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In memoriam Esperanza Burad Cabrera (1949-2025)
En México nos sobran pretextos para celebrar cualquier cosa. Hay días para todo, y si mayo es un insuperable ejemplo de cuánto llegan a mercantilizarse, hoy les compartiré mis impresiones sobre un par de eventos a los que asistí en torno al Día del Niño: el ballet Cenicienta, con música de Prokofiev, y la ópera El niño y los sortilegios de Ravel con la que, de paso, se conmemora el 150 aniversario de su autor y el primer centenario de su estreno.
No es secreto que disto de ser fan del ballet, más aún de los llamados “ballets blancos” donde predominan los tutús y bailarinas cuya palidez recuerda aquellas líneas del poema Metamorfosis de Luis G. Urbina que hablan de “la apariencia de un lirio desmayado y el palpitar de un ave en agonía…” En el mejor de los casos, estaré en primera línea para ver ballets como Espartaco, de Khachaturiam, ¡pletóricos de suspensorios y turgentes efebos! Categoría aparte merecen aquellos ballets que siempre es una delicia escuchar. Sí: escuchar. Como los tres compuestos por la tía Piotr –que habría cumplido 185 añitos este miércoles- o los de otro par de compatriotas suyos: Sergei Prokofiev e Igor Stravinsky.
Lee también: La importancia de las pruebas: persecución a Ricardo Flores Magón y José Revueltas Fue precisamente la oportunidad de escuchar en vivo el ballet Zólushka, que es el nombre original en ruso de esta partitura que porta el Op. 87 de Prokofiev, y fue compuesta en 1945 con libreto de Nikolai Volkov –basado en Cendrillon, el cuento de Perrault–, lo que me llevó el 30 de abril al auditorio del Centro Universitario Cultural, para ver la cuarta de diez funciones que programó la Compañía de Danza de las Artes que dirige Morelia Villarino. Para mí, lo invaluable de estas presentaciones fue que, a diferencia de la Compañía Nacional de Danza, que ofrece algunas funciones con música en vivo y otras tantas en las que los bailarines tienen que desempeñarse con pistas sonoras, aquí todas las funciones tuvieron en el foso a la Filarmónica de las Artes. Concertada por el Maestro Jorge Barradas, esta orquesta ofreció una tersa y cuidada interpretación, tal y como acostumbra esta agrupación privada; felizmente privada, también, de ese lastre para los altos estándares artísticos que suelen ser los sindicatos. La sorpresa para mí fue el desempeño de Barradas, a quien reconozco como un respetable violinista, pero que, ahora, se develó ante mí, también, como un sólido director, atento de los bailarines y con una precisa gestualidad. Inapreciable detalle, en estos tiempos en los que sus pares suelen retorcerse más que los propios bailarines… pero con una coreografía equivocada. Una vez más, reconozco la ductilidad con que los artistas de esta empresa aprovechan cada milímetro de un escenario que, para otras compañías, resultaría insuficiente. Mérito que atribuyo al trazo escénico de Omar Olvera y a la coreografía de Elliot Islas, que saben trabajar “con lo que hay”, y me queda claro que, más que recursos, lo que hay aquí, es mucho talento y voluntad de entretener, lo cual explica el por qué de sus localidades agotadas. Io Cruz y Fernando Camacho recrearon a Cenicienta y al Príncipe con gran corrección, pero fueron Emiliano Hernández, Emmanuel Badillo y Elliot Islas quienes, como la Madrastra y las Hermanastras, se ganaron nuestra simpatía con su chusco desempeño. Y aunque salí muy contento de la función, lamento que, en el momento que se rompió la cuarta pared y se alborozó la chiquillería al ver a los amigos del príncipe buscar entre el público a quién podría quedarle la zapatilla de cristal, ninguno se acercó a ver si le vendría a mi pezuñita de tamal… ni modo. Ahí pa’la próxima. Lee también:“La poesía también está en las rancheras de José Alfredo Jiménez”: una entrevista a Darío Jaramillo Justo una semana después, asistí en el Teatro de las Artes del Cenart a la primera función de L’enfant et les sortilèges, coproducida por el Estudio de la Ópera de Bellas Artes (EOBA) y la Universidad de las Américas de Puebla. No sé si sería por el horario –a mediodía y entre semana- o por la pobre difusión, pero habíamos “cuatro gatos” en la sala. Muy notables, eso sí. Supe que, días antes, hubo un preestreno para niños neurodivergentes que contó con cerca de 140 asistentes, y considerando cuán cuidada está la parte musical de este proyecto concertado por el Maestro Andrés Sarre, espero que en las funciones futuras llenen el recinto, siempre y cuando enmienden la pésima iluminación, firmada por Ignacio González Cano, responsable también de la dirección escénica y la coreografía, que fue lo que mejor le salió. Habrá que recordarle que “el que mucho abarca, poco aprieta”. Imagínense: para caracterizar a cada uno de los personajes, los cantantes disponen de gorras con viseras (bastante furris, como todo el vestuario), y como no fueron muy eficientes con el desempeño del seguidor y los dejaron a merced de la rudimentaria iluminación cenital, sus rostros se pierden en la penumbra y no precisamente para favorecer las proyecciones de Matías Otálora que contextualizan y fungen como escenografía en la puesta de esta breve “Fantaisie lyrique en deux partes”, compuesta por Ravel entre 1917 y 1925 con libreto de la entonces muy popular Sidonie-Gabrielle Colette, trasladado a estos tiempos, en que los niños no se desprenden de sus celulares y han hecho de los emoticones un nuevo lenguaje. A falta de orquesta, se optó por recrear sus oníricas sonoridades con un arreglo para piano a cuatro manos espléndidamente interpretado por Miguel Brito y Ricardo Galaviz. Considerando que son más de veinte personajes y es un elenco estudiantil, es natural que no todas las voces tengan el nivel óptimo que, se espera, alcancen al egresar del EOBA. Y aunque todos deben pulir su pronunciación, ya se vislumbran voces cuyo desarrollo habrá que seguir, más allá de Hildelisa Hangis, quien encarnó al protagonista: Ingrid Fuentes (libélula), Luz Valeria Viveros (ruiseñor), Alejandro Paz (reloj) y Hugo Barba (gato); por haber sido la taza y la tetera en el delicioso foxtrot que cantan a dúo, Gabriel Vargas y José Luis Gutiérrez fueron los más aplaudidos. Hago votos porque aprieten los cabos sueltos, mejoren el vestuario y pulan la iluminación para que, cuando en junio se realice el “estreno oficial” de El niño y los sortilegios dentro de la temporada La ópera es puro cuento que ofrece el Cenart cada verano, tenga el éxito que se merece. Bien harían las instituciones oficiales en mirar qué es lo que hace mejor la iniciativa privada, cuando se involucra en la producción cultural.Comentarios
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