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Para Baltazar, Eduardo, Miguel y toda la gavilla
Es lunes y son las dos de la tarde. Estoy de pie, solo, acodado en la barra de la cantina El Tío Pepe. Dichoso yo. “Un hombre acodado en la barra es el principio de algo”, recuerdo fugazmente el aforismo de mi broder Eusebio Ruvalcaba (que en paz espante). Estoy solo, sí, pero esperando a un amigo que por la mañana me escribió por guats: “Voy llegando a México. Vayamos a pasear, a comer…, a recorrer esa tu ciudad que bien conoces”. Al leer su mensaje me vino a la cabeza esos anchos letreros verdes que en las carreteras de este país anuncian con letras grandes y blancas: “MÉXICO [siga derecho]”. ¿Así nomás? ¿México a secas? Como si México fuera esta ciudad –“La Capital”, diría Jonathan Kandell–; el axis mundi en el que todos los rumbos de la República convergen. ¿Ciudad que es un país? ¡Vaya que el problema comienza desde el nombre!, pienso. En México todos los caminos llevan a México. ¡Epa, epa! A la Ciudad de México, pues.
“Bienvenido carnalito. Has llegado a la región más transparente del aire”, le contesté con las sobadas palabras del sabio y universal regiomontano Alfonso Reyes, que vaya que sí sabía de este tónico Valle de Anáhuac (“en torno del agua”); de esta poderosa cuenca rodeada de muy altas y ásperas sierras. Tuvo la suerte (mi amigo) de agarrarme de buenas y desocupado (o más bien algo desempleado), así que de inmediato acepté el privilegio de ser su guía durante una semana; el Virgilio que le mostraría algunos de los secretos de este leviatán urbano que llamamos Chilangotitlán de las Tunas (verdes). Entonces le escribí: “Vayamos pues a pasear. O, mejor dicho, a cantinear”. Y le propuse –la verdad con gozo, dada mi fascinación por la Historia, la carne y el alma de esta metrópoli– trashumar por algunos senderos, paisajes y sitios singulares de esta “insigne y poderosa Ciudad de México”. Eso sí –le advertí–: “Siempre al amparo de una cantina (o tal vez dos. O tres…)”. Las cantinas serían los puertos entre los que ejerceríamos nuestra navegación de cabotaje mientras husmeábamos y caminábamos por los rumbos de esta ciudad que, como sabemos, antes fue de inmensas aguas y sólidas riberas; de canoas (acalli) y frondosas chinampas; de luminosas lagunas y anchas calzadas por las que, según el soldado conquistador Hernán Cortés, podían “pasar diez de a caballo juntos a la par”.
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Pues bien, heme aquí, de pie, solo, acodado en la impertérrita barra del Tío Pepe. Una barra sin bancos –como dicta la tradición– y de consabido estribo para descansar los pies. Y frente a mí: un caballito de aceitoso y aperlado tequila Herradura Blanco. Aquí cité a mi amigo. Esta barra será el punto de arranque de nuestra pequeña odisea (de Ulises divinos, errantes y entequilados) que emprenderemos por la ciudad levantada sobre el mítico lugar señalado por Huitzilopochtli, fundada hace siete siglos, un eclipsante 13 de marzo de 1325.
El Tío Pepe es, acaso, la cantina más antigua que sigue en pie en la Ciudad de México. Fue fundada en 1869. Me consta esa fecha porque antes de la pandemia de Covid-19 “El Pepe” cambió de dueños y en el proceso de compraventa puede comprobar, gracias a la generosidad del licenciado Hinojosa –buen amigo y cliente de esta cantina–, el expediente histórico de este abrevadero. El Tío Pepe compite en vetustez con al menos otras tres cantinas decimonónicas: La Potosina (en Zapata y Jesús María, que se dice data de 1876), El gallo de oro (en Venustiano Carranza y Bolívar, cuya licencia está fechada en 1874) y La Peninsular (en Corregidora y Roldán, fundada en 1872). Lastimosamente estas dos últimas sufrieron sendas remodelaciones que mandaron al bote de la basura su antiguo mobiliario y ahora poseen la apariencia de cualquier restaurante. ¡Ni pepe!
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Ha llegado mi amigo. Nos saludamos. Le recomiendo que pida un HB (Herradura Blanco) y una cerveza Corona (como cheiser). Le pregunto sobre cómo estuvo su viaje “a México”. Nos ponemos brevemente al día en nuestros asuntos vitales. Y al cabo de ello le expongo el plan que tengo en mente para nuestro recorrido cantinero. Le propongo que como primera regla sólo bebamos un trago por cantina (los cheisers, como la cerveza, no cuentan), salvo cuando nos detengamos a comer en una de ellas. También, que sólo visitemos aquellas a las que podamos llegar a pie, o mediante el transporte público, llámese metro, trolebús, tren, cablebús. Excepto el Metrobús. Detesto el Metrobús, pero no los fatigaré aquí con mis poderosos argumentos. En fin, como mi amigo contaba con tan sólo una semana de vacaciones, organizarnos y administra el tiempo resultaba crucial, sobre todo si queríamos abarcar el mayor número posible de cantinas. Y de paseos, sitios e Historia, claro está.

Mientras Armando, el cantinero de este bar, le servía a mi amigo su HB, yo aproveché para dos cosas: 1. Quebrantar la primera regla y pedirle a Armando otro HB (como premio por mi puntualidad); y 2. Contarle a mi ahora compañero de viaje un poco de la historia de esta cantina. Le platico aquello que a ustedes (lectorxs) ya les comenté, sobre la edad provecta de esta canónica cantina, que antes de llamarse El Tío Pepe llevó los nombres de Salón Habana, primero, y La Oriental, después.
Ese segundo nombre es muy significativo pues El Tío Pepe está ubicado en la puerta de entrada del Barrio Chino, en el cruce de las calles Dolores e Independencia, que en un principio se le conoció como Barrio Oriental (de ahí que adoptara el nombre de La Oriental). La historia del Barrio Chino –el más pequeño del mundo– es formidable y a la vez ominosa, pues entre otras cosas está ligada a un episodio negro y olvidado dentro de los anales de la historia nacional: la matanza de chinos en Torreón, en mayo de 1911, perpetrada por tropas revolucionarias mexicanas y ciudadanos de a pie. Al respecto, le recomiendo a mi amigo leer la novela La casa del dolor ajeno de Julián Herbert. Ese siniestro suceso de xenofobia y odio –que lastimosamente no fue el único– propició la paulatina migración de chinos a la Ciudad de México, que intentaban refugiarse aquí del exterminio del que estaban siendo objeto en el norte de México, en espacial en Sonora. Paradójicamente fue un presidente sonorense, Adolfo de la Huerta, el que ordenó, en 1920, la instalación en la Ciudad de México de un Barrio Oriental en la calle de Dolores que, más que barrio, tenía el cariz de un brutal y tenebroso gueto.
Continuará…