No sé si así sería en otras partes, pero, en mi adorado Campeche, era frecuente que cuando algo no servía para nada, las personas mayores decían con un toque de amarga ironía que “eso, y la carabina de Ambrosio, es lo mismo”. Pero ya ven que todas las cosas cambian y, a finales de la década de los 70, surgió un referente que vino a resignificar esta frase para las nuevas generaciones: un “Show cómico-mágico-musical” televisivo, que se mantuvo exitosamente al aire por casi una década, protagonizado por Chabelo, Alejandro Suárez y César Costa y se llamaba, justamente, La Carabina de Ambrosio

Se preguntarán a qué viene esto a colación con la ópera de la que procederé a compartirles mis impresiones. De entrada, acordémonos que, como toda excepción que confirma la regla, hay cosas que no cambian, y todo indica que, desde su estreno en La Fenice hace 174 años, Rigoletto se ha mantenido en el gusto del público. Qué tan buena será esta ópera, que lo aguanta todo.

Bueno, casi todo: desde montajes de altísimo nivel hasta intentos que, por fallidos, más valdría considerar como parodias de risa loca. México no ha permanecido ajeno al gusto por este título. En menos de un año, he presenciado tres propuestas escénicas por demás diferentes. En sus miras… y en sus alcances.

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Crédito: Cultura Mazatlán
Crédito: Cultura Mazatlán

De la primera, dignamente protagonizada en Mazatlán por José Adán Pérez escribí en el Confabulario publicado el 27 de octubre pasado; si ir a Sinaloa es riesgoso, más temerario fui el 22 de marzo cuando, para que no me cuenten, me apropié del “soy más curioso que digno” de Monsiváis y me asomé al Foro Lenin para ver ese “Rigoletto a partir de Verdi” que, impulsado por el alto concepto que tiene de sí mismo, cometió nuestro Florence Foster Verkins (sic), a quien podría aplicársele aquello de que “él y la carabina de Ambrosio…” de no ser porque sería conferirle una importancia que no tiene.

Centrémonos en el Rigoletto que, hasta este domingo 18 de mayo, se escenifica en el Palacio de Bellas Artes. Una puesta que, si por algo será memorable, es por las voces elegidas por Marcelo Lombardero para conformar el elenco.

Hablemos primero de lo que vimos: independientemente de si trasladaron la escena de 1530 en Mantua al México de los años 60 del siglo pasado, la puesta no pudo ser más pobre. Y no lo digo nada más por la escenografía de Auda Caraza, que no previó que la azotea donde encaramaron a Gilda a lavar la ropa (y a medianoche, ¿a quién se le ocurre?) la dejaría fuera del alcance visual del público ubicado en los niveles superiores del Blanquito. Eso sí, con tanto cortinaje encarnado y flecos plateados, la “lúgubre” vivienda de Sparafucile y Maddalena acabó convertida en un burdel tan kitsch que ya lo hubieran querido Sasha Montenegro y Carmen Salinas como locación para su saga de Las ficheras, esas que aquí fueron representadas por diez figurantes a medio camino entre chicas gogó y prófugas de Tlalpan.

Y no fue solamente por ellas que no dejo de pensar en cuánto daño le ha hecho a la escena actual ese afán “inclusivo” que pretende quedar bien con todas las causas, de moda o no, por injustas que sean. Por querer verse serios y comprometidos, acabaron siendo chuscos.

Me pregunto si ese “río” de mujeres reptando desacompasadamente en la escena final (“mira, ¡ni la ola les sale!”, exclamó un espectador) habrá llevado a alguien a pensar en los feminicidios; como ése, hubo múltiples detalles que acabaron siendo un desafortunado distractor del que no sabría si culpar al trazo de Enrique Singer o a las hilarantes y ramplonas coreografías de Raúl Taméz y Rodrigo González, que cuando no evocaban el aquelarre del segundo acto del ballet La sílfide y el escocés –en la reposición de Terrence Or que presentó la Compañía Nacional de Danza- y jodían la actuación del coro preparado por Rodrigo Elorduy mientras entonaba Scorrendo uniti, plagiaban los icónicos movimientos con que Gina Montes tornó inolvidables las cortinillas de La carabina de Ambrosio y a quien, consciente o inconscientemente, así le han hecho un magno homenaje en Bellas Artes.

Lee también:Si esa era la estética buscada, concederé en calificar como un acierto el vestuario de Carlo Demichelis, aunque siga sin entender por qué disfrazó a Rigoletto de domador de circo, y cuando al término de la función del jueves 15 le pregunté a Alfredo Daza dónde quedó la joroba de su personaje (omitida al igual que la escalera que se supone debe sostener al final de la segunda escena del primer acto) me salió con que su deformidad “era social”.

Definitivamente, lo mejor, fue lo que escuchamos. Con todo y sus asegunes: cuidadosamente concertada por Benjamin Pionnier, la orquesta cumplió siendo un soporte tan limpio como soso y falto de relieves. Conformado casi en su totalidad con talento nacional, el amplio reparto fue muy afortunado. Casi todos cumplieron a cabalidad, desde el protagónico, hasta el ujier confiado a Juan Marcos Martínez, quien se lució en su breve aparición al lado del sombrío y sonoro Monterone abordado por Oscar Velázquez. Lo único inexplicable es haber importado a un cantante sin voz como José Antonio García, su Sparafucile fue tan abucheado el martes 13 que le dieron las gracias y, afortunadamente, para la siguiente fue relevado por José Luis Reynoso, su cover.

De los cantantes que alternaron en los roles principales me sería imposible elegir quién fue la mejor Gilda. Las coloraturas, trinos y pianísimos que hizo Génesis Moreno durante su Caro nome el jueves 15 fueron impresionantes, y por su apego estilístico e impecable precisión, Leticia de Altamirano se comió a sus colegas en la función del 13. De temperamentos muy distintos, ambas estuvieron espléndidas.

El 15 escuché por primera vez un protagónico en vivo con Leonardo Sánchez, poseedor de una voz muy bella a quien su juventud le jugó en contra. Espero que, en pocos años, dote a su Duque de Mantua de todos esos matices que han llevado a Arturo Chacón a representar más de cien veces a este personaje. Si desde Questa o quella, su “tarjeta de presentación” apenas inicia la trama estuvo espléndido, al llegar a Bella figlia dell’amore –el esperado quinteto del tercer acto- Chacón confirmó por qué hoy es nuestro mejor tenor, ¡y vaya que tenemos muy buenos! Qué agudos tan francos y bien colocados, y qué profesionalismo el suyo: nadie se percató, pero el 13 salió a escena padeciendo una severa infección gastrointestinal que nos privó de escucharle bisar La donna è mobile, como ocurrió durante el estreno.

Jorge Lagunes y Alfredo Daza alternaron al epónimo y lo que le sobró a uno, le faltó al otro. Lagunes conmovió con su histrionismo. A mi lado, Fernando de la Mora le celebraba que “tuvimos Rigoletto”, pero “no es los mismo los tres mosqueteros que veinte años después” y, a dos décadas de que debutara este rol, su voz ya suena entubada. En contraparte, Daza está en su mejor momento, y aunque “empuja” un poco sus agudos, su emisión es plena, matiza y tiene amplias dinámicas; pero… no termina de hacer suyo al personaje: entró a escena encorvado y al final andaba derechito. Ni modo: todavía me cimbra el portentoso Rigoletto que, hace una década, cantó Michael Chioldi en el Degollado, por primera vez en su carrera.

No he sido el único en reconocerlo: Lombardero dejó la vara muy alta con su Lady Macbeth. ¡A ver qué hacen con Un Re in Ascolto!

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