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[…] a veces puede resultar difícil definir el bien,
pero el mal desprende un olor inconfundible […]
Amos Oz[1]
Roger Bartra atraviesa diversas fronteras que sellan su perfil crítico: la insistente penetración de la cultura mitológica en prácticas sociales consuetudinarias de enorme peso simbólico, una saga de exploraciones inéditas inherentes a procesos decisivos para la constitución del engranaje social que garantiza la presencia y reproducción de los contenidos ideológicos en el orbe social, elementos que bajo el escrutinio antropológico muestran su origen, morfología y vías expansivas, a modo de creencias y saberes instituidos, de los que no escapa la ínsula de la mexicanidad. Bartra ha sido el minucioso analista que da cuenta de la caída libre de la ortodoxia comunista, así como de sus rijosas exhumaciones estatista-ideocrático-autoritarias que han empleado las divisas de la justicia social como picaportes para avasallar cualquier avance adquirido por el desarrollo democrático, un hecho que con evidencias y lúcidas anticipaciones formuló hace décadas en Las redes imaginarias del poder político (1981).
Su obra es uno de los mejores testimonios del surgimiento de una vertiente crítica en la antropología que trastoca y desplaza los arcaísmos del indigenismo y el nacionalismo hieráticos, ocupados de colonizar las escenografías gubernamentales levantadas bajo la polvareda revolucionaria, desplegadas a lo largo del siglo XX y sacadas del cajón de sastre en el XXI. Sin concesiones, Bartra ha realizado una inusual inmersión en la intrincada fenomenología de la identidad, un horizonte que tiene sus claves en una extensa e incisiva reflexión sobre el sentido de la mitología como posibilidad de iluminar las turbulencias y oscilaciones de la contradictoria sustancia civilizatoria, instalándose en un plano teórico que repele tanto la escatología del buen salvaje como los abusos narrativos del patriarcado gubernamental.
En los nodos de un proyecto que va a contracorriente de toda filiación gregaria, pueden observarse distintos puntos de irradiación: el heterodoxo que pone en marcha una plataforma analítica que parte de una vida de militancias y necesarias rupturas (véase Mutaciones, 2023, la autobiografía de perfil eminentemente político); el observador enciclopédico afincado en un país en el que su familia de origen catalán, emigró durante la diáspora republicana propiciada por la Guerra Civil; el polímata que se aventura más allá de los márgenes académicos y la geografía local y es actor de episodios que van de las tempranas aproximaciones al mundo guerrillero al lado de Rubén Jaramillo ―o las incursiones en la contracultura durante la etapa universitaria―, hasta llegar al profesional que se ocupa del desmontaje de las máscaras impuestas al salvaje como objeto del deseo colonialista y de los dislates tragicómicos de los tiempos políticos que le han tocado vivir.
El desarrollo conceptual del proyecto que construye con inusual sitematicidad, contiene tópicos de enorme utilidad para dotar de sentido a la antropología como soporte para comprender numerosas vertientes del pensamiento contemporáneo, sin incurrir en las tediosas fórmulas de los epígonos del estructuralismo, o en ejercicios descriptivos propios de una inercia común en la endogenia escolar. Contrariamente, toma distancia de las tendencias puestas en el candelabro de las modas intelectuales, el sobreconsumo mediático, el pragmatismo y la cultura administrada por el Estado, confrontando cultos orgánicos, sacudiendo la pesada cobija del mexicanismo y girando la mirada hacia esa otra antropología que con apego a sus mejores tradiciones, se concibe como un crucero entre la filosofía, la psicología, la historia, la mitología, la sociología, el arte, e incluso, la biología del cerebro, haciendo visible la precariedad con que ha sido abordado buena parte del arsenal antropológico, instrumentalizado para paliar la convivencia con la otredad o utilizado como combustible del chovinismo sentimentalista y culposo, dirigido ―entre otras maniobras― a legitimar el asistencialismo, tan caro al poder político.
