De grietas y fisuras nos habla Federico Díaz Granados. De esos resquicios por donde se cuelan las palabras, unas que se espera recuperar para darle sentido a la existencia cuando se ha olvidado casi todo. El creador de la Antología de poesía contemporánea México-Colombia (2011) se pone en el lugar de aquellas mujeres suspendidas en su antiguo mundo, desde el cual debieron aprender nuevamente la vida, una de abandonos y visitas breves, para “recobrar las horas insalvables y sus reveses”.

Los versos de Díaz Granados no son exiguos, no se guardan nada; derraman, en cambio, frases que son relatos nuevos, juegos con el tiempo, y un llamado a la fantasmagoría de la ausencia, las renuncias y la distancia que impone la desmemoria. De esos países devastados, islas perdidas, planetas sin órbita en las que se convirtieron sus abuelas por causa del alzhéimer, el poeta explora –algunas veces en primera persona– las imágenes que son fotografías, estáticas, silentes para siempre y una vida en la que “lo único nítido son las tristezas”.

Con mucha frecuencia hablamos del lugar de la palabra, tanto que terminamos dando por sentado u olvidando su valor. Cuando usted habla de las grietas, ¿podría pensarse que la palabra es esa grieta, la vía hacia la luz?

Las palabras y su pérdida de alguna forma son la orfandad general en que reside Grietas de la luzporque, con la pérdida de la memoria, lo primero que comenzó a derrumbarse fue el lenguaje, de tal forma que fueron esas astillas rotas del lenguaje la primera evidencia de una fragilidad y de un mundo que se rompía. Las grietas, al igual que las palabras, permiten que aquello que está oculto vuelva a salir a la superficie y recobren un poco de su luz. Por eso las palabras son protagonistas, el lenguaje y aquel idioma que aprendimos de las abuelas y que nos puso sobre la vida con plena conciencia del asombro. Las palabras son el lugar seguro, pero también una herida abierta, un puente entre lo visible y lo invisible.

¿Cómo fue el ejercicio de entrar (si cabe la palabra) en el mundo del alzhéimer para no tratarlo simplemente como una "enfermedad del olvido"? ¿Cómo fue el ejercicio de escribir y describir la enfermedad en primera persona?

Fue un ejercicio difícil que me exigió muchas emociones y confrontarlas permanentemente. Creo que más que entrar en la enfermedad intenté hacer un ejercicio de observación y de reflexión mientras era testigo del deterioro de mis abuelas y de cómo se iban disminuyendo vitalmente hasta que dejaron “de estar estando presentes”, como diría Pedro Guerra, para vivir ese eterno presente, largo o lento de la enfermedad. Intenté escribir en varias voces y al final esas voces se ensamblan en el libro porque encontramos muchos poemas en primera persona, algunos donde se confunden las voces de ellas, y por último la voz en off de nieto adulto que contempla cómo se van derrumbando su mundo y su casa mientras se van apagando esas abuelas que fueron el epicentro de la casa, de la familia, de la lengua y de todo. Escribir este libro me permitió poner el foco sobre las experiencias que son silenciadas o sencillamente olvidadas. No quise describir solo la enfermedad, sino también el universo más profundo que gira alrededor de ella como la soledad, el miedo, los destellos de lucidez, el silencio. Al final, cada poema es un acto de memoria que reconstruye desde los fragmentos, dejando constancia de un amor que persiste incluso en el olvido.

Me resulta muy interesante el hecho de que uno termina leyendo varios de los poemas no solo como una escritura sobre el alzhéimer, sino que el lirismo se extiende a otros temas (una especie de ampliación de la metáfora, digamos), como las enfermedades degenerativas o las terminales, el olvido social, la vejez…

Así es. El alzhéimer fue un vehículo y un pretexto para tratar de ahondar en algo más intenso como el deterioro, la tristeza, el implacable paso del tiempo y mirar por el retrovisor todo lo que se va quedando atrás. Es una cartografía de la llegada a la vejez a través de unos cuadros cotidianos donde cada instante se va quebrando algo. Al final, la poesía intenta rearmar un rompecabezas, pero con piezas incompletas o que no se corresponden entre sí. También es una reflexión sobre los objetos que pierden su sentido y su luz cuando dejamos de observarlos o usarlos y ellos se convierten en testigos de esa demolición total de todo. Es un testimonio de lo que se conserva cuando entramos en el olvido. En este caso, los poemas trascienden el alzhéimer para hablar de todos nuestros derrumbes, del tiempo que no perdona y de las vidas que se quiebran como un cristal.

¿Por qué "la memoria es la primera pesadilla"?

De alguna forma el olvido es una forma de blindarse frente al dolor y los recuerdos tristes. Mi abuela Margot comenzó a perder la memoria en el momento en el que murió su hijo menor, mi tío Felipe, y fue su forma de protegerse de ese dolor al cual ella no hubiera sobrevivido. La memoria no solo nos conecta con lo vivido, sino que confronta con las ausencias, los duelos, los miedos y los rencores. De ahí que una tesis que es transversal al libro plantea en algunos versos que el sueño es el territorio de la memoria y la vigilia, el del olvido. Por eso algunas veces nuestros seres queridos con alzhéimer despiertan pronunciando nombres de su pasado como si los hubieran visto en el territorio del sueño: porque allí los recuerdos dialogan con las presencias más profundas y los miedos.

