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En La quimera (La chimera/La chimère, Italia-Francia-Suiza, 2023), prodigioso film 6 de la regionalista cineasta toscana ya de culto a los 41 años Alice Rohrwacher (Casamanca 06, Las maravillas 15, Lázaro feliz 18; mediometraje: Le pupille 22), con guion suyo y de Carmela Corvino y Marco Pettenello, el exconvicto arqueólogo inglés de salud deteriorada Arthur Harrington (Josh O’Connor) retorna a un escarpado pueblo montañés en la Toscana donde una banda de tombaroli o ladrones de tumbas antiguas lo considera líder por su paranormal don mágico para detectar sepulturas etruscas cuyas ofrendas de cerámica y valiosas reliquias venden a una mafiosa red internacional de tráfico de piezas arqueológicas comandada por la inmostrable jefa mafiosa Spartaco, pero el buen hombre hiriéndose aún más al dar tumbos sobre tumbas, sigue añorando y viendo en sueños a su amante apasionada trágicamente perdida Beniamina (Yle Vianello), también esperada con vida por su autoengañada anciana progenitora, la exdiva matriarca y maestra de coro Flora (Isabella Rossellini irreconocible), en cuyo operático gineceo filial se inserta Arthur y donde conoce y casi a pesar suyo enamora a la bella sirvienta y falsa estudiante de canto Italia (Carol Duarte), madre de dos pequeños cuya existencia debe ocultar a la autoritaria odiainfantes Flora, aunque el incipiente romance naufraga cuando la hermosa Italia descubre una noche en la playa las actividades delictuosas que dirige su irresponsable objeto amoroso y furiosa las juzga violadoras de espíritus, exacto cuando los tombaroli han descubierto un gigantesco santuario subterráneo intacto cuya monumental deidad (nada menos que la Cibeles de Etruria del siglo V a.C.) descabezan como trofeo chantajista, antes de darse a la fuga y llegar a ponerse en contacto directo con la ganona traficante germana Spartaco (Alba Rohrwacher la recia hermana mayor de la directora) alcanzada en su lujoso yate, desde donde el vulnerado Arthur arroja la cercenada testa de la diosa etrusca al mar, ya preso el infeliz en una cadena de extremos actos exangües en su frenética búsqueda quimérica.
La búsqueda quimérica encuentra siempre la mejor, más original y manierista forma, aunque sea indirecta u oblicua de plasmar las peripecias folclóricas, imaginarias y maravillosas hasta lo feérico, de su héroe crasamente extranjero y terrenal, si bien absorto por su quimera inalcanzable, y traducir su angustia, e involucrarnos a mansalva en su irremisible e interminable desesperación a la vez ética, estética y amorosa, real y fantástica, ese héroe tan absurdo que como su vetusto homólogo femenino Flora, ese desdichado treintón sombrío e hirsuto que es asaltado por la visionaria atracción subliminal de su Benianima cuando menos lo piensa durante un viaje con la frente sobre la ventanilla o en la cueva ancestral localizada en un terreno baldío mediante una primitiva horqueta de zahorí que le palpita, antes de fascinarse y desgarrarse entre el escondite del bebé gateando bajo la cama o jaloneando posesivamente a la bella Italia a la mitad de una restallante fiesta regional.
La búsqueda quimérica bordea a cada momento y cada impulso ficcional el género realista legendario, con ese resplandeciente desfile comunitario a bordo de un rojo tractor pulido por las calles en descenso rosselliniano tipo El amor (48), con una tersa calidad fotográfica de las imágenes de Hélène Louvert (al frente de un equipo técnico fundamentalmente femenino) tan cromáticamente suave cuanto capaz de proezas preciosistas en la fotogenia regionales, con una edición concisa o contemplativa por igual de Nelly Quettier pronta a diseminar palomas como lírico leitmotiv testimonial o a imprimir escenas-clave vueltas del revés de acuerdo con la mirada subjetiva o el perturbado sentir del protagonista eternamente forastero y acremente ajeno al lugar (aunque fungiendo como su revelador y faire valoir), pero sobre todo con ese concordante tono hipnótico y diversificador del relato mediante un crucial uso de la música clásica o de ulrarregionales canciones narrativas interpretadas en vivo al estilo trovadoresco-brechtiano en un escenario feriante o en el rincón fractal de un vagón, sean melancólicos motivos instrumentales del Orfeo de Monteverdi para denotar el deambulatorio trastorno interior del héroe, o sea un preludio de La traviata de Verdi o una sublime aria ligera de Mozart cuando expulsan a Italia de su primer gineceo.
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La búsqueda quimérica representa la última parte (tras Las maravillas y Lázaro feliz) de un tríptico de fantasiosas comedias apenas dramáticas que la realizadora toscana Rohrwacher ha dedicado a su recóndito terruño natal, un tanto al estilo de Fellini cuando éste todavía era ser humano antes de volverse monstruoso creador de grandilocuentes arquetipos fabulescos, tocándoles ahora el turno a sus entrañables vagos e inútiles ciervos creciditos de pueblo: retrato de los tombaroli como aggiornados niñotes ojetes de Los vitelloni (Fellini 53), guiados por el descabezador enteco Pirro (Vincenzo Nemolato), cual traviesos juguetones voraces pero inofensivos equivalentes de Las bestias del gallego Sorogoyen (22), hasta una variada versión femenina suya en la figura de las hijas canoras e incallables de Flora, a quienes se agregarían una solidaria Fabiana (Romana Fiorini) y la jocunda enlace mafiosa omnipresente Melodie (Lou Roy Lecollinet), para integrar un inolvidable coro de furias neomitológicas, con algo de parcas lunares, al servicio final de una súbitamente empoderada Italia de narigudo perfil etrusco en perfecto ángulo recto ya convirtiendo en mínimo florido edén hembrista cierta abandonada estación ferroviaria “de todos y de nadie”, para terminar incluyendo y despiojando allí al triste y divagante amante británico, tan gozosa cuan efímeramente.
Y la búsqueda quimérica va a consumar con un hoyo dantesco y un simple cordel la luminosa unión con la Quimera etrusca-romana inmortal.