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Las siluetas de las casas, los árboles pocos, las colinas envejecidas, se hicieron patentes, comenzando a configurar la realidad visible. Vamos, que alboreaba. Que hay maneras de decir las cosas sin tanto aspaviento. Otra jornada que venía a sumarse a tantas pretéritas. Pero para quien se amanece, es encontrarse en la vida misma; si no como por primera vez, como por prorrogada gentileza del albur. Es lindo despertar. Aunque, si uno va a morir, convengamos en que el sueño es la mejor jurisdicción para hacerlo: misericordia del azar. Otra vez el destino: ¿y qué otra cosa somos?

Mientras uno dice, o se despereza, o se gira para atender la pava sobre la hornalla, el día se instaló con su aire de mismidad tan preocupada por ocultar en esa imagen inocua de campo y permanencia, el engaño de la edad, de lo irremediable… Empezaba tan bien, con sombras que se iban inscribiendo en el registro de la comprensión, casi bucólica estampilla, y, de pronto, uno, el mismo que observa aquella versión telúrica de milagrería, en breve, yo, salgo con que el destino, la muerte, el tiempo y toda la caterva de tópicos de la mala poesía y de la tristeza trillada.

El agua hierve. ¿Tirarla y volver a calentar otra pava?, ¿o añadirle un poco de agua fría? Dilema que atraviesa el mero aspecto de la ingesta de mate: ¿puede uno reconfigurar un error, una desatención, o conviene crear una nueva instancia, aunque sea con los elementos constituyentes básicos del intento precedente? Como sea, en el caso del mate, siempre conviene comenzar el proceso nuevamente.

El amanecer ya es mañana corriente. Las colinas más aplastadas de lo que la primera luz prestidigitaba; la chatura de campos amarilleados aún más llana, desprestigiada en su aridez estacional. Los árboles, mero monte de abigarrados y pinchudos arbustos hipertrofiados. Un paisaje rutinario. Como esas relaciones donde sólo ha quedado la piel sin afeites ni ganas.

Ahora sí, quito la pava del fuego antes de que burbujee el agua. El mate en una mano, la pava en otra, salgo de la cocina a la parte trasera de la casita. Me siento en el banquito, la espalda contra la pared, a realizar la tarea de estar con uno mismo con la única justificación de unos mates, que, por otra parte, siempre han sido algo más que una bebida. No soy dado a las conjeturas, pero me atrevería a decir que el mate está relacionado con alguna ceremonia que era elemento central de un requerimiento, por decirlo de alguna manera, divino. Y es rico. En su sencillez. Y es compañía – ni un vaso de caña o ginebra; mucho menos esas civilidades del café y del té. Como si realmente hubiera alguien junto a uno: el lugar se altera levemente, de la misma manera en que sólo otra presencia lo hace: el espacio que ocupa el cuerpo transformado, ocupado por las ondas de voz, respiración, los movimientos, los ánimos; el volumen todo que nos contiene. El mate probablemente facilitaba la presencia de la deidad. Quizás lo siga haciendo, pero hemos perdido la capacidad o la valentía de aceptar esa comparecencia y su verbo, o su silencio hecho de concepto.

El sol siempre trepa hacia el mediodía. A esa inclemencia de mostrarlo todo tal cual es. No importa si está nublado, ni siquiera el efecto del trazo anual del sol que chanflea su luz; siempre, durante unos minutos, revela al mundo en su versión en bruto: una plantilla sin contornos, sin tonalidades. Allí es donde empieza el día.

No el mío. El mío ya es sólo uno: eso buscaba en esta jubilación sin más contenido que el que le entregan los pocos libritos que había en esta casa comprada de saldo, como quien dice. Los ruidos pocos del ambiente: unos pájaros que parecen gritar un miedo, pero que nunca se dejan ver; los gorriones que están en todos lados, y que, otra hipótesis, son siempre los mismos veinte o treinta, en todas partes; parientes del mate. Las brisas escasas en verano. El ruido a lija de los pastos secos. Las cigarras monótonas. Los zumbidos. El viento bruto del invierno. Las lluvias a baldazos de la primavera y el otoño. Las tormentas siempre lejanas: hermosura inflada de grises y negros, el ronroneo lejano, los refucilos como várices. Un reloj exacto.

Cada vez más presiento que no vine a jubilarme. No únicamente. Vine con la esperanza de que esa presencia que facilitan el mate y el medio día, se materialice y me diga algo que lo justifique todo: lo que fui, lo que fue antes que yo, lo que será; la disposición de las cosas, de los equilibrios.

La hora ya permite la desfiguración por las sombras, que, por mínimas, no dejan de confabular formas e identidades que no son. Incluso, o, sobre todo, la del observador – que sea probablemente, más que la disipación de la luz, quien altera las señas que lo rodean, que lo contienen. Quizás, entonces, ni el mate ni otra cosa, sino sencillamente, terminar por confundirme con el todo: diluirme; siempre más apetecible que el acto drástico de fallecer.

Como sea. Haré mi pequeña rutina de estar aquí. Al atardecer, entonces, iré con otra pava y el mate al lado opuesto de la casa. Me sentaré en el escaloncito chueco a mirar cómo esa otra luz expone sus imágenes alargadas, como de adiós que se opone a sobrevenir, con sus uñas gruesas agarrándose inútilmente al mundo. Como tantos: qué, si no, hace uno mismo, aferrándose a lo que puede, a lo que creo que fui, lo que podría haber sido. Uno, eso sí, que ya ni siquiera es el que cree prolongarse levemente.

Dejo que la penumbra instale la oscuridad y retorno a la casa: invariablemente subordinado a rotaciones y traslaciones, a ese ir de un lado al otro de la casa, del día, del año; centrifugado.

Enciendo los soles de noche (tres). Su luz no alcanza a transponer las ventanas. Apenas si delata la ubicación de las cosas en el interior. Y así debe ser. Poco a poco. Como dije: diluyendo, disolviendo.

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