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Entre lo esperado y lo inesperado, tres eventos vinculados con la música me han generado variadas y profundas reflexiones en días recientes: el debut en México del pianista japonés Nobuyuki Tsujii, una obra que no escuchaba en vivo desde su estreno, hace poco más de cinco lustros, y la muerte de la Maestra Eugenia Revueltas.
Una vez más, ha sido gracias al apoyo del Patronato y la Sociedad de Amigos de la OFUNAM que esta orquesta pone su pica en Flandes, al presentar solistas cuyos honorarios resultan inalcanzables para las demás orquestas, dados los recortes presupuestales y las trabas burocráticas, cada vez más absurdas y complejas, impuestas por este gobierno tan insensible a los vericuetos del quehacer cultural.
Me reconozco seguidor de Tsujii desde 2009, cuando ganó el prestigiado Concurso Van Cliburn. Cómo olvidar la interpretación que, en diversas etapas del certamen, realizó de los seis primeros Estudios Op. 10 de Chopin y de la Sonata Hammerklavier, de Beethoven. En aquella edición del Van Cliburn imperaron los pianistas asiáticos: la coreana Yeol Eum Son se llevó la medalla de plata, y la de oro la compartieron Tsujii y el chino Haocheng Zang, quien acabó opacado por nuestro reciente visitante, y no porque tocara mejor, sino porque, mediáticamente, llamó más la atención por su discapacidad.
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Al igual que la cantante, compositora y también pianista Marie Therese von Paradis (1759-1824), austriaca célebre por alternar con Mozart, Haydn y Gluck, y que la acapulqueña Gaudelia Díaz Romero (1964), mejor conocida como Crystal, a quien recordamos por llegar a la final del Festival OTI en 1982 cantando Suavemente, Tsujii (1988) es ciego y un insuperable ejemplo de que no hay limitación que impida alcanzar meta alguna. Por difícil o imposible que parezca… como el Segundo Concierto para piano, Op. 16, de Prokofiev, obra elegida para su presentación el fin de semana pasado, con la orquesta universitaria, bajo la dirección de Sylvain Gasançon.
Asistí al concierto del domingo 26, y tras el estreno en México de Pago a la tierra, una piececita de Jimmy López (1978) que enarbola la virtud de la brevedad, Tsujii entró al escenario del brazo de Gasançon, quien le guio hasta el piano. A partir de ese momento, Tsujii fue el dueño absoluto de la escena. Pocos conciertos hay tan demandantes como éste. Su cadenza es legendaria por sus monstruosas dificultades. Tantas, que más de un pianista la ha “editado” a su conveniencia, haciéndole cortes aquí y allá, además de simplificarle más de un pasaje… y aún así, acaban por no atinarle a todas las notas.
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No fue el caso: Tsujii impresionó con su dominio absoluto del teclado durante el Andantino, dio cátedra de articulación en el Scherzo, de contrastes dinámicos durante el Intermezzo y, en el Finale, mantuvo ese tempo “tempestuoso” marcado por Prokofiev que más de un intérprete ha tornado en bucólico, dado el riesgo implícito en los constantes y muy riesgosos saltos que llevan abruptamente las manos del intérprete de un registro a otro del teclado. Un fraseo terso, pulso imperturbable y un sonido redondo y contundente son otras de las virtudes de Tsujii, que, sumadas a su portentosa destreza mecánica, desatan merecidísimas ovaciones, a las que correspondió con un par de encores: La Campanella, de Paganini-Liszt –su caballito de batalla- y la Danza del Hada de Azúcar, de El Cascanueces de Tchaikowsky, y me cuentan que, la noche anterior, bisó con el Precipitato de la Séptima Sonata de Prokofiev.
Tras escuchar una rutinaria versión de La Consagración de la Primavera que le habría causado más de un entripado a Stravinsky de oír que, en más de una ocasión, la orquesta arpegió lo que él tan precisamente escribió como acordes secos, salí de la Neza cuestionándome por qué un intérprete tan fabuloso como el que acabábamos de presenciar me había impactado tanto, pero… musicalmente, no me cimbró; llegué a plantearme que, si yo también fuera ciego, me admirarían su destreza mecánica y todos los méritos ya enumerados, pero, en estos tiempos, que si algo sobra son pianistas de altísimo nivel, la suya no sería la versión con la que me quedara de esta obra.
Sin demeritarle un ápice, antes optaría por alguna de las grabaciones de Bolet, o de Ashkenazy, Lupu (quien también ganó el Van Cliburn tocando este mismo concierto), Zak o Postnikova, que han logrado algo más que Tsujii: conmoverme. Y es que, aún ante una versión objetivamente irreprochable, siempre podremos decantarnos por otra gracias a una respiración diferente, o a un matiz… casi imperceptible. He ahí la grandeza de la música.
Al día siguiente acudí a ese maravilloso “oasis” que es el Centro Cultural Roberto Cantoral para escuchar el concierto inaugural de las Jornadas INBAL-SACM. Tras ocho horas varados en la carretera por el bloqueo del “sin maíz no hay país”, finalmente pudieron llegar los músicos de la Orquesta Sinfónica de Michoacán que dirige Enrique Diemecke para ofrecer un programa conformado con cuatro obras, tres de ellas, de autores michoacanos: Los cuatro convidados, de Paulino Paredes, La montaña de las muchachas, de Gerardo Cárdenas y, para cerrar la velada, las Tres cartas de México, de Miguel Bernal Jiménez. Previo a esta obra, Diemecke incluyó su suite Die-Sir-E, a cuyo estreno acudí en el Palacio de Bellas Artes, cuando él era titular de la Sinfónica Nacional, el viernes 6 de noviembre de 1998.
Antes de interpretarla, Diemecke contó que le habían encargado componer esta pieza para describir el partido con el que Francia derrotó 3-0 a Brasil en el Stade de France, equipo contra el que jugó la final de aquél Mundial el 12 de julio de 1998. Se trata de uno de los pastiches más afortunados que ha orquestado el Maestro Diemecke: incorpora desde muy reconocibles pinceladas del can cán de Offenbach, fragmentos de L’Arlésienne de Bizet, la Floresta do Amazonas, de Villalobos y, entre muchas obras más, el legendario Dies Irae medieval, en torno al cual se teje este lúbrico entramado que transita del júbilo, en que los ritmos de samba y batucada se hacen presentes, hasta otros de contrastante distención. Además, músicos y público participan haciendo “la ola” a indicaciones de un concertador tan perspicaz que, ya instalado en el papel del árbitro, acaba trocando la batuta por el silbato.
Lo que Diemecke no contó, fue que el título es una ingeniosa deconstrucción con la cual rinde homenaje a la memoria de nuestro querido Eduardo Neri, que fue su pareja por más de una década. Evocar a alguien tan agudo, chusco y divertido de manera tan dichosa, no pudo conmoverme más, y lo que son las cosas: esa noche, falleció mi muy querida y entrañable Eugenia Revueltas, a cuyo lado disfruté este 19 de septiembre el último concierto al que asistió, y tras el cual me insistió en lo mucho que teníamos que platicar, pero, eso, será motivo de una próxima entrega.
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