Sus publicaciones ofrecen una cadena de intersecciones y vasos comunicantes cuya génesis no está atada a la sobre frecuentada autopsia de lo no occidental, en sentido inverso, apuntan a Occidente más como foco de deliberación que como atalaya canónico, una inclinación herética que le ha permitido permanecer en una inevitable y deseada soledad teórica. En un intento de acercamiento a sus búsquedas fundamentales, aparece la pregunta por la ruptura con el marxismo frecuentado en su época de estudiante y en la primera etapa profesional. En Arqueología y sociedades antiguas (2017), una publicación que recoge trabajos redactados entre 1964 y 1970, se encuentra el ensayo “El modo de producción asiático en el marco de las sociedades precapitalistas”. El título refiere un concepto acuñado por el propio Marx, que a su paso por las disciplinas sociales sembró un caudal de titubeos, a los que Bartra añadió preguntas y señales que conducían a un claro resquebrajamiento.
Se trata de un problema jamás superado por el marxismo,que fracturaba las ideas unilineales de la historia, lo que al joven autor de aquellos ensayos le permitía un deslinde de la ortodoxia, incapaz de establecer un planteamiento coherente frente al dibujo fenomenológico de las sociedades no inscritas en la estratigrafía de los modos de producción occidentales postulados por el binomio Marx-Engels, que en aquellos años la iglesia soviética concebía como verdades indubitables. Hay un elemento —lo sabía Bartra— que permitía encontrar en los sistemas híbridos el germen de una realidad que no encajaba en el desarrollo histórico tipificado en el materialismo dialéctico, que de modo acrítico anunciaba con rigidez cómo cada modo de producción engendraba el siguiente. Había que salvar a Marx de los marxistas. Bartra comentaba:
En este episodio es probable que se localice el fin de una época y un punto de partida de otra, en la que el horizonte antropológico trajo consigo debates de sana incertidumbre, no definidos por convicciones escatológicas. En ellos había algo que trasminaba la historia antigua de México, sobre todo en el análisis de la visión puesta en la mesa por Federico Engels —siguiendo al Lewis Morgan de La sociedad primitiva—, en la que se afirmaba que allí no se había llegado a una sociedad de clases, ya que se trataba de estadíos sumamente atrasados; afirmaciones insostenibles, ya que en su totalidad los grupos de filiación maya o mexica, junto con otros, constituyeron sociedades clasistas, sofisticadas, de gran complejidad.[2]
A partir del marxismo Roger Bartra rompía con el marxismo, quedándose con numerosos fragmentos que hasta hoy le resultan aprovechables, fundamentalmente los correspondientes a la anatomía estructural del modo de producción capitalista:
[…] las transiciones y los fines de época son los momentos en que vuelven con mayor fuerza las interrogantes sobre el futuro de la creación intelectual […] la gestación de conocimientos está sometida mucho más directamente a las relaciones de poder político y económico.[3]
Para desarrollar una reflexión sobre los estereotipos fincados en el binomio nación-identidad, con los que se ha intentado definir el carácter y el perfil de lo mexicano, escribe La jaula de la melancolía (1987), una obra clave que se sitúa en la peculiar modernidad mexicana y que emplea fuentes de diferentes épocas. Es un intento por interconectar las configuraciones de un cánon, encarnado por un repertorio que dibuja al mexicano atravesado por espejismos y fantasías culturales que son esbozos de una mexicanidad opaca y abigarrada, llena de impulsos y derivaciones lo ligan en lo fundamental a la legitimación del Estado. El libro tiene como palanca analítica un “punto débil” con el que Bartra penetra los fenómenos nacionales: los estudios sobre las concepciones cosnstitutivas de lo mexicano, construcciones atadas desde la política, a la historia, la literatura y el arte. Alfonso Herrera, José María Velasco, Samuel Ramos, Emilio Uranga, Jorge Carrión, Salvador Reyes Nevares, Santiago Ramírez, Ezequiel Chávez, Octavio Paz, junto con otros autores, entran a escena, mediante una dinámica inmersiva que revisa y confronta esas debilidades, no precisamente como “fallas” o meras caricaturas, sino como la estratigrafía de un montaje ideológico proto-orgánico que documenta un extenso período formativo del nacionalismo, tentativa que aún no concluye.
