Hace algunas semanas conté en esta columna la anécdota de mi compañero Gerardo y René Descartes. Cuando estudiábamos la licenciatura en filosofía fue quien cometió un error por su nerviosismo y declaró que “pensaba luego, luego” … lean la columna, se van a divertir. Pues bien, regresemos a Descartes… digamos en principio que este matemático y filósofo no era de los que se conformaban con aceptar las cosas solo porque otros las creían. Quería certezas, quería verdades que no pudieran tambalearse, y esa búsqueda incansable lo convirtió en una de las mentes más brillantes de la historia, el hombre al que hoy llamamos el “padre de la filosofía moderna”.

Descartes estudió en un colegio jesuita donde le enseñaron matemáticas, latín y la filosofía escolástica, esa que se apoyaba en Aristóteles y en la tradición. Pero algo en él se rebelaba contra esas ideas heredadas. No le bastaba que un texto antiguo dijera que el mundo era de cierta manera; él quería saber cómo podía estar seguro de que era así. Sus viajes, primero como estudiante y luego como soldado, lo llevaron a conocer culturas distintas, pero también a enfrentarse a la incertidumbre.

En la antigüedad nada pasaba desapercibido fuera del misticismo. Así que según contó Descartes, tres sueños lo visitaron, y en ellos vio el destello de un método, una forma de encontrar verdades claras y seguras. Ese momento marcó su vida: decidió dedicar su existencia a construir un conocimiento sólido, libre de dudas, y debido a que él era un hombre práctico, un matemático de corazón, y creía que la razón, como una brújula confiable, podía guiar al ser humano hacia la verdad. En su Discurso del método, publicado en 1637, plasmó un plan sencillo pero revolucionario: no aceptar nada como verdadero a menos que fuera evidente, dividir los problemas en partes pequeñas, ordenar los pensamientos de lo simple a lo complejo y revisar todo con cuidado para no dejar nada al azar.

Así pues, parece simple, pero la autoridad de los libros y los clérigos dominaba, y este método era un acto de rebeldía. Descartes quería que cada persona usara su propia razón, que dudara de todo hasta encontrar algo que no pudiera ponerse en duda. Y lo encontró. Con las Meditaciones metafísicas de 1641, Descartes se embarcó en un ejercicio mental radical. Imaginó que todo lo que sabía podía ser falso: los sentidos podían engañarlo, el mundo podía ser un sueño, incluso un “genio maligno” podía estar manipulando sus pensamientos. ¿Qué quedaba entonces? En medio de esa tormenta de dudas, halló un principio inamovible: “Pienso, luego existo”. Cogito, ergo sum. Si dudaba, estaba pensando, y si estaba pensando, existía. Esa frase, tan simple y profunda, se convirtió en el cimiento de su filosofía. No era solo una idea; era una certeza que nadie, ni siquiera un genio maligno, podía arrebatarle.

No obstante, Descartes integró a Dios en su metafísica como garantía de la verdad. Argumentó que la idea de un ser perfecto no podía provenir de una mente imperfecta como la humana, por lo que Dios debía existir y ser benevolente, asegurando que nuestras percepciones claras y distintas reflejan la realidad. Así, veía la metafísica como un puente entre la razón y la fe, pero siempre subordinada a un rigor lógico.

Descartes no se quedó solo en la filosofía. Su amor por las matemáticas lo llevó a inventar la geometría analítica, uniendo números y formas en lo que hoy conocemos como coordenadas cartesianas. Ese sistema, que parece tan obvio ahora, fue un regalo suyo al mundo, una herramienta que permitió a científicos como Newton entender el universo con mayor precisión. Pero, no todo en Descartes era puro intelecto. También se preguntó por la relación entre la mente y el cuerpo, y aquí dio otro paso audaz. Dijo que el ser humano está compuesto de dos sustancias distintas: la mente, que piensa y no ocupa espacio, y el cuerpo, que es materia y se mueve como una máquina. Este dualismo, como se le conoce, separó el alma del cuerpo de una manera que marcó la filosofía y la ciencia. Por un lado, permitió estudiar el cuerpo humano como un mecanismo, lo que impulsó la medicina moderna. Por otro, dejó un enigma que aún hoy debatimos: ¿cómo se conectan la mente y el cuerpo?

Así que, debido a la herejía del pensar de Descartes, la Iglesia católica puso sus obras en el índice de libros prohibidos, temiendo que su énfasis en la razón desafiara la fe. Cuando Descartes murió en 1650, dejó un mundo transformado. Sus coordenadas cartesianas abrieron caminos en la física y la astronomía. Su método inspiró a generaciones de científicos a buscar claridad y precisión.

Ahora bien, Descartes opinaba que dudar era necesario, un ejercicio valiente que nos lleva a la verdad más pura, siempre que lo hagamos con disciplina y un propósito claro. Esa obsesión por el sueño como posibilidad ilusoria encuentra un eco poderoso en el teatro de Pedro Calderón de la Barca, especialmente en su obra La vida es sueño. Mientras Descartes usaba la idea del sueño como un desafío intelectual para afianzar su existencia a través del pensamiento, Calderón la transformó en una metáfora profundamente humana y dramática. En la historia de Segismundo, un príncipe encarcelado que despierta dudando si su vida pasada fue real o un sueño, vemos un reflejo de esa duda cartesiana llevada al escenario.

Pero Calderón va más allá: sugiere que, aunque la vida pueda ser un sueño, lo importante es cómo actuamos en ella. Segismundo elige redimirse y vivir con honor, aceptando la incertidumbre como parte de la condición humana. Así, mientras Descartes construyó un sistema racional para escapar del sueño, Calderón nos invita a abrazarlo como una lección, cerrando el círculo entre la filosofía y el arte: dudar nos define, pero nuestra respuesta a esa duda es lo que da sentido a nuestra existencia.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses