontrar en México una cura mágica y definitiva a sus trastornos mentales, físicos y espirituales, causados por una temprana meningitis que lo obligaba a ingerir opio, laudanum, heroína o cocaína para sobrellevar el dolor. El viaje a la Sierra Tarahumara comenzó por una voluntaria desintoxicación que Artaud así relata: “Llegado al pie de la montaña arrojé en un torrente mi última dosis de heroína, después monté en mi caballo. Al cabo de seis días mi cuerpo ya no era de carne sino de hueso, desecado por la multitud de excremento líquido que había perdido. La carencia de opio contrae las fibras, abre corrientes áridas en la piel, y la epidermis no es más que una encía irritable, una mandíbula a flor de piel”.
La posterior experiencia del peyotl, que no habría que confundir con una droga en el sentido occidental del término, le llevó a escribir el siguiente balance: “Tomé peyote en México en la montaña y dispuse de un paquete que me hizo permanecer dos o tres días entre los Tarahumaras; pensé entonces, en aquel momento, que estaba viviendo los tres días más felices de mi existencia.” Sin embargo, no hubo cura mágica ni definitiva para Artaud y lo más positivo del viaje fue el libro Viaje al país de los Tarahumaras que se suma a sus artículos en El Nacional, recopilados por Luis Cardoza y Aragon.
En los doce años de vida que le restaron después de su regreso a Francia, volvió más de una vez sobre su experiencia mexicana. Ya recluido en el psiquiátrico de Rodez, a “los tres días más felices de mi existencia”, Antonin Artaud opuso la versión de los maleficios padecidos en la Sierra Tarahumara: “Estos obstáculos se llaman maleficios y cerca de cinco semanas tuve que luchar día tras día contra esas hordas incansables e indescriptibles de brujerías”.
Puede hablarse de cima a propósito del episodio mexicano en la vida y la obra de Antonin Artaud. Quizá, otra palabra válida sea cisma porque una misma experiencia originó un cielo y un infierno, creó una ortodoxia y su heterodoxia. ¿A quién creerle entonces? ¿Al Antonin Artaud iluminado por Tutuguri o supliciado por ser el crucificado de Jerusalén? No puedo sino contestar: a los dos, no tanto con el afán de hacer un mal juego de palabra acerca de Artaud y su doble, sino por la pérdida de sí que padeció hasta su muerte y porque un ser separado de sí está condenado a ser DOS, a ver y a verse con el mismo exceso que fue el signo de Antonin Artaud.
Quizá por primera y única vez en la historia del país, André Breton desafió las leyes de la hospitalidad mexicana. Es poco decir que su estancia en México estuvo opacada por sombríos augurios. Al boicot instigado por el Partido Comunista Francés para impedir que André Breton llevara a cabo su programa de conferencias, se sumó una perversa mezcla de xenofobia y mezquindades, lo que en México solemos llamar “mala leche”. La variedad de las descalificaciones que la prensa le deparó es elocuente de la consigna lanzada: atacar a Breton a cualquier precio. Además de trotskista, de fascista, de farsante, de frívolo, se llegó a sugerir más o menos veladamente que era un cornudo, un invertido y un drogadicto o “peyotero”. Hasta se le reprochó escribir demasiado bien en francés.
No obstante, el país no lo desilusionó como le confiaría años más tarde a André Parinaud —y, aunque admitiera que las entrevistas con Trotski no estuvieron exentas de tensiones, roces, malentendidos y exabruptos, el encuentro con el fundador del Ejército Rojo fue suficiente para edulcorar todas las demás amarguras. No obstante, en varios momentos, la ruptura estuvo a punto de consumarse.
Se antoja que Trotski se instaló en un papel de maestro áspero que, si bien cerraba los ojos ante las travesuras anticlericales de Breton, no perdonaba la disipación de su pupilo predilecto. Cada vez que se encontraban, comenzaba a presionarlo para que le presentara un proyecto del Manifiesto por un arte revolucionario independiente. Van Heijenoort describe la tensión que crecía poco antes del viaje a Pátzcuaro: “Breton, con el aliento encendido de Trotski en la nuca, se sentía paralizado y no podía escribir”. Ya en Pátzcuaro, Breton “resolvió” evitar la ruptura enfermándose de afasia, sucumbiendo a su “complejo de Cordelia”. Veía con gran escepticismo la afirmación de Trotski según la cual, ya avanzada la construcción de una sociedad marxista, todos se volverían artistas y el arte estaría asimilado a la vida cotidiana. Si la primera predicción pudiera coincidir con el dictado de Lautréamont a favor de un arte hecho por y para todos, en cambio, la segunda se le hacía sumamente remota.
