Hace un año, cuando Tita Valencia tomó la palabra durante el homenaje que le rindió el INBAL por haber sido la ganadora del Premio Xavier Villaurrutia 1976, más de un asistente se preguntó quién era aquel personaje al que evocaba con tanta devoción y nostalgia al decir que “estar aquí, en el Palacio de Bellas Artes, tiene para mí un significado casi sacramental, pues hace más de medio siglo aquí se llevaron a cabo los Cursos de Perfeccionamiento Pianístico que impartía el más dotado de los Maestros, el pianista francés Bernard Flavigny”.

La memoria podrá ser ingrata, pero nada es peor que la ignorancia de las generaciones actuales. Sumadas, merman el brillo de figuras como la de este gran Maestro, de quien, hace un cuarto de siglo, escribí: “Pocos artistas han sido tan determinantes para la evolución del pianismo en México como Bernard Flavigny. El IFAL lo trajo por primera vez para dar recitales y Bellas Artes lo contrató para impartir un curso, cuyo nombre sonaba entonces tan pretencioso, como seductor. Durante las seis semanas que se prolongaron aquellas clases magistrales, la Sala Ponce de Bellas Artes se vio atestada, tanto de pianistas participantes, como de público que asistía simplemente ‘de oyente’, para maravillarse ante este extraordinario pedagogo que, de vez en cuando, se sentaba al piano para predicar con el ejemplo y demostrar qué sonoridades podían obtenerse para cada obra, periodo y/o autor. Con él, todo sonaba diferente. Único. Poseía un touché de mágica iridiscencia cuya mayor virtud radica en la seducción que ejerce en sus alumnos para que intenten emularlo”.

Este 22 de agosto, el Maestro Flavigny falleció en su casa de Robertot, en Normandía, y me duele constatar cuán pocas personas tienen conocimiento de este intérprete extraordinario, que optó por hacer a un lado la fama para consagrarse a la enseñanza en el Conservatorio de Aix-en-Provence. Aún en México, país que amó como pocos y en el que ejerció con desmedido entusiasmo su pasión por la Música y la docencia.

Nacido en Rouen, el 25 de febrero de 1927, Flavigny se inició en el piano a los tres años. “Fue mi primer juguete”, solía decir. A los quince obtuvo su Primer Premio en Piano por el Conservatorio de París, completó sus estudios de composición con Olivier Messiaen, y de fuga con Andrée Louise Vaurabourg-Honegger. Poseedor de un vastísimo repertorio y depositario de la tradición pianística de Alfred Cortot, en 1948 ganó el Primer Premio del Concurso Internacional de Praga, que lo catapultó al estrellato: tocó en las salas más importantes de Europa, América y Japón, y le llovieron contratos para grabar, a los que se mantuvo reacio.

Hay quien dice que fue porque, al igual que Glenn Gould, era dado a “canturrear” mientras tocaba. A mí me dijo que, en aquellos años, la tecnología no era muy fiel capturando el sonido y “no se reconoció” en un par de discos que llegó a grabar —un álbum con Mirroirs y Gaspard de la Nuit, de Ravel, para Le Chant du Monde y otro, con las sonatas Pathétique, Clair du lune y Appassionata de Beethoven, para Disques Cassiopée—, muy codiciados en la actualidad, a los que se suma otro más, de circulación limitada: la primera —y única— grabación mundial del Concertino para piano en tercios de tono de Julián Carrillo, con la Orquesta Sinfónica Lamoureux de París, dirigidos por el propio compositor.

Además de Carrillo, Flavigny fue gran entusiasta de Ponce: “Lo he interpretado en París durante muchos años, particularmente su Preludio y Fuga sobre un tema de Händel, obra espléndida, cuya pureza de línea es equiparable al canto gregoriano. También toqué mucho su Balada Mexicana”, y así como Nadia Boulanger es recordada por forjar a casi todos los músicos que “fueron alguien” durante el siglo XX, Flavigny es una constante en el currículo de los incontables pianistas mexicanos que participamos en sus cátedras. En reconocimiento a su labor pedagógica y a la difusión de nuestra música, el gobierno de México lo condecoró con la Orden del Águila Azteca en 1994.

Tuve el privilegio de mantener una entrañable relación familiar con él. Gran admirador de la cultura maya, además de las clases, compartimos mucho tiempo durante los viajes que realizamos por Tabasco, Chiapas, Campeche y Yucatán. Para mí era un sueño alternar con él, y creo oportuno compartir algunos fragmentos de las anotaciones que tengo de nuestras conversaciones de hace tres décadas.

Maestro, ¿cuándo inició su relación con México?

Creo que fue en 1956, a raíz de una invitación que me hizo (Luis) Herrera de la Fuente a través del IFAL, para tocar con él y la Sinfónica Nacional. Tras el concierto, se acercó a mí la pianista Holda Zepeda Novelo y me invitó a regresar para dar cursos de perfeccionamiento para concertistas. Ella coordinó todo, los primeros cursos tuvieron lugar en 1957 y fue una experiencia que se prolongó hasta 1968; duraban seis semanas y eran sólo para pianistas formados.

Entonces llegó a haber incluso un “Concurso Panamericano Bernard Flavigny”…

Sí, fue un gran honor. Se realizó anualmente en Bellas Artes durante casi diez años; los pianistas que lo ganaron cuentan todos con carreras muy sólidas, como María Elena Barrientos, Jorge Suárez, Manuel Delaflor y Jorge Federico Osorio.

Después vino un lapso de 20 años durante los cuales usted se alejó de México...

¡Para nada! México es algo que está siempre muy presente en mí y lo digo no sólo por haber sido seducido por un país tan bello y humanamente cálido. Tengo muchos años de venir y ya casi soy mexicano. Tengo amigos entrañables, algunos desaparecidos como Holdita, Eduardo del Valle, Vladimir Kaspé o doña Eva Sámano de López Mateos, que tanto apoyó mis cursos y a la música en general. De 1988 a la fecha, Luz María Puente ha sido fundamental para que estos se reanuden y tengo otros amigos que siempre es grato reencontrar, como Nadia Stankovitch, María Teresa Castrillón, Tita Valencia y tú.

¿Percibe alguna cualidad o defecto común en sus alumnos mexicanos?

Me sorprende que todos están muy dotados; las cosas se les dan de manera natural y son muy sensibles, pero… en general, carecen de disciplina y también noto que falta un método racional de enseñanza.

Alguna vez incursionó en la dirección orquestal, ¿por qué la abandonó?

Por mi amor al piano. Dirigir es muy agradable y demanda menos disciplina que cualquier instrumento. He visto a tantos músicos acabar dedicándose de lleno a ello, que lo consideré muy peligroso y decidí no hacerlo más

El viernes 30 de agosto, a un día del séptimo aniversario luctuoso de su amada Nadia, fue cremado el Maestro. Mis condolencias para Jean-Bernard y Blandine, sus hijos; Johanne, su esposa, y cuantos tuvimos la dicha de que su música tocara nuestros corazones.

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