En La jaula de la melancolía está el puerto del que parten los hilos conductores de la obra posterior de Bartra, hay un intento por explicar de qué manera se implanta la legitimidad de un sistema político autoritario: el sistema nacionalista revolucionario, desentrañando cuáles son los mecanismos sociales y culturales que generan esa legitimidad en regímenes autoritarios o dictaduras. La jaula de la melancolía representa un ancho y polémico horizonte argumental que se dispara en distintas vertientes, sobre las que Bartra traza líneas de investigación que darán contenido a libros subsecuentes, los que concentrarán su atención en los mitos del salvaje y la melancolía, así como en interrogaciones vivas relativas al mexicano y la mexicanidad, creaciones híbridas que acabarán por dar a luz un anfibio, el ajolote, la pequeña bestia que habita un ser entrecruzado por reducciones mistificadoras y fantasmagorías.
Tras una época de redefiniciones edita El salvaje en el espejo (1992),[4]resultado de una transición en sus concepciones, que ahora apuntan a la figura capital de la alteridad: el salvaje, protagonista incómodo e incisivo en la historia de Occidente, al que sus múltiples mentores han dotado de una tipología prehumana, expresión y residuo de la imaginería colonialista, plenamente inserta en la contemporaneidad para la autoafirmación del civilizado, autodefinido como no salvaje. El tema, anunciado de manera embrionaria en La jaula de la melancolía -precisamente en conjunción con el de la melancolía-, es examinado para mostrar, entre otras cosas, de qué modo prevalecen en México visiones racistas y reaccionarias que han tenido como resultado el arrinconamiento social y físico del indio, así como su uso político, configurado con la physis prestablecida del salvaje en el seno de la cultura europea, una forma imaginario-ideológica plagada de connotaciones peyorativas.
El salvaje en el espejose dirige a la historia europea para desentrañar el surgimiento del salvaje como una marca de fuego, asociándolo a los seres agrestes griegos, al homo silvestris medieval y a una larga relación que más tarde revisa en El salvaje artificial (1997), inventario de la imaginación mítica dominante en distintos períodos históricos, al mismo tiempo que inquietante bestiario, donde literatura, filosofía y arte son piedras angulares de la ideología, en el que convoca a las serranas del Arcipreste de Hita, al Segismundo de Calderón de la Barca, a Robinson Crusoe, seres enmarcados por las aspiraciones humanistas de Hobbes, para modelar al interior de la especie humana un “sofisticado animal artificial a partir de la materia salvaje original”.[5]En esa línea, Bartra realiza la curaduría de la exposición “El Salvatge Europeu”, presentada en Barcelona en 2004, formidable síntesis de la gestación y morfología del salvaje. La selección iconográfica, que tuvo como pieza emblemática la elocuencia del Minotauro de George F. Watts, estableciendo una perspectiva semántica de gran transversalidad sobre la gestación y las encarnaciones del salvaje.
La mitología europea es resultado de tradiciones intrincadas, cuyos nichos mantienen antiquísimas filiaciones iconográficas y artísticas, un universo que despliega incesantemente figuraciones que calaron en la descripción de los mundos incomprensibles, situados más allá de la territorialidad física y mental reconocible por Occidente, otorgándole al propio mito funciones por oposición que han permitido su sobrevivencia. Lo salvaje, concepto creado a través de los siglos por estigmas simplificadores y grotescos, ha resultado de gran utilidad para trazar modelos por contraste: se es civilizado porque no se es salvaje. Al llegar a este punto, Bartra desarrolla, provocadora y conscientemente, una inversión respecto a la práctica colonialista: un antropólogo mexicano decide averiguar los orígenes del mitos del salvaje, penetrando las tradiciones preclásicas y clásicas de Europa.
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Si bien el salvaje no fue un mito central entre los griegos, sobrevivió tanto en la imaginación popular como en las tradiciones más sofisticadas de la alta cultura europea. La ruta de continuidad del mito se convierte para Bartra en la clave del descubrimiento de los mecanismos de traslación y transformación en los que se ha cimentado por siglos su eficacia, circulando como materia familiar de la antropología, el cine (Los salvajes en el cine, 2018), la novelística, los comics, la literatura, desarrollando vínculos que impactan un larguísimo arco cultural que pasa por la tecnociencia, el ámbito neurobiológico y la conciencia artificial. Es evidente que el mito del salvaje tiene una naturaleza transmediática e implantaciones históricas y psicológicas que incesantemente entretejen redes imaginarias. Todo mito, aun formado dentro de un núcleo esquemático y simple, está dotado de una suerte de adn que le es inherente a su vigencia. El mito del salvaje sigue funcionando porque muestra una continuidad no solamente en su núcleo mítico, sino también en la reafirmación de su opuesto, aquello que permite identificar la definición confirmativa de lo civilizado: la otredad peligrosa, distintiva de lo agresivo, lo animal, lo incontrolable. El núcleo es un centro imaginario, pero en la medida que la función del mito se mantiene activa, su contenido establece una correlación que materializa sus significantes.
