En Nosferatu (EU-RU-Hungría, 2024), sobreelaborado cuarto largometraje del exdiseñador de producción nacido en New Hampshire de 41 años Robert Eggers (de los soberbios filmes La bruja 13 y El faro 19 al decepcionante El hombre del Norte 22), con guion suyo basado en la novela Drácula de Bram Stocker y en el libreto original escrito por Henrik Galeen para la película Nosferatu de Friedrich Wilhelm Murnau (1922), la damisela encantadora que desde la doncellez ha invocado en sus pesadillas a las fuerzas del mal y ha logrado despertarlas para retrotraerlas de la eternidad Ellen (Lily-Rose Depp desintegrada a todo lo que da) queda en custodia de la pareja feliz de Friedrich (Aaron Taylor-Johnson) y Anna (Emma Corrin), cuando presa de atroz inquietud ve partir de la Alemania de 1838 a su adorado marido el agente inmobiliario Thomas (Nicholas Hoult) que es el único ser capaz de mantenerla dentro del mundo real, pero la verdad es que el amoroso varón ha sido engañado por su infecto patrón Knock (Simon McBurney) para que se dirija a los Cárpatos transilvanos con el pretexto de venderle el derruido castillo Grünewal al decadente conde Orlok (Bill Skarsgard) y así caer en las garras de éste, quien lo retine, lo hipnotiza, lo hace firmar con sangre su divorcio, lo posee succionándole el líquido vital y lo desecha medio muerto, mientras el maldito, cargando un ataúd repleto de tierra y ratas, parte en un barco pronto asolado por la peste que diezma a la tripulación, al igual que a la indefensa ciudad portuaria de Wisborg donde la superafectada Ellen espera a Orlok, que no es otro que el demoniaco vampiro humano Nosferatu que duerme de día y comete sus brutales fechorías sanguinarias de noche, tal como lo ha descubierto el desterrado profesor suizo Von Franz (Willem Dafoe), a quien ha llegado en pos de ayuda el angustiado médico de cabecera Sieves (Ralph Imeson), para que asimismo les revele que el maligno sólo puede ser destruido mediante el sacrificio de una doncella, que luego de entregarse a él lo retenga hasta ser fulminado por la luz del sol, y mientras el heroico marido retornante Thomas es desviado hacia una expedición distractora para liquidar al enloquecido Knock ayudante del vampiro, una lívida Ellen decide aceptar su autoinmolación y por el bien de todos liberar al mundo de esa ámpula terrorífica.

La ámpula terrorífica arranca en do mayor con fondo negro de precine para enmarcar las blasfemas e incantatorias invocaciones de Ellen (“Ven a mí, oye mi llamado, ángel de la guarda, espíritu del consuelo”) que de inmediato le provocan un trance espástico en despoblado, y desde entonces la fábula neogótica sobrenatural va a desencadenarse y azotar cual rayo que no cesa, con escasísimos reposos o adagios intimistas para el frenético e imparable despliegue de su sinfonía del horror, viajándose de paroxismo en paroxismo, glosando y desnucando el equilibrio perfecto del Nosferatu de Murnau tanto como el poético lamento del Nosferatu, creaturas de la noche de Herzog (79), bestializando al estilo checo la fotografía en salvajes claroscuros encandiladores de John Braschke tanto como el montaje impertinente de Louise Ford y la música desquiciada de Robert Corolan, añorando los excesos visionarios del ruso Guerman de Qué difícil es ser un dios (2013), generando una obra autoral muy cerca del frágil equilibrio dinámico hipersensitivo de La bruja y del encapsulado microcosmos con excedida imaginación fértil de El faro mas no tan lejos del congestionado vikingo de El hombre del Norte, entroncando por un camino rumano-germánico la desatada megalomanía metafórica romano-estadounidense del idiosincrático Coppola senil de Megalópolis (2024).

La ámpula terrorífica despliega un repertorio performático inagotable de recursos efectistas prefabricadamente shocking, tomados del cine hipercomercial de estremecimientos terrores pasados (Corman y Fisher) tanto como de un cine experimental en boga debidamente domesticado, a base de un acopio de atmósferas fuliginosas, efectos visuales de última generación tecnológica para que resalten sobre la bruma y las neblinas perennes en ocre/sepia o azulosas, el anaranjado de las flamas sin cesar deambulatorias y el verde que te quiero verde del perico devorado crudo por el infame Knock, anémicas luces y anímicas sombras amenazantes, finales de secuencia en puntos suspensivos sobre abruptas pantallas en negro, close-ups producto de feroces avances hacia la cámara de los rostros crispados del doctor Sieves al pronunciar por vez primera el nombre fatal de “Nosferatu” o de Thomas al percatarse muy tarde de que su incursión exterminadora era un desvío, imágenes descompuestas, desvariantes presentaciones de personajes y ámbitos (oficina/bohardilla/castillo/laboratorio alquimista/celda/ventana) jugando con los primeros y últimos términos de los fotogramas y el desequilibrio de las composiciones.

La ámpula terrorífica recrea y reinventa el mito fundacional del cine de horror urdiendo nuevas equivalencias, pues ahora el conde Orlok es un gallináceo desencajado y bigotón al principio prácticamente inmostrable salvo por su verbo cavernoso (sustituyendo con creces enigmáticas el raquítico etéreo Max Schreck murnauiano y el dientón jeremiásico Klaus Kinski herzoguiano), la inextirpable superstición medieval popular eslava es el empalamiento de un cadáver resurreccional, el concentracionario pueblo hanseático de antemano apestado es un motín de ratas reptando por baldosas relucientes a ras de travelling lateral cual ávido gusano omnívoro, y el cruel cuento de hadas alucinógeno es un necrófilo carnaval de premoniciones cumplidas.

Y la ámpula terrorífica no concluye ni culmina, sino que se desploma y desinfla bajo el prestigioso peso del desgarrado cuerpo esquelético del noble amante de una noche de esa fáustica doncella adúltera que se equivocó de martirologio goethiano y de posthollywoodense UFA decrépita, así como de agonizante centuria romántica.

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