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En Pedro Páramo (EU-México para plataforma Netflix, 2024), todoabarcador debut como director del oscareable fotógrafo hollywoodense mexicano del CCC egresado de 58 años Rodrigo Prieto (de Amores perros 00 a Barbie 23 y 70 filmes más), con guion del también realizador español Mateo Gil (colibretista imprescindible de Amenábar) basado en la mítica y obsedente novela única suprema homónima de Juan Rulfo, el joven recién huérfano de madre Juan Preciado (Tenoch Huerta) llega fatalmente a Comala, un extinto pueblo jalisciense ya sólo habitado por murmullos y fantasmas, más ánimas y recuerdos de oprobios, en busca de su padre, el cacique omnisemental Pedro Páramo (Manuel García-Rulfo) cuya atrabiliaria influencia ascendente se tornaría vengativa e irracional a la muerte de su amada enloquecida Susana San Juan (Ilse Salas), hasta cruzarse de brazos para que todo el pueblo desapareciera con él, dando lugar a otro literariamente transpuesto yermo rulfiano.
El yermo rulfiano consuma ahora el prodigio de reordenar los datos poéticamente escritos y dialogados de la sobrecargada y diseminante novela-rompecabezas original, estructurándolos de acuerdo con una lógica onírica (o más bien del ensueño o el duermevela creativo imaginario), aglutinándolos en tres bloques narrativos principales: 1) la monologal llegada de Juan Preciado a Comala y su demencial telemaquia fracasada hasta desaparecer jalado bajo tierra, 2) las fechorías violentas del cacique titular para apoderarse del vasto territorio alrededor de la Media Luna hasta la muerte accidental de su predilecto hijo abusivo Miguel Páramo, y 3) el drama interior del hacendado tratando en vano de recobrar el amor de su juventud a través de una Susana San Juan enloquecida, tres profusos segmentos bien marcados que prescinden de adherencias metafóricas sean o no fundamentales (nadie habrá de clamar idiosincráticamente que “Todos somos hijos de Pedro Páramo”).
El yermo rulfiano acomete así la tercera y superior adaptación de Pedro Páramo, luego de dos intentos diversamente fallidos (el ridinane Peter Paramount de Velo 67, un ultrabarroco narcisista El hombre de la Media Luna de Bolaños 76), al prolongar estética y armoniosamente, por encima de cualquier grandilocuencia espectacular, la capacidad de atmósfera absorbente que ya medraba en Los confines de Mitl Valdez (87, donde sólo se recreaba el episodio de los hermanos incestuosos), ahora por medio de los colores propositivamente anémicos y de la envolvente visualidad lograda por las monocordes imágenes autocontenidas del veterano de buenos oficios Nico Aguilar (conjuntamente con el realizador-fotógrafo experto), trasmutando un panorama encubierto por el sol en el llano, calles lúgubres, un ataúd visto desde un eclesiástico Cristo cenital, irónicas campanas, lluvia de estrellas atisbada por un cristal y hasta una fiesta estallada, motivos a la vez rutilantes y apagados que tan bien traducen la violencia acerba e informulable de la novela, encumbrando una asombrosa edición exacta de la chilena Soledad Salfate y una acezante música espaciadísima de Gustavo Santaolalla cuya lamentosa tristeza a lo Eleni Karaindrou culminará en un canto cardenche inconsolable.
El yermo rulfiano se satisface a medias con su galería de personajes emblemáticos soberanamente interpretados, entre ellos un impresionable juvenil y lozano Juan Preciado, un taimado Caronte arriero Abundio (Noé Hernández) al final vuelto un mendicante resentido criminal, una hospitalaria y cálida introductora amoral Eduviges Dyada (Dolores Heredia), un inescrupuloso sumiso guarura Fulgor Sedano (Héctor Kotsifakis), una crédula infatuada tan acomplejadaza cuan despojable con premura Doloritas Preciado (Isabel Bautista), una orgullosa matrona inexpugnable merced a su leal sometimiento ignominioso Damiana Cisneros (Mayra Batalla), un enjuto cadavérico Padre Rentería (Roberto Sosa) cuya mezquindad se niega a dispensar sacramentos al homicida pero se expande a sus anchas sádicas ante la demente moribunda (“Tengo saliva espumosa, mastico terrones plagados de gusanos”), un acorralado padre incestuoso jodedor jodido Bartolomé San Juan (Ari Brickman), una Quasimoda agorera Dorotea La Cuarraca (Giovanna Zacarías insigne), una lívida translúcida Susana San Juan equiparable a la inolvidable Pilar Pellicer de la primera versión o patéticamente autoirrisoria agónica (“Justina, hazme el favor de irte vete a llorar a otra parte”), y un sobrio Pedro Páramo impecablemente feroz (aunque como figura caciquil no le llega al Emilio Fernández por él mismo de Paloma herida 62), cual trágico dispensador-impregnador de su rencor vivo.
ite y vehicula por añadidura una hábil lectura política, con base en la incuestionable erección de un poder monolítico y en la confabulada efigie de esos desharrapados revolucionarios al mercenario servicio del patrón, que pasan del antihuertismo-obregonismo a la guerra cristera, sin cruzar por idealismo alguno, para hacerse acreedores de una oscilación (“Me iré a reforzar al padrecito, me gusta cómo gritan, además lleva uno ganada la salvación”) digna del mejor titubeo de La soldadera de Eisenstein/Bolaños (66), al tiempo que la ficción exasperada asume y exhuma una mórbida dimensión erótica, en la desventurada aventura de Juan Preciado incólume ante los devaneos desnudos de la acogedora Hermana Incestuosa, en la sustitución de presa para el nocturno débito nupcial dentro del harem del señor feudal, y en el reconocimiento trascendente del amor perdido (e irrecuperable por este impávido energúmeno) como próvida fuente del odio y de la devastación privada y pública comunal.
Y el yermo rulfiano contempla en extremo jump-cut cerrado/abierto godardiano al ídolo de barro caer a cuchilladas cual fantasmón imposible de auxiliar, hasta desmoronarse en el polvo terminal, redondeando más que una masoquista e irrespirable elegía cruel, una asfixiada oda fantasticoespectral a la desolación.