En una obra reciente, Bartra revisa una de las variantes del mito: la saga del hombre lobo (El mito del hombre lobo, 2023), clara continuación de los estudios sobre el salvaje, aunque se trata de una trama muy contaminada por la mitología cristiana, especialmente por la demonología, en la que se introduce una mutación: el poder del demonio se convierte en causante de la existencia de los licántropos. El libro traza una potente intersección entre los mitos del salvaje y la melancolía: “por una enfermedad melancólica se convencía de que se metamorfoseaban [los humanos] y en consecuencia se comportaban como bestias salvajes”.[6] El hombre lobo representa una alteración que surge de una idea de maldad que radica en lo teologal y que pasa por la Edad Media a través de San Agustín, cargando como ineludible peculiaridad la metamorfosis. El salvaje dentro de la percepción tradicional con la que lo envuelve Occidente, nace salvaje y se mantiene salvaje, como la mexicana Julia Pastrana —nuestra Kaspar Hauser (Historias de salvajes, 2017)—, quien padecía hirsutismo e hiperplasia gingival y que fue mostrada en freak-shows como curiosidad en diversas ferias del planeta. Pero el hombre lobo, con un mecanismo distinto, se transforma de hombre en fiera y luego regresa a su condición humana. Bartra documenta cómo, desde la antigua Grecia, la licantropía era una patología, una clara variante de la melancolía que implicaba que el enfermo creyera transformarse en lobo y cediera a la fascinación por la luna. El apunte de Bartra advierte una distinción: los hombres lobo son los únicos seres salvajes que fueron llevados a tribunales, enjuiciados y quemados; a diferencia del homo silvestris, con frecuencia objeto de redención. Eso le dio a esta figura un carácter completamente diferente durante la Edad Media, pero sobre todo en la época de la cacería de brujas, a fines del siglo xvi, e incluso durante el XVII. Allí, la razón occidental encontró una entidad precisa, una concreción de sus temores sobre la que podía ejercer castigo.
Revisa el interactivo: https://interactivos.eluniversal.com.mx/2023/confabulario/23abr23/
Como el mito del salvaje, el de la melancolía define una postura frente al logosoccidental, a manera de un sentimiento que va a contracorriente de los paradigmas inscritos en la razón dominante y el conocimiento médico. La melancolía es un mito que perturba a Occidente desde la Grecia clásica hasta el orbe capitalista (Cultura y melancolía, 2001), al mismo tiempo que ha sido entendida como una enfermedad del alma y fuente de mitos, es en sí misma un mito. En paralelo al procedimiento puesto en marcha con la figura del salvaje, Bartra se pregunta por el origen de la figura de la melancolía, para revisar su procedencia e implicaciones. Resulta paradójico que la definición de la identidad del mexicano tuviese uno de sus puntos cardinales en la melancolía, un concepto europeo acuñado en la antigua Grecia, cuya esencia era la bilis negra, realizando en su trayecto un periplo geográfico e histórico que tiene estaciones en Alemania, Inglaterra, Francia y España.