Aunque esto usted ya lo delinea en los poemas, ¿cómo cree que se concibe y se define el tiempo desde una enfermedad como el alzhéimer?

El tiempo en el alzhéimer es lento, muy lento, circular, fragmentado y, a menudo, inmóvil. Los fragmentos en los que se astillan los recuerdos terminan siendo la vida misma, no solo de la persona que padece la enfermedad, sino de quienes la rodean y cuidan. Todo se va haciendo pedazos. A veces ese eterno presente se torna largo y los días se confunden, los relojes pierden su sentido. Redefinir el paso del tiempo era uno de los desafíos más grandes a la hora de escribir el libro y tratar de descifrarlo como si fuera un ejercicio de relojería donde debemos descubrir ese esqueleto interior o como un calendario que se deshoja día a día. El tiempo también es un laberinto sin salida, donde cada instante se disuelve en el siguiente. En ese reloj roto la poesía busca ser una brújula, una herramienta para reordenar lo irrecuperable. Quizás, en su fragmentación, el tiempo nos revela su verdadera naturaleza: frágil, incompleto, humano.

Los relojes y los espejos: ¿qué le permiten para metaforizar la enfermedad?

Los relojes, por ejemplo, siento que simbolizan una suerte de tiempo que se escapa entre los dedos o que se detiene y ya no es reconocible. Por otro lado, los espejos son reflejo y espanto, lugar del desconocimiento para alguien que pierde la memoria. Allí se confunde la identidad y nos desconectamos de nosotros mismos. Ambos objetos son pruebas tangibles de cómo el alzhéimer altera nuestra relación con lo más esencial: el tiempo y nuestra propia imagen. Si los relojes son el tiempo que se fragmenta y se desmorona, los espejos amplifican la desorientación y se convierten en espacios de confrontación con lo que ya dejamos de ser.

También me llamaron la atención dos conceptos: los escombros y los naufragios, ¿Qué le representan?

Después del derrumbe quedan los escombros, y no solo pasa con las construcciones, sino con la vida. Los escombros contienen pedazos de historias y son la prueba concreta de todo que cayó en una demolición. Los naufragios son de alguna forma el hundimiento inevitable ante el peso del deterioro. En ambas situaciones hay algo irrecuperable para siempre. Sin embargo, en ambos casos hay una fuerza, una especie de redención donde siempre hay algo por rescatar para que sobreviva. Quizás eso que queda por rescatar es lo que busco a través de la poesía, además porque en derrumbes y naufragios también hay belleza.

¿Cuál es el lugar de la noción de lo fantasmagórico respecto a las enfermedades como la demencia, el alzhéimer…?

En una enfermedad como el alzhéimer, donde se desdibujan los límites de lo real y lo imaginario, se confunden todo el tiempo los pocos recuerdos que quedan. Se convierten en una suerte de fantasmas que habitan el pasado y el presente, donde los ecos, algunos rostros que se diluyen, se convierten en proyecciones de lo que se teme perder y de lo que ya no se puede recuperar. La desmemoria es la casa ideal para los fantasmas que regresan o permanecen. Habitan los silencios, los espacios vacíos, y dialogan con los fragmentos de lo que fuimos.

Usted pone en relieve otros aspectos que seguramente son una constante en la vida de quienes padecen este tipo de enfermedades: la culpa y el remordimiento. Cuéntenos sobre la manera en que los trabajó en estos poemas.

A lo largo del libro aparecen la culpa y los remordimientos como asuntos transversales. Olvidar un rostro, perderse en la propia casa o sentirse una carga para la familia son temas que generan culpas al comenzar la enfermedad y cuando todavía hay conciencia. Todo eso se mezcla con otras emociones y se confunden en la medida que la enfermedad avanza. Al final, la poesía es un lugar de reconciliación o de perdón.

Usted también habla de una insistencia en el olvido, como Jorge Gaitán Durán lo hizo en la tristeza. ¿Quiénes nutrieron la escritura de estos poemas?

Primero que todo, las conversaciones, recordar esas conversaciones con mis abuelas antes de que perdieran la memoria. Luego volver a los álbumes familiares para que las imágenes me devolvieran la atmósfera y el color de una época. Leí muchos textos científicos, pero tenía claro que no buscaba ampliarlos, sino que quería escribir un libro de poemas. Leí poetas que han trato el tema del olvido y la memoria y recibí recomendaciones de amigos que me prestaron libros y me mostraron autores indispensables. El libro recoge algunos epígrafes de varios de ellos como Coral Bracho, Eliseo Diego, Tamara Kamenszain, Silvina Ocampo o Jorge Fernández Granados, entre otros. Vi películas conmovedoras y escuché canciones y bandas sonoras que acompañaron la escritura del libro. Las conversaciones con la editora Claudia Gallego enriquecieron la estructura del libro, pero lo más importante fue recuperar esa tradición oral y esa “lengua abuela” de la que habla la poeta argentina Katya Vázquez Schröder, quien escribió unas generosas palabras en la contraportada. Cada poema, de alguna forma, es un eco de todas esas influencias, un testimonio de gratitud.

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