En Aquí (Here, EU, 2024), inventivo film 22 del innovador veterano chicagüense de 72 años Robert Zemeckis (tríptico Volver al futuro 85-90, ¿Quién engañó a Roger Rabbit? 88, Forrest Gump 94), con guion suyo y de Eric Roth basado en la novela gráfica homónima de Richard McGuire, la fiel novia de soldado vuelta ambiciosa esposita subsumida Rose (Kelly Reilly) se encapricha hasta adquirir a precio de ganga una vieja mansión de Nueva Jersey con su marido, el traumatizado excombatiente bélico Al Young (Paul Bettany) que se las verá humillantemente duras por sobrevivir como competitivo agente de ventas foráneas, enviudará en la vejez y acabará refugiado cual inútil fardo en la sala de su casa ya ocupada a perpetuidad por Richard (Tom Hanks), el frustrado hijo mayor de tres que debió abortar sus notables cualidades de artista gráfico para casarse con la vecinita Margaret (Robin Wright) que había irresponsablemente embarazado, luego mantenerla junto a la hiperconsentida e indiferente hija futura abogada Vanessa (Zsa Zsa Zemeckis) con ella tenida, y terminar divorciado de su esposa ebria de feminista reivindicación profesional pero al final aquejada de Alzheimer, mientras en el mismo espacio hogareño el tiempo va y viene y se extiende hasta el porvenir, pues la casa recuerda a los precedentes moradores de ese lugar, entre ellos cierta patética pielroja anónima (Dannie McCallum) con salvaje destino cercado hasta la muerte y William Franklin (Daniel Betts), el mediocre y atribulado hijo de presidente legendario Benjamin sólo en lo físico idéntico a su progenitor, así como a la asustadiza Pauline (Michelle Dockery) cuyo marido prematuramente loco por la aviación John (Gwilym Lee) perecerá de influenza española, o la modelo pin-up Stella (Ophelia Loviband) cuyo marido inventor jubilosobeso Leo (David Fynn) se enriquecerá con el diseño del primer asiento reclinable, o la familia afrodescendiente que sufre el devastador fallecimiento pandémico de su querida ama de llaves Raquel (Anya Marco Harris), al lado de centenares de anécdotas, incidentes y desgracias apenas esbozadas y ya resueltas por la indetenible vorágine de acontecimientos ocurridos en ese corpúsculo habitable.
El corpúsculo habitable se da el lujo expresivo de acometer el cruce y compendiar alegremente todos los tiempos de la Tierra, desde la época de los dinosaurios hasta la Independencia estadunidense y la Segunda Guerra Mundial y las contiendas de Vietnam e Irak sin dejar de pasar por la edad del fuego y del hielo y la pandemia por covid-19, pero siempre desde el mismo enfoque fijo de la cámara todoabarcadora en el mismo sitio, la misma sala de estar que tarda en edificarse una linda y pronto vetusta casa semicolonial, un solo todoabarcador emplazamiento a la manera del otrora ultravanguardista alsaciano Straub en una sola de sus películas extremas (Antígona 92), llevada a sus últimas consecuencias narrativas normalizadas, un encuadre estático-extático que se recompone de acuerdo con un relato no lineal abriendo y superponiendo y cerrando trozos de película enmarcados cuya fractalidad llega en efecto a ocupar todas la pantalla, a través de los vaivenes caprichosos temporales cual si en cada ocasión respondieran a una lógica demiúrgica y conceptual diabólicamente muy bien marcada y establecida tan bello como lo permite una tersa edición encimaimágenes de Jesse Goldsmith, la dulzura fotográfica con focos suaves de Don Burguess, una ecléctica música de Alan Silvestri con transformistas canciones paradigmáticas de Artie Shaw, rejuvenecimiento de intérpretes por digitalización y otros intempestivos prodigios de la inteligencia artificial, curiosamente al servicio de un entrañable neovanguardismo domesticado e innombrable.
El corpúsculo habitable se yergue como una suprema e inconcebible consecuencia madura del discreto auteur Zemeckis cuya trilogía Volver al futuro tornaba gozables los viajes en el tiempo, cuyo ¿Quién engañó a Roger Rabbit? experimentaba tan insólita cuan eróticamente con la coalición dibujo animado-actores corpóreos y cuyo Forrest Gump devolvía la dignidad humana a una criatura entonces considerada subnormal, cualidades fílmicas y humanísticas ahora conjugadas en escenas tan memorables como la del padre Al pretendiendo tomar como imposible confidente de sus fracasos e infidelidades pinches a su hijo prepúber Richard, los frenéticos cambios de mobiliario a través de las décadas, las inconfesables crisis personales en el límite izquierdo del plano inconsolable, el baile con la novedosa aspiradora, la invariable salida de cadáveres por el frontground impasible, las mutantes fiestas por el Día de Gracias que padecerán las diásporas familiares hasta desembocar en una comida de la pareja divorciada amándose ya en vano, o el lamentable pintor retomando su arte en el mismo rincón de la sala donde décadas atrás había desmontado estoicamente su caballete.
El corpúsculo habitable se afirma entonces como un ensayo sobre la memoria y el recuerdo pulverizado, la felicidad y la insoslayable frustración fatal para subsistir, en función de cierto único y consagrado ámbito viviente, puesto que los lugares nos habitan de la misma forma en que nosotros los habitamos, en el efímero ahora y el aquí de cualquier microcosmos encarnado y de toda afirmación vital.
Y el corpúsculo habitable abandona en el centro vacío de su antigua sala de estar al tierno anciano Richard jamás arrepentido de su vida y evocando comprensivo ante su exesposa alzheimerizada Margaret la cinta azul perdida alguna vez por su adorada hijita que, oh milagro, la vieja sí recuerda proustianamente, con todas las minucias de un conjunto de dichosas sensaciones inolvidables como impregnadas en la piel de su memoria (“Me encantó haber estado aquí”), para que la suave cámara gire en torno de la pareja y por primera vez vuela a través de la ventana fuera de ese ámbito combatiente existencial contra la confiscación de la esperanza.