Bartra continúa haciendo una antropología en reversa, donde el antropólogo del tercer mundo investiga a los civilizados; desarrolla una infrecuente investigación participante, siguiendo con peculiar fidelidad a Malinowski y mostrando con numerosas evidencias cómo la melancolía estaba en el corazón cultural de Europa y marcaba el Siglo Oro Español, una suerte de Renacimiento tardío que, al mismo tiempo, resultó un movimiento precursor de la Ilustración francesa. La melancolía aparece como mito inserto en las ideas científico-médicas, a través de un flujo inencontrable en la sangre —el humor negro—, sustancia de enorme poder metafórico que atraviesa, al lado de la medicina hipocrática, un amplio período que llega hasta el siglo xix, sin haber dejado de influir marginalmente en el xx. Es un mito expandido, lo mismo que el del salvaje, movido por una función perturbadora, en el que la alteridad se localiza ya no sólo en el exterior amenazante, sino al interior de la occidentalidadmisma, en forma de una patología que paulatinamente la psicología vinculará a la depresión, término científico tomado de la geología, con lo que se intentó desligarla, por medio de la medicina, del lenguaje vernáculo del romanticismo. En plena etapa de ebullición del capital, los románticos tomaron a la melancolía como un tema de connotaciones anímicas que se desmarcan de las ilusiones y la jauja prometidas por el progreso burgués, forjando su postura como un claro y punzante contrapeso crítico.
La melancolía es un estado sentimental que Bartra ha revisado, según su codificación en distintas épocas, como un tema que surgió desde el momento en que realizó la investigación para La jaula de la melancolía, lo que por mucho tiempo fue considerado en los medios académicos como una suerte de poética anacrónica sin demasiado interés. Una de las definiciones que saltaba a la vista en la tipificación folcrorizante del carácter del mexicano, era su melancolía, asociada en cierta forma a la del salvaje: el indio melancólico, sumido en el tedio, figura icónica que intemporalmente permanece aletargada a la sombra de un nopal.
Repelente a las exégesis e inhumaciones, El duelo de los ángeles (2004) tiene como núcleo el tema de la melancolía, que de inserta en las existencias de Emmanuel Kant, Max Weber y Walter Benjamin. Si Claude Lévi-Strauss se internó en el Amazonas con los nambikwara, buscando las expresiones más radicales de lo primitivo, Bartra se interesó por tres pensadores totalmente occidentales, representativos de la franja más “civilizatoria” de la cultura alemana, descubriendo, con características irreductibles que diferencian, de qué modo estaba agazapada la melancolía en ellos, frente contradictorio hechizo y desencanto de un mundo envolvente que avasallaba el pasado y los vínculos con la naturaleza. Kant y Max Weber, expresiones de un racionalismo inapelable, fueron repelentes a mirar los sitios oscuros de su pensamiento; reacios, los negaron, entre ellos el de la otredad melancólica, evitando acceder a las tinieblas de lo que etiquetaron como peripecia irracional; pero los tropiezos que dieron forma a distintos segmentos de su biografía, han servido a Bartra para delimitar las regiones opacas de su existencia: “seres dolientes que contemplan con tristeza el devenir humano. Ni benignos ni malévolos, realizan sus rituales de duelo como un deber ineludible”[7]. En las entrañas del racionalismo europeo, el mito de la melancolía se desdobla como en cualquier comunidad tribal. La otredad ya no es exclusiva de lo salvaje-primitivo, sino también se convierte en una experiencia extendida en el epicentro de la racionalidad. Allí está el otro, el incurable, que de algún modo no ha sido arrasado por las concepciones todopoderosas del deber ser y el progreso positivista, ni por las escatologías filosóficas o políticas que desconocen sus límites y ponen barreras frente a aquello que ensombrece el aura de sus certezas.
En El duelo de los ángeles, Roger Bartra redactó uno de los ensayos más originales sobre Walter Benjamin, el pensador que decía haber venido al mundo bajo el signo de Saturno, la entidad zodiacal responsable de los rodeos y los retrazos, afirmando para sí una articulación definitoria entre el carácter y el destino. Benjamin representa de modo pleno al sujeto individual, enfrentado a una modernidad que cultiva la masificación y el odio totalitarista, introduciendo una turbadora subjetividad trasminada por el acontecer biográfico y el cósmico.