Cabe señalar que la visita a Guadalajara representó el momento álgido de la tensión entre Breton y Trotski, a consecuencia de las fallidas conversaciones a orillas del lago michoacano. En la capital tapatía, la comitiva se separó en dos bandos: los Rivera y los Breton por un lado, los Trotski y su cuerpo de seguridad por el otro, en un baile de chassé-croisés y de miradas en chien de faïence. La visita de Trotski a José Clemente Orozco no fue ajena a la distancia que pretendía marcar con respecto a los artistas de pinta por Chapala. Por lo demás, podemos estar seguros de que el célebre episodio del Palacio de la Fatalidad, protagonizado por Breton y Rivera, difícilmente hubiera tenido lugar en compañía del mal tercio de Trotski.
El viaje de Breton a Monterrey también puede enlistarse entre los motivos que le hicieron fruncir el ceño a Trotski. André Breton y su esposa, Jacqueline Lamba, fueron invitados por el Dr. Leónides Andreu Almazán, entonces jefe del Departamento de Salubridad en el gabinete de Lázaro Cárdenas, a una breve gira de surrealismo práctico, es decir, de inspección sanitaria por el norte del país. El general Juan Andreu Almazán, hermano de Leónides, los recibió en el cuartel que André Breton describirá con tanto entusiasmo en Souvenir du Mexique. Entrevistado por el periódico local, El Porvenir, André Breton no escatimó los superlativos. Por Souvenir du Mexique se sabe que, al regreso de Monterrey, el 2 de julio, y a escasos días de la salida a Morelia, Trotski tuvo ante la admirada reseña de Breton esta “desconcertante réplica”: “Y, ¿qué hacer, en caso de necesidad, con semejante ejército?”.
Mal que bien, después de la inminente ruptura, André Breton regresó a la ciudad de México con un borrador de Manifiesto que afinó en unos días de trabajo con Trotski, para desembocar en la versión definitiva del 25 de julio de 1938. Contentos y, sobre todo, aliviados de haber podido llegar a la meta final, Trotski y Breton dejaron atrás el cúmulo de tensiones y conflictos. La despedida fue emotiva, de ambas partes. Arriba del hombro izquierdo de un retrato suyo, Breton le escribió esta elocuente dedicatoria: “A León Trotski, en recuerdo de los días vividos en su luz, con mi admiración y mi lealtad absolutas. André Breton, México, 30 de julio de 1938”.
¿Qué habrá significado México para André Breton? La respuesta es múltiple: un remanso de luz en la encrucijada del surrealismo poco antes de la Segunda Guerra Mundial; un manantial de renovadas energías para la cabeza del fatigado movimiento; un feliz reencuentro con la infancia en los paisajes del Indio Costal; pero también, una última carta en la empecinada apuesta política del surrealismo; algunas amistades y un sinnúmero de detractores cuya virulencia sólo parece aguijonear su propio vigor y la inesperada aparición de la Belleza en una corte de los milagros, imágenes que se suceden, como los climas, en una velocidad de tobogán para cristalizar en unos versos del poema Fata Morgana y una suerte de resumen de su estancia en Souvenir du Mexique.
A su regreso a París, a principios de la primavera de 1948, Benjamin Péret concedió varias entrevistas radiofónicas en las que evocaba sus seis años de exilio en “el país surrealista por excelencia”. En la primera de ellas, a menos de un mes de retornado y a una pregunta de Dominique Arban sobre las actividades que realizó en México, Benjamin Péret contestó: “¿Lo que hice en México? Me aburrí profundamente. México es un país que sólo se interesa en México. Todo es tradición, pero una tradición solamente formal, vacía de toda vida. Es un país donde la mayoría de la gente es muy pobre. La inmensa mayoría. Encima de ésta, existe una delgada capa de ‘mexicanos medios’, y luego la gente muy rica. ¿Un espíritu de rebeldía entre los pobres? Para nada. Padecen una excesiva carencia de cultura. Y ya es un eufemismo hablar de cultura. En realidad, la mitad de la población no sabe leer ni escribir. ¿Lo que hacía allí? Cualquier cosa para sobrevivir. Equiparando las monedas, la vida es más cara que aquí. Y a 2 mil 500 metros de altura, uno se cansa rápidamente”. Ciertamente, Dominique Arban había comenzado el diálogo pasándole la factura por El deshonor de los poetas, un escrito publicado en París a la Liberación y falsamente situado en México para evitar eventuales represalias, en el que Péret condenaba violentamente la poesía de la Resistencia, capitaneada por los exsurrealistas Paul Eluard y Louis Aragon.
