Cada uno está siempre en la encruzijada

Sören Kierkegaard

Pues bien, abandonamos el bar La Reforma de Pugibet y, como secretamente había resuelto seguir la corriente de la sedienta ciudad, un tanto a la deriva, encaminé a mi amigo hacia el oriente, sin revelarle lo incierto de nuestra próxima parada. La tarde aún era joven. Caminando, infatigables y henchidos de placer (a causa de la buena comida y la buena bebida que acabábamos de proveernos), llegamos al cruce de las calles López y Ayuntamiento. Una vetusta marquesina de bermejas letras nos sorprende la mirada: Café Villarías. Nos detenemos en esa esquina un instante y le cuento, sucinto, a mi amigo, la historia de ese emblemático establecimiento fundado por Leoncio Villarías en 1942 y que por un tiempo fungió como el coloquial Consulado de la República Española.

Aquí cabe recordar que la calle López –una de las más antiguas de la ciudad, enclavada en lo que fue el primer altépetl indígena posterior a la conquista: el barrio de San Juan Moyotlan– fue la “Vía del Exilio Español”. Como sabemos, a partir de 1939 –con el beneplácito del entonces presidente Lázaro Cárdenas– miles de republicanos españoles se refugiaron en México a causa de la Guerra Civil y muchos de ellos se establecieron en López, y en sus alrededores, donde además iniciaron algunos negocios, como la icónica Cafetería Súper Leche (caída en el sismo de 1985, que estuvo en Victoria y Eje Central, en los antiguos terrenos del Hospital Real de Naturales fundado en la década de 1530), la vinatería La Europea (fundada en 1953 por el asturiano Gumersindo Noriega), la desaparecida cantina Casa Juan (en Puente de Peredo esquina con Aranda), El edifico Guimarán (que lleva el mismo nombre de la región asturiana), la Cocina Mi Fonda (de infinita paella, callos a la andaluza y caldo gallego, en el número 101 de López ) o el propio Café Villarías. Estos dos últimos negocios, por cierto, pertenecieron a familias provenientes de la Cantabria.

Crédito: Espacio Mex
Crédito: Espacio Mex

López, López… ¿Caminaremos por López? Así trabaja la ciencia ambulatoria, con los pies y la imaginación. La traza de esta añeja calle ya aparece en el Plano icnográfico de la ciudad, que el urbanista novohispano Ignacio Castera elaboró en 1794. “Originalmente –le cuento a mi amigo– llevó el nombre de Callejón de López, porque sólo corría de la Alameda hasta topar con otro callejón, el De los rebeldes (hoy Artículo 123). También hay quien afirma que López pudo haber sido proyectada por el alarife Cristóbal Carballo, el mismo que diseñó y trazó la Alameda Central en 1593”.

“Ahora bien –continúo–, si me preguntas por qué lleva el nombre de López, no sabría responderte. Se trata de un misterio. Algunos entendidos sugieren que podría llamarse así en honor a Martín López, el carpintero que construyó los bergantines con los que Hernán Cortés tomó la ciudad anfibia de México-Tenochtitlan; otros sostienen que fue en reconocimiento a Pedro López, el primer médico doctorado en la Real Universidad de México en 1553 y fundador de varios hospitales…. No lo sabemos”.

Sí, ya estoy convencido, caminaremos por López. Pero ¿en qué dirección?, ¿norte o sur? López, aunque breve, es un tenaz corredor de minucias etílicas y gastronómicas. Hacia el sur podríamos visitar la cantina Las Jacarandas, el bar Los Amigos (en la bullanguera y olorosa calle Buen Tono), la chelería Herminia 48, el Bar Botanero (“El rey de las micheladas”), o de plano aterrizar en el Torti Bar, una tortillería con servicio de bar, al centro de la destemplada y jocosa calle Delicias en donde también, hasta hace algunos ayeres, estuvo La Sultana, una añosa pulquería de cálidas maneras y aspecto tumefacto.

Pero algo, como una memoria corporal, me dice que optemos por tomar hacia la izquierda, hacia el norte. San Juan Moyotlan fue un barrio batracio, de acequias, hoyancos y chinampas, a las “afueras” de la ciudad. De hecho, Moyotlan puede traducirse como “el lugar de los mosquitos”. Algunas calles transversales a López dan cuenta de su pasado acuático. Por ejemplo: Puente de Peredo, pues ahí estuvo un puente para cruzar una acequia; o Calle del Agua Escondida (hoy Ayuntamiento, entre López y el Eje Central Lázaro Cárdenas), donde existió una pequeña laguneta.

Hacia la Alameda, López también está repleta de curiosidades. Mientras marchamos le hago contemplar a mi amigo la cadena de edificios estilo art decó que se levantan en esta calle, entre los que destacan el Rex, el San Rafael y el Victoria. Y frente a este último, le señalo el sitio donde estuvo la emblemática cantina Salón Victoria, en los bajos de un borrado edificio, así como La Ferrolana, también desaparecida, que dobló sus puertas batientes en la esquina de Victoria y Aranda.

Con emoción, descubro que ya sé cuál será nuestro destino: El Tlaque, una suerte de marisquería, cantina, tequilería y Embajada de Los Altos de Jalisco en la ciudad. Continuando por López, en el número 23, le muestro a mi amigo un edificio de grisura inexorable que albergó, hasta 1942, al Casino Alemán. Fue el centro neurálgico de la comunidad alemana avecindada en México, poseyó una imponente biblioteca y un ostentoso bar, y en los mástiles de su fachada ondearon orgullosas banderas nazis hasta que, en ese año del 42, un submarino alemán –se dijo– hundió dos buques cisterna mexicanos (El Faja de oro y El potrero del llano), entonces, una turba de nacionalistas mexicanos expulsó de ahí a los alemanes y tomó el edificio para siempre. Actualmente es habitado por miembros de la comunidad Triqui y en su mástil principal ondea una bandera mexicana.

Fachada actual del que fuera el Casino Alemán. Crédito: Archivo / X: @YoElResidente
Fachada actual del que fuera el Casino Alemán. Crédito: Archivo / X: @YoElResidente

De pasada exploramos dos de los últimos reductos de bares de ficheras que se hayan en esta rúe: El Villa Rica y El Florida, que antes se llamó Capellanes. Este último tugurio lo frecuenté por varios años, era verdaderamente divertido. Su dueño –también de origen español– me contó, a la luz de los tequilas, que antiguamente había existido una puerta “secreta” que daba a una esquinada habitación –que ahora las meseras utilizan como camerino– que se transformaba en garito y fumadero de opio y mariguana. Lamentablemente comenzaron a servir alcohol adulterado y a embarazar las cuantas, así que “Adiós Nicanor”.

Mi amigo y yo ahora doblamos a la derecha, en la calle Independencia, y a unos cuantos pasos, en el número 8, un chillante toldo azulado anuncia que hemos arribado al puerto donde humedeceremos el gañote: “El Tlaque”.

Continuará…

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