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En Lo mejor está por venir (Il sol dell’avvenire, Italia, 2023), replanteador opus 16 del autoinmersivo actor-director italiano de 70 años Nanni Moretti (La misa ha terminado 86, La habitación del hijo 01, Habemus Papam 11), con guion suyo y de Francesca Marciano, Federica Pontremoli y Valia Santella, el envejeciente realizador radical de izquierda Giovanni (el propio director Moretti siempre por transferencia interpretándose a sí mismo) cae en una aguda y pavorosa crisis existencial múltiple política-creativa-amorosa-existencial cuando acomete el rodaje de una remembranza circense en épocas de la masacrada revolución húngara de 1956 que puso en profundo conflicto al Partido Comunista Italiano (el PCI del polémico dirigente Togliatti), cuando su sometida esposa-productora ejecutiva Paola (Margherita Buy) se encarga por primera vez de la producción de un cineasta (joven) que no es su marido y le confiesa a éste que se encuentra en terapia para poder separarse de él e incluso hace meses que ya renta un depto salvador, cuando su jovencísima hija Emma (Valentina Romani) decide casarse con un ancianísimo embajador polaco (Jerzy Stuhr), cuando su entusiasta lelo productor financiero francés Pierre (Mathieu Amalric) es aprehendido policialmente por sus deudas, pero también cuando el naufragante Giovanni se entrevista catastróficamente con cerrados funcionarios de Netflix fieles a sus fórmulas exitosas “para 190 países”, cuando debe acudir como último recurso a inversionistas coreanos encantados con el final desesperado de su cinta en suspenso, cuando intenta en vano remediar la fascinación por la violencia del film de un irresponsable director novel (Giuseppe Scoditti) que produce su imprescindible esposa Paola, y para colmo cuando en pleno rodaje el mismo realizador Giovanni suspende a la brava la secuencia del ahorcamiento suicida de su triste héroe periodista-secretario partidista Ennio (Silvio Orlando) abrumado tanto por el aplastamiento del crucial levantamiento húngaro como por la ruptura con su pareja Vera (Barbora Bobulova) con posición política adversa al pronto disidente antisoviético PCI, un maremágnum de acontecimientos, circunstancias y opciones que no logran perturbar sin embargo el predominio de un excelso frenesí deleitoso.
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El frenesí deleitoso consuma el prodigio sintético-narrativo de surgir dramática y alegremente ileso del cruce casi asfixiante de una enorme cantidad de elementos significativos que sin duda serían excesivos o indigestos en manos de cualesquiera otros cineastas narcisistas, pero que conservan una increíble ligereza en estado de gracia tras poner a prueba y en irrisión/autoirrisión a cada instante la magistral experiencia veterana de ese gran Moretti autobiográfico e irónico de culto que, desde Soy un autárquico (76) hasta Querido diario (93), ya era considerado con razón como el ultraintelectual Woody Allen italiano, ahora con fotografía de Michele D’Attanasio tan suntuosa cuanto ceñida y una edición de Clelio Benvenuto cuya contundencia puede parecer en sorpresivo molto legato continuo cuando no abrupta en sus entradas o elipsis compactantes.
El frenesí deleitoso se beneficia así, en primer lugar, con la imbricación, al estilo cine dentro del cine, quasi identificatoria abismal y a veces desconcertante, entre los conflictos de los personajes de la escrupulosa ficción en trance de ser filmada con precisión decorativa, pero con serias libertades históricas muy deliberadas por parte del director Giovanni, y los conflictos de éste con su exasperada mujer incapaz de escapar a su seductora egolatría; en segundo lugar, se desinhibe con el delirio cumplido del fallido Giovanni de filmar, ahora o nunca, una comedia musical con un puñado de las 50 canciones de todo género que siempre había soñado según confiesa, irrumpiendo e interrumpiendo, fundiendo y confundiendo la realidad y la ficción a la manera del Siempre la misma canción del también septuagenario Resnais (99), amalgamando canzoni-emblema de permanencia resiliente (“Lontano, lontano” de Luigi Tenco) con homenajes alucinados a “Fever” de Aretha Franklin) o Los Blues Brothers (Landis 80) y una intempestiva danza gitana con los brazos extendidos por todo un planeta pueblerino; y en tercer lugar, se engolosina con sus maniacas citas fílmicas, visceral e intelectualmente necesarias, intercalando confrontadoramente sin más el doloroso final de La dulce vida (Fellini 60) o el sensitivo arranque melancólicamente beethoveniano de la Lola de Demy (61), o bien, desmenuzando verbalmente la violencia destruida por exceso en el No matarás de Kieslowski (88), tomando distancia respecto de la desechada improvisación actoral de Cassavetes o asumiendo la entereza estoica del encarcelado a perpetuidad de los Taviani (en San Miguel tenía un gallo 72).
El frenesí deleitoso utiliza por añadidura la figura del circo a modo de revelador de la vida humana en cautiverio ideológico y en colectividad, no la espectacular función de un circo de tres pistas vuelto cruel remedo de la vida amorosa de la mujer infeliz por extraordinariamente bella (la Lola Montes de Ophüls 55), sino el funcionamiento y la zozobra de un visitante circo húngaro en huelga por solidaridad política con los lejanos reprimidos por su revuelta, el circo visto desde adentro y desde afuera como metáfora del cine actual en transformación y ya de irremisible salida tal como se le concebía, el circo cual signo de la lucha afectivo-política de un vulnerable cineasta hiperconsciente en particular desdichado, su turbulencia tranquila, su Caos calmo como el del Moretti tronado de Grimaldi 08: su lucidez tumultuosa.
Y el frenesí deleitoso prefiere concluir con los ocho minutos de un grandioso desfile circense, sobria y efusivamente paralelo al de Los payasos de Fellini (70), con todas las criaturas felices de Moretti, presentes, pasadas y fututas, porque al fin podrá perseguirse la utopía popular sin la funesta tutela soviética.