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Tres detenidos en caso Silvano Aureoles suman denuncias por excesos y desvíos; uno de ellos, señalado por tener 32 escoltas
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Asesinan a Kristian Zavala, periodista de Guanajuato; Fiscalía asigna equipo forense y operativo para esclarecer el crimen
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Sheinbaum acusa “puro nepotismo y mucha corrupción” en el Poder Judicial; “jueces se dedicaban a liberar delincuentes”, dice
Ocurrió en 2011. Una mujer hablante de tzeltal llegó a la Ciudad de México y se ganó la vida haciendo tortillas y quesadillas cerca de un bar. Tiempo después, invitó a su sobrina a trabajar con ella. La chica, de 15 años, aceptó y emprendió el viaje.
Una tarde, la Procuraduría hizo un operativo para clausurar el bar, las autoridades tenían indicios de que en el establecimiento había trata de personas. En la redada detuvieron a 15 individuos, incluida la mujer indígena.
“A mí me tocó asistirla. Ella no entendía lo que estaba pasando. Lloraba y me decía: ‘Pensé que sería lindo traer a mi sobrina, y ahora tengo este problema’. Cuando me presenté con la Ministerio Público, me dijo que mi paisana era una tratante. Le pregunté: ‘¿Y eso cómo se justifica?’ Ella me respondió: ‘Por el simple hecho de que trajo a esta menor’. Se aprovecharon de su condición de mujer indígena, migrante y de que apenas hablaba español”, narra la intérprete María López Guzmán.
En las instalaciones de la Organización de Traductores, Intérpretes Interculturales y Gestores en Lenguas Indígenas (Otigli), María comparte algunos casos que ha llevado en sus más de 20 años como intérprete del tzeltal y, además, platica un poco sobre su vida: dejó su natal Tenejapa, en los Altos de Chiapas, cuando era una niña. Sus padres iniciaron el éxodo en busca de mejores oportunidades y se instalaron en Valle de Chalco, Estado de México.
María apenas conocía unas palabras de español, por lo que su bienvenida fueron las burlas. Una vez, un compañero de escuela golpeó a su hermano y trató de arrojarlo a las aguas negras del Canal de Chalco. —¡Cómo es posible que sigas hablando tu dialecto! —le decía. Sin embargo, sus padres, que también sufrieron discriminación, siempre le dijeron que no debía sentir pena por hablar tzeltal.
Ahora, en Otigli, ella encontró una familia más. “Reforcé mi identidad y me sentí identificada y aceptada. Sobre todo, cuando empecé a apoyar a mis paisanos que tenían algún tipo de problema con la justicia”.
Esa organización agrupa a personas de comunidades originarias que facilitan la comunicación entre indígenas y el sistema legal, también asesoran a las autoridades para que se consideren los sistemas normativos indígenas en la toma de decisiones judiciales. Quienes más solicitan el apoyo de Otigli son hablantes de náhuatl, mazateco, tzeltal, tzotzil, otomí y zapoteco.
María, además de intérprete, es perito cultural. El año pasado realizó un peritaje que aún la mantiene inquieta. El caso involucra a una joven guerrerense que caminaba por la carretera de Querétaro con un bebé en brazos. Funcionarios del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de las Familias (DIF) la llevaron a Ciudad de México y le abrieron un expediente, ahí registraron que padecía trastornos mentales, que era violenta, que no cooperaba para hablar y que, quizá, consumía drogas. Incluso, se indicaba que psiquiatras la tenían bajo medicamento controlado. Entre los documentos, había un papel adicional que decía: “Probablemente es una persona indígena. Hay que buscar a alguien que hable su dialecto”.
María continúa el relato: “Cuando la encontré en el búnker de la Fiscalía, le pregunté: ‘¿De dónde eres? ¿Qué lengua hablas?’. Respondió con duda: ‘De Ayutla’. Como hay un Ayutla en Oaxaca y otro en Guerrero, dije: ‘de ¿Ayutla de los Libres?’. Asintió. Yo sabía que ahí se hablan tres lenguas, así que precisé: ‘¿Hablas Mè’phàà?’. Se asombró y empezó a hablar, pero no le entendí. Llamé a un compañero que sí habla la lengua y le pasé el celular. ‘¿Dónde está mi hijo?’, decía llorando”.
La joven llegó a Ciudad de México, invitada por la hija de su madrina, pero la maltrataban, así que huyó para reunirse con su familia, pero se perdió y vagó hasta que la encontraron caminando sin rumbo con su bebé.
