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Cae la noche. Entro en mi apartamento, donde no hay nadie.
Para estar a finales de abril, hace frío. Ya son las ocho. Tengo hambre. Mientras me preparo una ensalada, caliento el curry que sobró de ayer. Sentada a la pequeña mesa de la cocina, empiezo a cenar, un poco tarde. No oigo más que el tictac del reloj. Es sábado. Mi hijo, que desde ayer está en casa de su padre, volverá mañana por la noche.
Ha sido un día largo y agotador. Por la mañana he torneado un gran jarrón de ikebana en el taller que tengo en la cabaña. Por la tarde, al regresar a casa, he escrito cartas invitando a mi próxima exposición, prevista para principios de junio. Después he ido al centro cultural de la ciudad a dar una clase de cerámica.
Después de la cena, descanso en la sala de estar, viendo las noticias de la tele. Hablan de política local. Bostezo sin cesar. Tengo agujetas en los hombros. En lugar de darme una ducha, me decido por un ofuro.
Por fin, sumergida en el agua caliente, me relajo. Poco a poco el calor va penetrando en mi cuerpo, que está tenso. Aunque el día me ha dejado exhausta, me siento muy satisfecha. Pienso en el jarrón que he terminado esta mañana. Como su forma me recuerda a la de una campanilla, lo he llamado Suzuran. Esa obra será el núcleo de la exposición.
Me abstraigo meditando con los ojos cerrados. Me viene a la memoria una escena de mi infancia. Voy en bici por el campo para ir a ver a mi abuelo paterno.
Le apasionaba la cerámica, y tenía su propio horno de leña. En su cabaña modelábamos juntos objetos cotidianos, como tazas para el té, boles para el arroz y platos. Yo le ayudaba a partir leña y observaba sus kamataki. Él me quería como a la niña de sus ojos y me animaba: «Anzu, tienes mucho talento para este arte. Persevera. Serás una ceramista famosa». Murió cuando yo tenía quince años.
No concibo mi vida sin la cerámica. Cuando amaso la arcilla con las manos y voy dando forma a una pieza, me olvido de todo lo que sucede a mi alrededor. Después, cuando saco una obra del kama, me siento muy emocionada, también aliviada, como si acabara de dar a luz. Conmovida por los motivos que el fuego de leña ha creado al azar en la pieza, enseguida empiezo a madurar un nuevo proyecto.
«Elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un solo día de tu vida», dijo Confucio. Cuánta razón tenía.
Calentita y relajada, me pongo un pijama limpio, recién lavado. Tengo sed. Voy a la cocina a tomarme un vaso de agua y luego entro en mi habitación. Ya son más de las diez. Sentada en el tocador, me pongo crema en las manos y luego en la cara. Me observo. Los brazos se me han vuelto firmes debido a un trabajo tan físico. Cualquiera diría que soy masajista. Sin maquillaje, mi cara parece la de una estudiante, y eso que tengo treinta y cinco años. Para una japonesa, tengo los ojos, la nariz y la boca de un tamaño mediano. No soy muy guapa, pero creo que fea tampoco.
Cuando me divorcié, mi hijo Toru tenía siete años. Ahora tiene diez. Yo tengo la custodia, y va a casa de su padre cada dos fines de semana y cuando hago mis kamataki. Al principio, el divorcio le afectó mucho. Me daba lástima, y aún me la da. Afortunadamente, poco a poco ha ido acostumbrándose a la nueva situación. Al parecer se lleva bastante bien con la novia de su padre. Y ahora hasta bromea: «Mamá, aún eres joven. Si te buscas un novio, a mí no me importará».
De hecho, la gente de mi entorno intenta organizarme un miai o invitarme a un gokon, pero siempre esquivo sus amables intentos diciéndoles: «Lo siento, estoy demasiado ocupada».
Me miro en el espejo. Mientras me peino el cabello, muy oscuro, recuerdo las amargas experiencias que he vivido: mi primer amor me dejó de repente por otra chica, y mi exmarido tuvo una amante.
Mi mano se detiene un momento. Me digo: «¿Qué me faltaba?», me pregunto. «¿O quizá fue culpa mía, por elegir hombres como esos?» Parafraseo con ironía el dicho de Confucio: «Escoge a un hombre que te ame solo a ti y no tendrás que preocuparte ni un día de tu vida».
Mi hermana, Kyoko, es dos años mayor que yo. Nunca se ha casado, y tampoco tiene intención de hacerlo. Es inteligente, guapa y seductora, así que no le faltan pretendientes. Ella es quien abandona a los hombres con los que sale. Me dice: «Anzu, seguramente hay alguien especial para ti. Pero ¡es que tú estás casada con tu arte!». Y con su excelente acento, cita un proverbio en inglés: «If you run after two hares, you catch neither».
Probablemente tiene razón. Vuelvo a bostezar. Al final me deslizo en la cama fría y me acurruco bajo la colcha. Vuelvo a pensar en mi jarrón de ikebana, que hoy me ha dado una enorme satisfacción. Mientras me adormezco, susurro:
Me llamas sin voz,
como una campanilla muda.
Aun así, ¡yo te oigo, Suzuran!
