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Hace muchos años en los albores del ya desgastado siglo veintiuno, me pidieron escribir para el suplemento Letra S un artículo sobre cómo las lesbianas se “descubrían” a sí mismas, cómo se daban cuenta de su “orientación” o bien de qué forma, habiéndolo sabido siempre, un día se atrevían a “abrazarla” (las comillas reflejan los conceptos que me fueron dados con la intención de ayudarme a construir el texto y que, más bien, amplificaron mis dudas). Yo no sabía nada de “las lesbianas”, sólo que somos millones y que sería imposible, además de irrespetuoso, englobar sus distintos procesos, así como las situaciones personales y sociales que impulsaban, retardaban o impedían tales “descubrimientos”. No conocía sus historias y tal pretensión me generaba una especie de dolor pulsátil cada vez que intenté cumplir con la tarea. Veinte y más años tarde, me sucede lo mismo con los conceptos de “realidades lesbianas en México” y también con el de “literatura actual” porque yo, como cualquiera, estoy sesgada por la historia subjetiva y única de mi mismidad. En ese entonces, después de varias versiones, pude construir una reflexión honesta a la que titulé a propósito “Así me pasó a mí”, hoy, refrendando una postura tempranamente descubierta, vuelvo a hablar desde ese lugar sin presumir sea el de todas.

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Desde que las mujeres comenzamos a escribir lo hicimos para que otras supieran que eso era posible, para dejar bandera sobre alguna cumbre conquistada y decirle a las demás “esto no lo hizo un señor". Para las lesbianas, más aún, la búsqueda del propio linaje es no sólo una ratificación de existencia y validez, sino el atrevimiento supremo: dejar testimonio de un amor y un deseo prohibidos. Para el mandato heteropatriarcal, las lesbianas somos el más peligroso de los quiebres, la posibilidad de la fuga masiva de las esclavas que sostienen su sistema. El mandato misógino -pagado de sí- ha querido creer que las mujeres ni sienten deseo ni son dignas de amor y la supremacía masculina no soporta vernos completas, en intelectualidad y agencia, gritando a los cuatro vientos (o tres mil ejemplares) que una mujer sin hombre es como un pez sin bicicleta[1]... Aquí estamos, en este mismo país de “por mujeres como tú hay hombres como yo” publicando cada año un libro más, una antología más que contraviene y desestabiliza ese poder.
Llegué a las letras lésbicas nacionales cuando apenas existían una decena de libros y autoras y siendo yo la que soy, no tenía la menor idea. En 2005 publiqué mi primer libro lésbico[2] con la beca de un concurso que lanzó una discoteca gay, tenía veinticinco años, el corazón roto y la fantasía de que mi colección de cuentos era sólo la más nueva entre otros cientos acerca del tema. No supe lo que hacía. No sospechaba siquiera que esas palabras fragantes de mis veintipocos pudieran ser el sello instantáneo de un pacto que duraría toda la vida.
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Las lesbianas me acogieron. Compraron, leyeron y recomendaron mi libro, me invitaron a hablar en sus programas y a presentarme en sus espacios, me hicieron su compañera y me incluyeron rápidamente en el catálogo cultural de su naciente tradición. Las fui conociendo rápidamente, unas a través de las otras: activistas, académicas, documentalistas, empresarias, errepé, cabareteras, libreras, gestoras, comunicadoras y, por supuesto, las escritoras. Éramos cinco solamente las que representábamos todo lo escrito (ya he dicho que habían otras, pero no figuraban por cuestiones que no me toca ni averiguar ni explicar): Reyna Barrera[3], Rosamaría Roffiel[4], Gilda Salinas[5], Odette Alonso[6] y yo. Leíamos todas juntas, en parejas o tríos en distintos eventos lésbicos, feministas o elegebeteros. Presentábamos los libros de las demás e invitábamos a las otras en cada oportunidad. Yo era la más joven, en realidad la única joven del grupo y eso también hizo que fuera por mucho tiempo una especie de niña prodigio a la que las otras amadrinaban gustosas.