“Decían que tenía problemas mentales porque no entendía el español. Lo que también me sorprendió fue que el DIF no hizo nada”, comenta.
Hay otros casos, como el de la comunidad tzotzil en la Ciudad de México, que son peculiares. María explica que muchos llegan desplazados por el crimen organizado. Al no encontrar oportunidades de empleo, los padres optan por hacer malabarismo en los cruces peatonales y, al no tener dónde dejar a sus hijos —porque no hay manera de matricularlos en una escuela, aclara—, el DIF levanta denuncias contra los padres.
Es por ello que en Otigli, los intérpretes están en vigilia las 24 horas. Cada noche, hacen guardia para recibir las llamadas de los Ministerios Públicos.
La asistencia funciona de la siguiente manera: si un agente presenta ante el Ministerio Público a un detenido de origen indígena, el funcionario se comunica con Otigli, los miembros de la organización identifican la procedencia del imputado y su lengua para asignarle un intérprete acorde con su variante lingüística. Si no es la Fiscalía General de Justicia quien solicita el apoyo, lo hace la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México (CDHCM).
Según María, esa colaboración es un avance importante, ya que la Constitución de la Ciudad de México (Artículo 11) reconoce el derecho de las personas indígenas a contar con intérpretes en procedimientos judiciales. Sin embargo, no ocurre lo mismo en otras entidades como Chiapas o el Estado de México.
A pesar de existir un reconocimiento en papel, pervive una realidad que, en la práctica, impide la procuración de justicia: atraso y adeudos de pago a los intérpretes. María comenta que la Fiscalía debe pagos desde 2015 y su argumento es que los servicios se hicieron fuera de contrato, por tanto, no están obligados a cubrirlos.
“La mayoría somos comerciantes o artesanos. Si dependiéramos de un patrón, no podríamos desempeñarnos como intérpretes”, afirma.
Presas de las estadísticas
“Mientras viajaba pensé en todo momento en regresar a mi pueblo y sembrar para mi sustento. En esas estaba cuando aproximadamente a las 11 o 12 de la noche, no recuerdo bien, el chofer nos despertó y dijo que bajáramos del autobús. Al hacerlo me asusté mucho. Ahí frente a mí estaban incontables soldados. Enseguida nos rodearon. Para eso, en el rincón del autobús se encontraban unas maletas y como yo iba a un lado, me dijeron: ¿esto es suyo verdad?”. Así inicia el testimonio del instante en que Morelitos, una mujer indígena de Huizacotla, municipio de Atlixtac, Guerrero, fue detenida y llevada al área femenil del Centro de Readaptación Social de Atlacholoaya (Cereso) Morelos.
Su historia, junto con la de ocho internas, fue reunida por Aída Hernández, investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), en Bajo la sombra del guamúchil (2010), libro que surgió del taller de escritura “Historias de vida” que impartió la antropóloga durante ocho años a mujeres de la cárcel de Atlacholoaya.
“La principal razón por la que las mujeres indígenas son presas es por delitos a la salud, que es como se tipifica al narcomenudeo. Tenían penalizaciones altas: diez y doce años por cantidades de droga muy pequeñas. Era importante mostrar que el gobierno estaba haciendo algo contra el narco y como no se querían tocar los intereses de arriba, se tocaron a quienes están debajo de la pirámide para presentar estadísticas. Ellas son presas de una política equivocada llamada guerra contra el narcotráfico, ellas son presas de la estadística”, afirma.
Morelitos llegó al Cereso de Atlacholoaya a los 63 años porque alguien le plantó droga. Después de que los soldados le atribuyeron la propiedad de unas maletas, ella negó la acusación “Les contesté que no, que sólo llevaba una bolsa con semillas, ciruelas, un poco de frijol chino que pensaba regalar a mi pariente. Así es como respondí. Pero ellos me dijeron: ‘Cómo que no abuela, no se haga la chistosa, si usted viaja a un lado del bulto.’ Por más explicaciones que di, fue su palabra contra la mía”.
La sentencia para ella fue de once años y aunque logró salir en libertad, no regresó a su comunidad porque murió de una úlcera gástrica producida por el estrés de su vida en prisión.
“Lo que observé es que hay un continuo de violencias que marcan sus vidas casi desde el nacimiento, lo he vinculado mucho a un racismo estructural e institucional que sigue presente en la vida de mujeres indígenas. Muchas de ellas eran migrantes de Guerrero, venían de comunidades donde no había ni secundaria ni preparatoria, e inclusive cuando había, no se priorizaba que estudiaran. Ellas son de regiones donde los matrimonios arreglados son comunes”, explica Aída Hernández.