Chamanes y robots (2019) aborda la eficacia simbólica, tema netamente antropológico, frecuentado con altibajos por Lévi-Strauss, en el que Bartra realiza una disertación sobre las funciones cerebrales y su impacto cultural. Con antecedente en Antropología del cerebro (2006), Chamanes… aborda el efecto placebo, fenómeno híbrido propio de los seres humanos, en el que desembocan tanto la esfera neurológica como la cultural, cuyos efectos materiales abren un debate sobre la naturaleza de lo que denominamos conciencia y su conexión con las emociones. El efecto placebo cobra forma como un proceso de alivio que carece de bases científicas, pero que produce cura o catarsis, no obstante la condición inocua o simbólica de los remedios utilizados, sean de naturaleza chamánica o científica. Algunas consideraciones del autor:
Sin el sufrimiento de malestares y sin el placer de su alivio es difícil concebir máquinas humanoides orientadas por una conciencia desarrollada y compleja. Las mentiras sanadoras del efecto placebo forman parte de una extensa y ramificada cultura que alienta las ilusiones, los mitos y los goces […] que incluye amenazas […] y que no es ajena a la magia del poder […].
En “Esferas musicales de la conciencia”, capítulo de Antropología del cerebro, Bartra plantea las dificultades para establecer las correlaciones entre los circuitos neuronales y las redes culturales, en función de “la naturaleza rígida […] del sistema semántico de significados y las estructuras semánticas”,[8]en especial por las regulaciones del habla, pero encuentra un sendero formidable para problematizar el fenómeno musical. La relación entre las emociones y la música implica articulaciones de representación, así como un componente simbólico que permite entender que las emociones son representadas por las secuencias y combinaciones del sonido, un isomorfismo entre emociones y música. La música revela estados de ánimo que no pueden ser expresados por otros sistemas simbólicos. El autor propone que algunas de las formas que adquieren las emociones están precisamente en las estructuras de la música. Estas estructuras se encuentran en el exocerebro —conjunto de elementos materiales o manifestaciones de alto contenido simbólico que expanden o proyectan la mente y la conciencia más allá de los límites del sistema nervioso central—, constituyendo la forma simbólico-material que adquieren las emociones.
La música se convierte en un foco de atención privilegiado. Ya que no es posible establecer, en una guía de equivalencias de todas las emociones clasificadas con los correspondientes códigos musicales que las representan, emplea a la melancolía como referente. Pero para exponer su propuesta no es necesaria una inmersión en las teorías causales entre emoción y música. La música no es un determinado vínculo entre lo representado y la representación; la música se ubica en un lugar impreciso entre las señales naturales y los símbolos convencionales, donde las formas no convencionales de la música tienen correspondencia en la organización topográfica de los estímulos en el cerebro. Bartra concibe a la música como un estado externo de la conciencia, una solución de continuidad entre lo interno y lo externo, con sus patrones de movimiento y descanso, de sonido y silencio. La música es un fenómeno cultural conectado al cuerpo, una trama que estará presente en su trabajo futuro.
Hay en la propuesta antropológica de Bartra, la clara idea de las sociedades como conjuntos que proyectan y reformulan las funciones de sus patrones imaginarios por medio de los mitos, enclaves en los que trazan representaciones narrativas y figurativas que por distintas vías dibujan las pasiones de las sociedades, haciendo visible la fenomenología asistemática en la que se inscriben los desconcertantes ejemplos de lo no integrado, aquello que vive en los márgenes de la esfera dominante con la que se autodefine el ser occidental, se trate de horizontes culturales excéntricos o de subjetividades provenientes del propio seno de Occidente, figuras antropohistóricas que encarnan una oquedad inmanente que habita las zonas oscuras de una realidad que suele esconder miedos y contradicciones. Es necesario trepar al árbol de los mitos para mirar los reflejos con los que se forman las visiones de mundo de cada época. Contra el adoctrinamiento académico o político que reproduce al infinito dogmas y monstruos, la obra de Roger Bartra actúa contra la violencia consustancial a todas las hegemonías.
[1] Amos Oz; “El mal tiene un olor inconfundible”. “Babelia”, El País, 30 de septiembre de 2005.
[2] Entrevista realizada a Roger Bartra por el autor de este ensayo en noviembre de 2023.
[3] Roger Bartra y otros; Universidad y humanismo. México, unam, 2003, pp. 17-18.
[4] Roger Bartra; El salvaje en el espejo.México, Coordinación de Difusión Cultural-Coordinación de Humanidades-unam/era, 1992.
[5] Ibidem, p. 81.
[6] Ibidem, p. 221.
[7] Ibidem, p. 15.
[8] Ibidem, p. 163.