En esos años, colectivos LGBT, grupos gay, trans, bi y de derechos humanos también me invitaban a leer o charlar en sus círculos. Representé, prematuramente, a las escritoras lesbianas de nuestro país en muchas ocasiones porque, a decir verdad yo sólo había publicado cinco cuentos sáficos en un librito de autora, tan flaco que ni siquiera tuvo la dignidad de contar con un lomo. Sin embargo la poesía me salvaba, tenía yo numerosos poemas propios sobre el tema y conocía los de muchas otras (mexicanas o no). Con ese material mi amiga Chichis[7] y yo montamos un par de espectáculos en los que recitaba, acompañada de su guitarra, a Roffiel, a Sor Juana, a Peri Rossi, a Tatiana de la Tierra y con eso compensaba lo que creía era escasez de producción y no exceso de juventud.
En noviembre de 2005 en el Festival lésbico que organizaba Martha Cuevas en el Cabaré-Tito conocí en un mismo día a dos mujeres que serían fundamentales para mi vida y carrera: María Elena Olivera Córdova y Bertha de la Maza. María Elena Olivera estaba realizando la primera tesis sobre literatura lésbica en México[8]. Era la que más sabía, tenía relación con las autoras y, desde luego, todos los libros que puso a mi disposición desde el primer día. Bertha de la Maza abrió la librería, cafetería y foro cultural Voces en tinta donde impartí talleres continuos una vez por semana durante tres o cuatro años, presenté todos mis libros y los de mis estudiantes, participé en mesas y leí una infinidad de veces.
Durante la siguiente década, mientras nuevas voces se sumaban y algunas de las antes mencionadas reincidían, escribí y publiqué mi poemario, una colección de cuentos y una novela corta[9] de temática lésbica con la editorial Voces en Tinta. Aparecí en algunas antologías LGBT y lésbicas que se hicieron en Estados Unidos, España, Argentina y en el interior de la república, por invitación de alguna de las mujeres de mi siempre creciente red porque, además de escritora, era yo organizadora de fiestas lésbicas, locutora, editora de dos revistas y ajonjolí de cuanto encuentro, marcha, mitote, plantón, festival o coloquio se organizara.
Hubieron muchos, afortunadamente, realizados gracias a la pasión, trabajo y empeño de lesbianas organizadas y visionarias como Norma Mogrovejo, Odette Alonso, Elena Madrigal, María Elena Olivera Córdova, Martha Cuevas y Bertha de la Maza. En cada uno nos reunimos, dialogamos sobre distintos temas que nos afectan, leímos cuentos, poemas, testimonios, ponencias; soñamos realidades distintas y las llevamos a cabo con nuestros medios hasta donde nos fue posible. Después (lo más importante) compartimos mesa en algún café, restaurante o cantina y seguimos afianzando y creciendo los lazos que nos unen.
Con esto no quiero decir (inventar) que las lesbianas somos todas amigas de todas, mujeres ultrasolidarias, mejores que las demás, pero (por lo menos las escritoras y sus estudiosas a las que me ha tocado conocer) actuamos con consciencia del lugar que ocupamos en esta sociedad mexicana urbana de clase media[10] y hemos dejando sesenta y seis años[11] de testimonio literario de esta resistencia. Tal vez sea el motivo (los apenas sesenta y seis años, la clara noción de ser mal vistas y perseguidas) por el que las lesbianas recibimos a las recién llegadas con hospitalaria alegría; sabemos que los caminos de estas señoras o chicas han sido arduos antes de llegar y una vez llegadas, solo un poco menos, si están bien acompañadas.
En años recientes se publicaron dos antologías que reúnen una vez más escritoras, escrituras y visiones: Versas y diversas. Muestra de poesía lésbica mexicana contemporánea y Hasta que comienza a brillar. Antología de cuento lésbico mexicano. La primera, coordinada por Odette Alonso y Paulina Rojas, da cuenta de una manera de acercarse a lo lésbico a través de la convocatoria abierta. Alonso y Rojas lanzan una invitación para hacer su libro sin saber de antemano cuántas ni quiénes responderán a su llamado, así dieron la oportunidad a voces nuevas no solamente publicar, sino compartir créditos y presentaciones con escritoras consagradas.
