Más Información

Tras viaje a Palestina, Noroña comparte cifras de alcaldes asesinados con Calderón y Peña; destaca el "asesinato" de dos secretarios de Gobernación

Sheinbaum acusa a Salinas Pliego de politizar asesinato de Carlos Manzo; es porque no quiere pagar impuestos, dice

Molotov dejó de ser relevante, afirma José Ramón López Beltrán tras insultos a la 4T; “de flojera críticos desubicados”, dice
Nunca terminará la polémica en torno al marqués de Sade. ¿Fue el oprobio del Antiguo Régimen, la prueba sin mácula del horror que una mente literaria puede concebir, o la suya fue, por antífrasis, la denuncia brutal de las costumbres aristocráticas y el llamado licencioso a la libertad natural? Camus, Paz (Sade fue un enemigo del amor, al cual consideraba una quimera tan nefasta como Dios, dijo) y más recientemente Onfray, han visto en Sade al precursor de los campos de concentración, al torturador que todo lo practica y todo lo autoriza, a la más sombría de las conciencias humanas, mientras que Saint–Germain–des–Prés, en el corazón de París, lo endiosó a lo largo del siglo XX, desde los linajudos Noailles a Blanchot, de Buñuel a Barthes, de Le Brun –que llegó a considerarlo el mayor escritor francés de todos los tiempos– a de Beauvoir.
Los surrealistas y los existencialistas le rindieron ese culto, pero quienes actualmente abogan por la prohibición de la pornografía como la exaltación de la suprema violencia contra la mujer, siguen exigiendo su censura. Pasolini, en Salò (1975) denunció al marqués como fascista. Foucault abandonó, furioso, la sala de cine. ¿Quién tuvo razón?
Lee también: El arte de Leonora Carrington alimenta deseos: entrevista a Lena Vurma y Thor Klein

Pocos en verdad, se han alejado de la encrucijada. Cioran dijo que el llamado Divino Marqués, fue un caso aislado, sin precedentes y sin futuro (en efecto, no hay película pornográfica o videojuego que pueda abarcar las seiscientas “pasiones”, como llamaba Sade a sus transgresiones, postuladas por él). Breton se fue por la tangente y lo incluyó en su antología del humor negro, y algunos (me incluyo) notan la contradicción entre un escritor de folletones bastante rudimentario, que repite la misma fórmula una y otra vez por carecer de imaginación y, a la vez, es el dueño de la mente, por sistemática, más tenebrosa.
Leer toda la obra de Sade (1740–1814), aburre: tras excitar y escandalizar, la repetición abruma y acaba dando igual leer Justine, o los infortunios de la virtud (1791) que Aline y Valcour, o la novela filosófica (1795) o la Historia de Julieta, o las prosperidades del vicio (1801). Pero Sade siempre inquieta, haya sido el genio del mal o el espíritu de la libertad, o ambas cosas, epítome de la Revolución, habiendo sido el último preso en salir de La Bastilla antes del 14 de julio de 1789.
En diciembre de 2017 el Estado francés compró el manuscrito original de Los 120 días de Sodoma, o la escuela del libertinaje (1785), al considerarlo tesoro nacional y lo mandó resguardar en la Biblioteca Nacional de Francia (BNF), ante la satisfacción de quienes siguieron la aventurera historia del llamado “rollo de la Bastilla” y ante la repulsa, también, de quienes consideraron “otro crimen”, gastarse cinco millones de euros en adquirir esa “inmundicia”. Michel Delon, editor de las Oeuvres, de Sade, para la Pléiade de Gallimard, procura, en La 121e journée. L’incroyable histoire du manuscrit de Sade (Albin Michel, 2020), dar una visión equilibrada y objetiva tanto de Sade como de su obra, sin faltar al tema del libro, ese manuscrito enrollado escrito en una celda por un aristócrata libertino encarcelado.
Lee también: Guerra en Gaza: testimonio de una catástrofe anunciada

