A mi mesa llegan tres libros por diferentes vías: No entiendo a las mujeres. Cuentos y relatos (México: Colofón, 2014), de Gina Zabludovsky Kuper; Padre Ángel. La humildad y la rebeldía (Barcelona: Planeta, 2017), de Lucía López Alonso, y Cuando ellas (Valencia: Pre–textos, 2025), de Guadalupe Arbona.

Las tres coinciden: muy buena prosa, realismo y mundo contemporáneo. Soledad.

“Para muestra basta un botón”, y de botones se va llenando mi ánimo. Leo muestras de los tres libros mientras avanza el verano: ando por mis lecturas bajo un calor extremo, ya que no extremeño. A veces el Sol de España arde y aturde al punto de ser violento.

¿Los climas difíciles como que nos angostan el tiempo y nos acortan el espacio? Las dos guerras mundiales y la guerra incivil comenzaron en julio, en agosto, un primero de septiembre. Las conflagraciones suelen deberse a cuestiones de espacio, como si la mente se asfixiara y el cuerpo golpeara a ciegas buscando expandirse. ¿Los climas radicales parecen robarnos aquel espacio calcinante o helado por el que ya no podemos ir a nuestras anchas?

Queda el refugio de la lectura bajo techo.

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Lucía López Alonso y el Padre Angel. Crédito: epostgrado
Lucía López Alonso y el Padre Angel. Crédito: epostgrado

El primer escrito de Cuando ellas, “El quiosco verde”, nos cuenta la historia de Sol. La prosa es de acero, es un bisturí preciso y paciente. En nuestras sociedades vertiginosas, hay espacios y tiempos donde más nos vale ser pacientes: por ejemplo, los quirófanos, los consultorios. Vieja es la observación de que los respectivos padres de Gustave Flaubert y de Marcel Proust eran médicos. El padre de Cervantes era barbero y sangrador. Y los hijos le practicaron una cirugía mayor a la sociedad de su correspondiente época. “El quiosco verde” es la vivisección de un pequeño sitio de una España vacía o vaciada, que no está del todo vacía, aunque sí exhibe una soledad que busca acompañarse.

La prosa de Guadalupe es cirugía paciente y nos invita a ver lo que casi nunca vemos: los matices de la realidad.

Por allí pienso en Carson McCullers: El corazón es un cazador solitario y La balada del café triste. Pero todos estos nombres son evocaciones mías. La prosa de la autora no tiene por qué necesitarlos, aunque un estilo auténtico presupone siempre cientos de lecturas muy bien destiladas.

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Un epígrafe del libro es de María Zambrano: “Los bienaventurados nos atraen como un abismo blanco.” Sol, heredera de un quiosco de chuches y chucherías, tiene una fuerza interior que atrae a Laura, la alcaldesa del lugar. No se trata de una atracción sexual, sino anímica, como si Sol poseyera una bienaventuranza muy especial. Ha heredado de su abuela el quiosco con el que se gana la vida. Cuando su abuela muere, Sol la abraza durante dos días para ver si le insufla vida de nuevo. Laura y alguien más (Moncho, el del bar donde Sol limpia y se asea) logran separarla. Laura argumenta muy bien con una sola frase: “la alegría de su abuela […] sería que ella continuase lo que le había enseñado” (p. 30).

Hay soledad en los tres libros. Se trata de un hilo conductor, y una parte de la bienaventuranza de Sol consiste en que sabe sortearla:

Todo el mundo cree que somos dos solitarios, pero no nos sentimos abandonados. Nos acompañamos. Él desde su bar, yo desde mi quiosco.

Es verdaderamente extraño que a pesar de todo no se sientan solos [observa Laura]. Yo sí me siento sola, por eso busco a Sol. Me da algo obstinado. O indómito. O las dos cosas, pero sin aspavientos, de manera silenciosa, con su mismo vivir (pp. 14–15).

Y de pronto Sol se desaparece. Laura entra en su casucha, donde se acumulan la basura y un olor “como a leche fermentada”. El final del cuento (o novela corta) es perfecto.

Guadalupe Arbona nos presenta personajes que parecen personas. Lucía López Alonso nos presenta personas: narra historias de seres humanos a quienes la colosal obra del padre Ángel ayuda y visibiliza. Un pasaje de “El quiosco verde” nos da una clave:

––La delgadita es distinta a las demás. ¿La has visto?

Claro que la he visto y sé algo de su historia (p. 33).

Vemos. Y, con un poco de suerte, sabemos “algo de” la “historia” de la persona a la que vemos. Esta tensión entre imagen, escena e historia se agudiza en las calles. Es que entonces vemos imágenes como ráfagas, escenas como vértigos. Y muy pocas veces pensamos en las historias detrás de las imágenes y las escenas. El libro de Lucía López Alonso nos muestra botones de vidas con las que nos topamos en las calles y frente a las cuales pasamos sin detenernos. Una leyenda en el templo de San Antón, en Chueca, Madrid, observa que el papa Francisco pedía perdón por todos los cristianos que al ver a alguien sufriendo miraban hacia otra parte. El libro nos impulsa a no ver hacia otra parte. Quiere enseñarnos a ver hacia esta parte, hacia la parte de lo real.

La historia de Almudena es un paradigma: trabajó en una oficina muchos años y de pronto una serie de circunstancias desencadenadas la dejan viviendo en la calle (entre las circunstancias se encuentra un hombre que la golpea hasta dejarla en coma y mandarla al hospital). De allí la rescata una red en la que el padre Ángel es fundamentalísimo: a partir de él una serie de personas se apoyan para recuperar la dignidad de la vida y vencer la soledad. El libro tiene pasajes poéticos que seguramente se desprenden de la enorme capacidad para la empatía por parte de la autora y del padre.

Espigo el breve cuento “Lupe”, de No entiendo a las mujeres. En un solo párrafo de dos páginas, la autora nos presenta la semblanza de una trabajadora doméstica un día cualquiera, que sintetiza una vida entera. Hace mucho que no veía yo el recurso del texto literario de un solo párrafo. El apando, de José Revueltas, escrito en la cárcel, es una novela corta sin un punto y aparte. Por ausencia de ellos, recordamos o aprendemos que los puntos y aparte son un descanso para la vista y son como una ventana para respirar. Pero estos dos textos no quieren que volvamos la mirada hacia ninguna parte que no sea el texto mismo. Lupe deja hijo y familia en su pueblo y en la capital apenas puede comunicarse con su patrona. Está sola. Encuentra refugio en las telenovelas. La identificación entra en juego: una protagonista vive lejos de su hijo, como Lupe.

Seguiré leyendo los tres libros en verano. Ya puedo imaginarme, por proyección y punto de fuga, el calor que debe hacer en el Cercano Oriente por estas fechas.

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