Por mi parte en Hasta que comienza a brillar comencé por listar los cuentos que consideraba mejores dentro del corpus por mí ya conocido (el de las escritoras a las que había leído y el de las estudiantes a las que había tallereado) y una vez conseguidas esas obras y permisos (que constituyen más del setenta por ciento de la selección), busqué a autoras que, por su identidad o línea de interés pudiesen tener textos al respecto. A ninguna le dije de antemano el propósito de mis pesquisas, sino que leí el o los relatos que me enviaron y seleccioné o descarté en función de tres criterios: que estuvieran bien escritos, que no se empataran temáticamente con los que ya había elegido y que fueran explícitamente lésbicos. A la hora de elaborar el libro, la visión mía pretende ser histórica, sin embargo, cumple también con la façon de faire lesbiana: maestras del cuento y debutantes en un sólo y mismo tomo.
Ser y hacer de esta manera permite a la literatura lésbica, y a toda la socialización alrededor de ella, ser un constante tejer de redes, una pedagogía de la supervivencia y del gozo. Nuestros textos, apreciables en cada uno de los libros que conforman las notas al pie de este texto, en los muchos que aquí no he mencionado y en las dos antologías que sí, son un clamor de voces que se resisten a padecer y a desaparecer, crónicas de amistades, borracheras, comilonas, enamoramientos, encuentros y salidas de todo lo que huela a internamiento, celda o reclusorio.
La literatura lésbica busca liberarse y liberarnos de los aparatos que reprimen los cuerpos y las mentes de las mujeres y en oportunidades de revisitación como esta y otras que se me han presentado en años recientes (al elaborar mi curso Panorama de narrativa lésbica mexicana y al releer en voz alta las casi trescientas páginas de Hasta que comienza a brillar para la grabación de su audiolibro), lo que más me sorprende es lo divertida e inteligente que es su manufactura.
Las lesbianas de los cuentos y novelas escritos por mujeres en México no están detenidas en el miedo de ser ni en el conflicto con lxs demás, sus personajes, además de decisión y agencia, cuentan casi siempre con ingenio, autocrítica y un maravilloso sentido del humor. Las lesbianas de los cuentos bailan, cantan, caminan, leen, estudian, trabajan, viajan, escuchan música y casi nunca están circunscritas al escenario opresivo de la domesticidad forzada. Las lesbianas de la ficción se enamoran y sufren por amor pero encuentran en ello superación y aprendizaje porque saben que amar a las mujeres es evidencia plausible de su valentía. Las lesbianas de los cuentos, como las de carne y hueso, acompañan a otras mujeres en los sinsabores y decepciones de la vida porque las comprenden y las miran. Las lesbianas de los cuentos, besan, aman, seducen y le hacen el amor a otras mujeres y esto, más allá del disfrute erótico y estético que pueda brindar a sus lectoras, es un dispositivo político muy potente. Por eso considero que la literatura lésbica de nuestro país, a pesar de su cortísimo tiempo de existencia, brilla con luz propia, ofrece representación y visibilidad a un grupo que continúa luchando por sus derechos fundamentales, pero sobretodo ofrece una mirada de emancipación y dignidad para las mujeres todas.
[1] Frase feminista atribuída a Gloria Steinem
[2] Un encuentro y otros. Cabaré-Tito
[3] Luna plena, Siete lunas para Sandra, Sandra, secreto amor
[4] Corramos libres ahora, El para siempre dura una noche, Amora
[5] Las sombras del safari
[6] Con la boca abierta
[7] Chichis Glam, cantautora y performancera.
[8] https://ru.ceiich.unam.mx/bitstream/123456789/2890/2/Entre_amoras_web.pdf
[9] Cuerpo de mi soledad, Fotografías instantáneas, Crema de vainilla
[10] En México persiste un enorme silencio literario acerca de la vida y experiencia de lesbianas de los pequeños pueblos, rurales, suburbanas, indígenas, afro, migrantes y de las clases alta y baja.
[11] Fecha de publicación de Galería de títeres de Pita Amor, donde figura “Raquel Rivadeneira” primer cuento con una mujer lesbiana como personaje.