La antropóloga recuerda las palabras de Leo Zavaleta, originaria de Hacienda Vieja, Guerrero, donde se “da pueblo” a una mujer que rechaza un matrimonio arreglado. “Dar pueblo significa que te violan entre todos, te dejan desnuda tirada en el camino y queman la ropa para que todos te vean y te avergüencen. Yo no quería que me dieran pueblo, así que tuve que aceptar y me fui con él”, explicó Zavaleta a Aída Hernández.
Leo Zavaleta huyó, pero después se casó con un hombre involucrado en redes de criminalidad. “Ella se separó de él por violencia doméstica, tuvo un problema de alcoholismo y cuando vinieron por el marido, se la llevaron, la torturaron para que lo denunciara y eso le produjo un coma diabético. La tortura que sufrió durante su detención minó su salud y esto influyó en que al contagiarse de Covid durante el primer año de la pandemia, su organismo no pudiera dar la lucha contra el virus. Consideramos que su muerte prematura fue también una secuela de la violencia carcelaria”, platica la investigadora.
Después de la escritura del libro, Aída Hernández realizó un documental que logró presentar en la televisión universitaria de Morelos. Eso generó presión para que se revisaran los expedientes judiciales y que varias mujeres indígenas obtuvieran su libertad. “Pero salieron con el cuerpo minado, con muchos problemas. Algunas han muerto por secuelas del encarcelamiento, por ejemplo, un mal manejo de diabetes en cárceles”.
En 2024, Aída Hernández trabajó en el Centro Federal de Readaptación Social (Cefereso) No. 16 de Morelos, conocido como Michapa.
“Entré porque ha habido muchos suicidios en los últimos años, más de 20, entonces necesitaban proyectos culturales. Trabajé el año pasado en el módulo de mujeres indígenas, espacio creado por promoción de Kenia Hernández, defensora de derechos humanos que fue sentenciada a diez años de prisión”, narra.
Al ingresar, a la antropóloga le hizo sentido por qué las mujeres se estaban suicidando. “Es la cárcel federal femenil más grande de México, probablemente una de las más grandes de América Latina. Se hizo con dinero de Carlos Slim, por eso ha sido muy sonado porque López Obrador dijo que la cerraría, pero eso no pasó. Es una cárcel muy tecnificada donde tienes reconocimiento de iris, de dedos, pasas con filtros, súper moderna; pero es de puro cemento, cemento, cemento”.
Aída Hernández platica que para las mujeres indígenas de ascendencia campesina, la tierra es importante, y estar en un módulo circular como el panóptico de Foucault es un problema.
“Como es una cárcel de alta seguridad, se bañan en regaderas que también están en círculo, comen en mesas fijas que están en medio del círculo, les pasan la comida por una reja, el patio es de cemento y no pueden ver el cielo porque hay malla arriba. Imagínate toda tu vida en esa cárcel”, relata.
¿Siguen siendo acusadas por delitos a la salud?
Sí, otra vez narcotráfico. Por ejemplo, había una mujer maya de Quintana Roo, que en su comunidad estaba organizando a las mujeres contra temas de despojo y la acusaron de fraude en proyectos estatales. Es decir, no son mujeres de alta seguridad.
Hay un vínculo muy fuerte cuando las autoridades encuentran sembradíos y las que están en casa son las mujeres, entonces se las llevan por cosas que hicieron los hombres. Los delitos por vinculaciones siguen ahí. Con el gobierno de López Obrador se hablaba de que la Comisión Nacional para el Desarrollo de Pueblos Indígenas tendría un programa de excarcelación, sin embargo, no hubo frutos.
Aquí en Morelos me ha tocado trabajar en la cárcel estatal durante la gubernatura de Marco Antonio Adame del PAN (2006-2012), de Graco Ramírez del PRD (2012-2018), de Cuauhtémoc Blanco del Partido Encuentro Social (2018-2021) y siempre las condiciones de los Ceresos femeniles han sido pésimas, pero la administración que acaba de pasar ha sido la peor época para las mujeres en reclusión. Las autoridades carcelarias estaban coludidas con el mal llamado “auto-gobierno” del Cereso varonil y se llevaban a las mujeres de la prisión femenil a dar servicio sexual al varonil quisieran o no, empezaron los suicidios, una época muy negra de las cárceles, lamentablemente.
A dos meses del inicio del nuevo gobierno, la investigadora del CIESAS señala que es muy pronto para juzgar, pero confía que Nestora Salgado, ahora visitadora de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, empuje un programa de revisión de expedientes judiciales de mujeres indígenas presas.