Te amo desde siempre,
desde antes de que naciera.
Al día siguiente me despierto hacia las diez. La semana ha sido intensa y he dormido profundamente; me siento muy bien. Es domingo. Comeré en casa de mis padres y después daré un paseo por la playa. Mi hijo volverá a casa hacia las ocho de la noche. Hace buen tiempo, lo disfrutaré toda la tarde.
Mientras me tomo un café en la cocina, me telefonea S., una amiga del instituto. Está casada, tiene dos hijos. Hasta hace poco era maestra de primaria. Vivimos en el mismo barrio.
—Anzu — me dice—, te llamo para recordarte el próximo encuentro de exalumnos. Te ha llegado la invitación, ¿verdad?
—Me ha llegado, sí, gracias.
Continúa añadiendo detalles. Es un evento que organiza con su marido desde hace tres años. La escucho sin demasiado interés. En el instituto no hice ningún buen amigo, nunca he participado en esos encuentros.
—¿Te acuerdas de Akira Z.? — me pregunta.
¡Akira! Jamás podría olvidar ese nombre: fue mi primer amor, el que me dejó por otra chica. Mi amiga S. no conoce la historia. Nunca le hablé a nadie de ese chico, excepto a mi hermana, que luego nos invitó a una de sus fiestas. Respondo en tono irónico:
—¡Claro! Era guapo, y muy avispado, el preferido de los profes.
Ella se ríe. En nuestro instituto había cuatro clases por curso: una de ciencias y matemáticas, y tres de estudios generales. El marido de S. iba a la primera, y Akira, S. y yo cursábamos estudios generales, pero en clases distintas.
—Te lo comento — me dice— porque el otro día me lo encontré en la calle. Pasaba por aquí para visitar a sus padres.
—¿Qué hace ahora?
—Es abogado y tiene un despacho en Tottori.
Recuerdo que logró entrar en la universidad de O., en la prefectura vecina, famosa por su Facultad de Derecho.
—¿Y cómo estaba?
—No ha cambiado mucho — responde mi amiga—. Solo que lo he notado un poco deprimido.
—¿Deprimido?
—Hace poco que se ha divorciado.
—Qué pena. ¿Tiene hijos?
—Sí, una niña de siete años. El encuentro no le entusiasmaba, igual que a ti. Pero cuando se ha enterado de que una cuarta parte de nuestros compañeros están divorciados, ha cambiado de opinión, bromeando: «¡Es alentador!». Le sorprendió
que tú también te hubieras divorciado.
—¿Estás organizando un gokon para todos estos fracasados? — la pincho.
—¿Por qué no? Es una buena ocasión para encontrar un futuro marido.
Me parece estar viendo a Akira. Era un chico con buena planta. Le apasionaba jugar al rugby. Siento un regusto amargo.
S. insiste:
—Por entonces yo pensaba que tú y Akira seríais una pareja ideal.
—¿Perdón?
—Según mi marido, a Akira le interesaban las chicas creativas e independientes. Como tú.
—Pero no le interesaba cualquier chica. Seguro que tu comentario le ofendería.
—Anzu, hoy estás un poco sarcástica.
Yo no replico.
—Este año acudirá mucha gente — continúa—. Me encantaría que te animaras. El ambiente es muy agradable.
—Me lo pensaré.
—No te olvides de que el encuentro es el último domingo de mayo — dice, para concluir—. Dime algo cuanto antes.
Por fin cuelga. El café se ha quedado tibio. Lo recaliento en el microondas y me lo llevo al balcón. Sentada en una silla de plástico contemplo el cielo, en el que no hay ni una sola nube. El sol de primavera me envuelve suavemente. Cierro los ojos y vuelvo a ver el rostro de Akira. Me digo: «Está divorciado...». Me pregunto si su exmujer será la chica por la que me dejó. Probablemente no. Solo estábamos en el instituto. Y aún recuerdo cuando ese chico me robó el corazón.
En nuestro instituto, en otoño se celebraba la fiesta de la cultura japonesa. Los alumnos presentaban obras de las más diversas disciplinas: haiku, tanka, shodo, ikebana, origami, bonsái..., que se exponían en una sala durante una semana. El último día, los profesores de bellas artes y de kokugo anunciaban a los ganadores.
Yo iba a tercer curso. Había hecho un jarrón de cerámica. Era un yakijime. Mi obra, de colores oscuros, no llamó la atención de los alumnos, pero fue muy apreciada por los profesores. Un día, durante la exposición, vi que Akira lo observaba atentamente. Oí que les decía a sus amigos, como un viejo sabio: «Este jarrón sabe muy bien para qué servirá. Sus colores sobrios realzarán cualquier flor. Su forma es sencilla pero sólida, original y muy elegante».
Una brisa fresca me acaricia la piel. Alzo la vista hacia el cielo azul. ¿Recordará Akira mi jarrón? Al final gané el premio a la excelencia, pero lo que más me conmovió fue su comentario. Cada vez que lo recuerdo, olvido la amargura que me dejó ese fracaso amoroso.
Vuelvo a la cocina con la taza vacía. Mientras la lavo, pienso: «Bueno, quizá vaya al encuentro».