Días después, en otra entrevista Maurice Nadeau le plantea la pregunta que, quizá, todos le habríamos hecho y nos seguimos haciendo: “¿Cómo puede ser que no se haya sentido a gusto en un país que, en muchos aspectos, habría tenido que agradarle?”. Péret concede que México es un país extraordinario, sobre todo porque no existe una unidad nacional —entiéndase un nacionalismo que abomina en todas partes— gracias a la diversidad étnica y a la marginación de los indígenas. Pero, más adelante, esboza una visión profética de México que probablemente ya se haya cumplido: “Si nos descuidamos, pronto México será un suburbio de los Estados Unidos, lleno de radios, de bocinas y de chicles, y el pueblo mexicano estará preso de una miseria todavía peor que la que actualmente padece, lo cual es poco decir…”. En 1952, Benjamin Péret alude a los violentos contrastes que lastiman al país, desde el paisaje hasta las tradiciones como la coexistencia del amor por las flores y el culto a la muerte, pero insiste en el misterio que trasciende las contradicciones: “Encima de todo eso, flota un misterio que brota en todas partes”.
Aunque la Ciudad de México de los años 40 todavía era la región más transparente, Benjamin Péret nunca dejó de sentirse asfixiado en el altiplano, pero el oxígeno que le faltaba era tanto físico como intelectual. Al principio de su exilio, padeció las sandeces y los lugares comunes de los periodistas mexicanos acerca del surrealismo —“¿Qué es eso del surrealismo?, ¿Cómo se come?” (Ulises Monferrer, Así, 14 de marzo de 1942)— hasta que optó por no conceder más entrevistas sobre el tema. Luego, tuvo que padecer la cuarentena en la que los comunistas lo mantenían por su militancia trotskista. Casi no tuvo contacto con el México de la época y, más precisamente, con su elite intelectual y artística, a excepción del puñado de disidentes afines a sus posiciones políticas. Péret nunca recibió un apoyo de las autoridades mexicanas o del medio artístico para encontrar un trabajo acorde a sus capacidades, con la salvedad de unas muy contadas excepciones, y malvivió de unos trabajos eventuales y poco retribuidos. Fue maestro de francés en la escuela de artes plásticas La Esmeralda y más tarde del IFAL, aunque nadie recuerde haber perfeccionado su francés con tan excepcional maestro. El editor catalán Bartomeu Costa-Amic intentó socorrerlo encargándole un prólogo para unas fotografías de Manuel Álvarez Bravo sobre Los tesoros del Museo Nacional de México: la escultura azteca (1943). La tirantez económica fue una constante en la vida del poeta y, por lo tanto, el exilio no le pareció muy distinto o más difícil que el consuetudinario pan parisiense.
Así, Benjamin Péret huía del presente que le repugnaba y se liberaba reviviendo el pasado mítico que, según él, apenas perduraba en algunas manifestaciones de la vida contemporánea. Se antoja que el trabajo de largo aliento destinado a su Antología de los mitos, leyendas y cuentos populares de América, que llevó a cabo durante su exilio, formaba a su alrededor una campana de cristal, cárcel o refugio según la suerte de los días, bajo la cual el oxígeno de la poesía compensaba la asfixia circundante y le permitía así sobrevivir en el aire enrarecido del valle de Anáhuac. Así, su fascinación por el país le llegó tarde, hacia el final de su estancia, cuando descubrió Yucatán y las ruinas de Chichén Itzá, “revestidas por una pesada armadura de silencio”.
El extenso poema Aire mexicano es sin duda el más inspirado que haya escrito y, según Octavio Paz, “uno de los más bellos textos poéticos que hayan inspirado el paisaje y los mitos americanos”. La búsqueda de los orígenes es la obsesión que espolea los desvelos de Péret. Trátese del mundo, de la poesía, de las invenciones o de las cosas, encontramos a lo largo de su obra y bajo diversas modalidades la misma obsesión del origen. Su traducción al francés de El libro de Chilam Balam de Chumayel se publicó por primera vez en París en 1955 y, para redondear su compleja relación de amor-odio a México, poco antes de morir en 1959, Benjamin Péret traduce Piedra de sol de Octavio Paz. Es la última traducción poética de Péret y la primera al francés de la poesía de Paz.
Péret podrá parecer ingrato a los mexicanos que lo acogieron junto con su compañera, la pintora Remedios Varo. Para él que era de una sola pieza, el exilio no era un asunto de buenos modales, ni de fórmulas diplomáticas, sino de ética en virtud de la cual no hay negociación posible con la verdad. Procuró vivir siendo fiel a su verdad y México no constituyó una excepción a la regla. ¿Tiene que morir la inteligencia para salvar el pellejo? Otros dirán que todo es cuestión de medida, de mesura, unas palabras desconocidas de Benjamin Péret, cuya lápida de granito sigue sosteniendo en letras escarlatas: “Je ne mange pas de ce pain-là”.