Hace bien Delon en dar el contexto. A principios de 1968, él era un joven investigador francés decidido a estudiar a Sade, cuando no ha estallado el movimiento de Mayo, con sus efectos libertarios; la educación superior es autoritaria y decimonónica; la contracepción sexual, es una novedad y se gana el derecho al voto a los 21 años; el aborto es un delito (lo será hasta 1975) y la homosexualidad, aunque tolerada desde 1791, sufre de las suficientes causales como para ser considerada un crimen. Pese a los esfuerzos de Jean–Jacques Pauvert (1926–2014), no sólo su biógrafo, sino el editor que ganó en 1958 un juicio de diez años de duración para poder publicarlo, en 1969 la obra de Sade era de difícil acceso para un estudiante, concluye Delon.
Muchas librerías preferían no venderlo, las escasas ediciones de bolsillo se agotaban, la piratería ofrecía ejemplares sin el menor rigor académico y en las bibliotecas públicas lo guardaban en fondos reservados para cuyo acceso se requería de permisos especiales, que en algunas ocasiones –se olvida con frecuencia que la mitad de Francia es católica y conservadora– le eran negados a los estudiantes. Su propio director de tesis, a Delon, le sugiere prudencia y, sobre todo, no apasionarse. Mantener la objetividad científica, aunque ya para entonces Barthes había dicho que la mierda escrita no huele a nada.
En ese ambiente, confiesa Delon, no era extraño que Sade fuese leído como aquel quien, nietzscheanamente, transvaloraba todos los valores. Empero, no se dejó apasionar. No sólo La 121e journée. L’incroyable histoire du manuscrit de Sade, sino toda su obra erudita en torno al marqués, es un ejemplo de ponderación e imparcialidad. Delon empieza por lo primero; no sólo la época de Sade, sino la obra de sus contemporáneos, sobre todo la de Jean–Jacques Rousseau, porque los trabajos sadianos pueden verse como el espejo invertido de los del autor de Julia, o La nueva Eloísa (1761): ambos exaltan el estado de naturaleza y condenan a la sociedad. Filosóficamente, son hermanos–enemigos. No concede Delon demasiada importancia a la vida de Sade, tan inmoral y atrabiliaria como la de tantos nobles de entonces, y sí, a sus prisiones, que lo convierten en un enemigo de Dios y del Rey, un ateo furibundo que aplaude una república y un imperio cuyo puritanismo (originado precisamente en Rousseau) lo tratará igual o peor que la monarquía.
Al mismo tiempo que va explicando la orgía reglamentada en el castillo de Silling por cuatro libertinos y cuenta la travesía del manuscrito escrito en un rodillo de papel de Holanda –formato que se presta a la interpretación de la interpretación y que volvió heroica la labor de esconderlo–, Delon narra la historia paralela, la de la normalización de Sade, quien primero fue una excentricidad de aristócratas adinerados o de coleccionistas muy excéntricos, como Maurice Heine, el primer verdadero erudito en Sade, quien estrictamente hablando, lo descifró. Un Sade normalizado, tras 1968, publicado en la mismísima Pléiade, ¿no perdería acaso todos sus poderes?, dijo Lindon, el editor de Beckett, muy preocupado. ¿Por qué no, de una vez, al Panteón?, preguntó, irónico, el bromista Sollers.
Delon no rehúye los temas propiamente sadianos (el sadismo es otro asunto) como la entronización de la sodomía como la antinaturaleza o el desperdicio del semen como el tributo ofrendado por Sade a una humanidad que, en su opinión, no debe reproducirse. Su libro termina con los festejos del bicentenario de su muerte en 2014 y la compra estatal del manuscrito.
Al final, Michel Delon se permite un comentario personal. Si he encontrado, dice, una metáfora del castillo de Silling fue acompañando a la mujer amada a hacerse las quimioterapias requeridas para la cura de su cáncer. En el hospital, afirma, la vida y la muerte están tan reglamentadas como en Los 120 días de Sodoma. Lo dejo a juicio del lector del marqués de Sade.
Noticias según tus intereses
[Publicidad]
[Publicidad]











