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Se cumplen el 13 de marzo de 2025, según la versión oficial, 700 años de la fundación de nuestra ciudad, bautizada entonces México-Tenochtitlan en el mismo día, pero de 1325. El primer problema con este centenario es que las personas que supuestamente fundaron en esa fecha la misma ciudad en la que hoy supuestamente vivimos, no usaban nuestro calendario, sino uno con años de 365 días y ciclos de 260 que hacían siglos de 52 años. Su tiempo era muy otro y no se medía linealmente como el nuestro. Para ellos 700 años no significarían nada, suponiendo que quisieran contar con nuestro calendario tan simple.
Fue en el siglo XVI y XVII que algunos autores indígenas tradujeron sus fechas a las nuestras y nos permitieron traducir el año de origen de la ciudad mexica a nuestro calendario. Pero esos mismos autores proporcionaron varias fechas para la fundación de México-Tenochtitlan y otras más para la de México-Tlatelolco, la ciudad gemela y rival de los mexicas. Además, nos contaron que los mexicas ya habían vivido en el mismo lugar desde años antes, preparando la fundación. El acontecimiento definitorio fue el águila que se posó sobre el nopal de piedra, devorando o no, según el antojo de las versiones o el suyo propio, una serpiente o pájaros diversos, o simplemente colocándose magnífica en un altar cuidadosamente arreglado por los sacerdotes. Hay brillantes autores que niegan que este “milagro” haya sucedido jamás. No obstante, sostienen que la fecha de fundación sí fue la que nosotros llamaríamos 13 de marzo de 1325. ¿Si no aconteció la aparición tan espectacular del dios Huitzilopochtli, entonces qué es lo que conmemoramos? ¿La celebración de ceremonia cívica con presídium y podio en la que se pronunciaron discursos solemnes? Lo más probable, en mi opinión, es que la aparición ritual del águila haya sido practicada, ensayada y escenificada como culminación de una cuidadosa ceremonia de macehualiztli o merecimiento.
Aceptemos, sin conceder, que fue en esa fecha hace 700 de nuestros años que tal milagro o ritual pudo haber sucedido. ¿Fue esa la fundación de nuestra ciudad, la que existe hasta el día de hoy y en la que vivimos nosotros siete siglos después? Estrictamente hablando, como le gusta hacerlo a las personas del gremio de los historiadores, no podemos afirmarlo realmente. El altépetl de México-Tenochtitlan conquistó el altépetl hermano de México-Tlatelolco en 1457 y luego fueron destruidos el 13 de agosto de 1521 por un ejército 99% mesoamericano y 1% español. Años después sus gobernantes fundaron un nuevo cabildo mexica en una ciudad constituida a la manera de la monarquía española y llamada San Juan Tenochtitlan, que ocupaba el territorio alrededor de la ciudad española de México, que tenía su propio cabildo compuesto sólo por españoles. Al norte se refundó también el cabildo y ciudad de Santiago Tlatelolco. A principios del siglo XIX ambos fueron disueltos por los gobiernos republicanos mexicanos que querían desaparecer los cabildos y otras formas de gobierno de las comunidades indígenas de la ciudad y el valle de México. Tampoco existe continuidad administrativa y política entre el cabildo español de la Ciudad de México y las diferentes formas de gobierno que la capital de la República Mexicana ha tenido desde 1821. En suma, hace siete siglos, supuestamente, se fundó una ciudad que puede o no relacionarse con nuestra ciudad a través de un acontecimiento que pudo o no haber sucedido.
Afortunadamente ese no es el fin de la historia, porque esa que hoy llamamos Ciudad de México es mucho más que esa que alguna vez se llamó México-Tenochtitlan e incluso México-Tlatelolco. Los mexicas, como ellos mismos nos cuentan, fueron los últimos en llegar a establecerse a un rico valle lleno de lagos donde ya vivían y habían fundado sus propios altépetl medio centenar de otros pueblos, entre ellos sus poderosos vecinos de Colhuacan, ciudad que tenía tal vez 700 años si nos interesa contar así, y Azcapotzalco, también mucho más antigua. Ambos poderosos altépetl los habían hostigado, desalojado, emparentado y humillado durante décadas, antes de dejarlos fundar su nuevo y precario altépetl en un rincón de sus territorios. A su alrededor vivían muchos otros pueblos en muchas otras ciudades estados, como Texcoco (Tetzcoco), o Coyoacán (Coyohuacan), o Tacubaya (Atlacuihuayan) o Iztapalapa (Itzapalapan), Chalco y un largo etcétera. Que muchos de estos lugares, como también Ecatepec (Ehecatépec) y Cuatitlán (Cuauhtitlan) y Xochimilco sean parte de la gran conurbación que hoy llamamos Ciudad de México nos señala que México-Tenochtitlan se fundó como parte de otra conurbación igualmente extensa, mucho mayor y más antigua, el sistema urbano del Valle de México.
Podríamos calcular que si en México-Tenochtitlan vivían en 1521 unas 50,000 a 100,000 personas, en la gran zona metropolitana del Valle vivían diez veces más, como en la gran conurbación de hoy viven más personas en el Estado de México que en la Ciudad de México. Y el sistema ecológico y humano, tecnológico y político que permitía que vivieran tantas personas juntas tenía ya 2,000 años de tejerse, de construirse, reconstruirse y adaptarse. El primer gran centro urbano, Cuicuilco, fue destruido por una serie de erupciones volcánicas en la fértil región del suroeste del Valle. Luego creció en el norte la inmensa ciudad de Teotihuacan, que se contaba entre las cinco más grandes del mundo en eso que llamamos primer milenio de la era común. Finalmente emergió a lo largo de los siglos el sistema multicéntrico de ciudades a las que México-Tenochtitlan se integró al nacer. En tamaño, duración e importancia, la efímera capital de los mexicas no se puede comparar con la gran Teotihuacan erigida 1,300 años antes que ella. Esa urbe magnífica era un centro económico, industrial e ideológico, famoso en toda Mesoamérica, copiado por los distantes mayas y conocido hasta Nuevo México. Como señalan las interpretaciones recientes es probable que tuviera un gobierno colectivo y participativo, no autoritario y centralizado como el de la capital mexica, un antecedente mucho más positivo para la ciudad democrática que estamos tratando de construir. Por ello dedicó los últimos tres siglos de su existencia a construir viviendas dignas para el conjunto de su población, en vez de gastar todos sus recursos en hacer crecer su Templo Mayor. Otra lección para el presente.
Pero Teotihuacan, nuestra antigua abuela, tenía mucho más en común con México-Tenochtitlan, a quien podríamos llamar nuestra madre, y con nuestra atribulada Ciudad de México. Es muy probable que la vieja urbe tuviera una población muy diversa de otomíes, totonacos, zapotecos y nahuas, mientras que la segunda fue poblada por nahuas, otomíes, mazahuas y mixtecos, así como la actual es habitada por una gran combinación de migrantes nacionales y extranjeros. La pluralidad étnica ha sido siempre la marca de las ciudades de este valle.
Por otro lado, la vida de Teotihuacan, como la de México-Tenochtitlan y también la nuestra, dependía del complejo y dinámico ecosistema de los lagos del Valle de México que entonces era una cuenca sin desagüe natural. El agua, salada en el norte y en los lagos más bajos, y dulce en el sur, en los más altos, generaba una abundancia prodigiosa: las riberas y los lagos someros podían ser regados con canales y chinampas permitiendo plantar hasta dos cosechas por año. También se podían cazar y pescar los miles de especies de aves, insectos, peces y reptiles que vivían en los pantanos y humedales. El agua permitía usar canoas que podían cargar muchas más mercancías —leños, rocas y alimentos— que los hombros de los tamemes, los únicos cargadores de Mesoamérica, donde no había animales de carga. Esta plenitud de recursos permitió un excepcional crecimiento urbano.
El complejo sistema de los lagos era la base de la vida de todas las ciudades y también su mayor amenaza. En ciclos irregulares, y no siempre predecible, el agua faltaba, los lagos del norte se secaban y transformaban en lodazales, y había que abrir canales para navegar. Luego llovía o el agua bajaba en exceso por los ríos de la sierra e inundaba campos de cultivo y poblaciones, ciudades y palacios. A lo largo de siglos las diferentes ciudades construyeron un sistema descentralizado para manejar las aguas, para separar las dulces de las saladas, para traer las que brotaban de los manantiales hasta las ciudades, para protegerse de las crecidas. Diques, albarradas, calzadas y canales atravesaban los lagos. Las fértiles chinampas cubrían cada vez más superficie. Además, supieron cuidar la limpieza de todo el sistema, manejando los desechos humanos en seco y usándolos como abono.
Este complejo sistema no fue comprendido por los españoles, quienes consideraban a las lagunas como una amenaza, una fuente de contaminación e impureza y se dedicaron, por ello mismo, a ensuciarla más, desechando sus excrementos y sus desechos tóxicos en el agua cuidadosamente manejada por las ciudades anteriores. Desde finales del siglo XVI empezaron el lento y terco proceso de secar los lagos, sacando el agua del Valle por el tajo de Nochistongo al norte, construido gracias a la muerte de miles de trabajadores indios. Nuestra actual crisis ecológica es producto de esta decisión absurda: ahora desperdiciamos tanta energía y esfuerzo en sacar el agua del Valle como la que gastamos trayendo agua para beber de muy lejos. El éxito de la moderna Ciudad de México se ha construido a expensas y en contra de los lagos, destruyendo la convivencia que había permitido prosperar grandes ciudades a lo largo de 2,000 años. Tal vez el mejor sentido de este aniversario dudoso sea tratar de recuperar algo de lo que hemos echado a perder.