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Por segunda ocasión en menos de un año me refiero a los libelos (en su acepción clásica de libros breves que viajan con facilidad y cuyo propósito es dar la batalla contra convenciones vulgares e ideas manidas) de Carlos Clavería Laguarda (1963), el filólogo y crítico literario español más interesante en la actualidad. Si en 2024 reseñé lo mismo El infinito no cabe en un junco que Elogio de la abyección. Quince personajes de novela, ambos publicados por Altamarea en 2021, hoy me ocupo de No me cuentes tu vida. Límites y excesos del yo narrativo y editorial (2025), impreso por la misma casa editorial, que viene a completar una trilogía informal donde el también biógrafo de Erasmo de Rotterdam, compone una suerte de elogio de la sensatez (y de la mala conciencia) para uso de escritores, lectores y editores.
Si El infinito no cabe en un junco se dirigía a quienes confunden la bienvenida difusión de la historia del libro con la práctica de la literatura, Elogio de la abyección, se preguntaba por qué todos nosotros –dado que usted está leyendo esta nota que yo escribo– preferíamos, en las novelas modernas, a quienes padecían el mal o lo procuraban sobre quienes lo sufrían. Tal parece que, por culpa de los editores, a la vez víctimas y promotores de la cancelación, eso, está cambiando.
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La novela, de ser un entretenimiento banal (ya he contado que sólo hasta 1858 se admitió a un novelista en la Academia francesa) cuyo ingreso al canon parecía imposible, acabó por convertirse en la conciencia del Mal. Según Clavería Laguarda, la novela pasó de ser un género literario a ser un género editorial, como lo apuntaba el crítico Alfredo Berardinelli. Les precisaría yo, a ambos, que una y otra cosa nacieron juntas: Balzac, el impresor necesitado de dinero, se convierte en Balzac, el novelista, igualmente ganoso de hacerse rico, firmando Honoré “de” Balzac con falsía.
Pasados los tiempos áureos de Proust, Kafka, Joyce y compañía, la profusión de analfabetas literarios con estudios universitarios creó, digo yo, una aspiración distinta: la de ser admitido en el canon (al menos en el académico, que ya es ganancia) y al mismo tiempo hacerse de fama y fortuna con la novela, doble propósito que sólo se les concede cabalmente a los García Márquez y a unos pocos más. La fórmula del éxito fue tomada de la infortunada Virginia Woolf, dice Clavería Laguarda, y así en la literatura abundan “historias de muchachas y muchachos contados para hacernos creer que son verdad dentro de un mundo supuestamente inventado”.
El pecado de aquellos que quieren contar su vida y se sienten con derecho a editarla no es precisamente ése –dice Grazia Cherchi citada por el autor de No me cuentes tu vida, un italianizante– sino creen que su vida, por el sólo hecho de serla, es literaria. Nunca han faltado escritores fantasma o compañías editoras que le escriben su vida a la abuelita, o una autobiografía a los famosos, pero la característica de nuestro tiempo es que editores y escritores, en su mayoría, están convenciendo al público (cuyo saber literario suele ser pobre) que la llamada “autoficción” es el género supremo.
La villana favorita de Clavería Laguarda es una meritoria anciana llamada Vivian Gornick, quien dictó a los aspirantes a escritor la temeraria sentencia a seguir: “No escribas sobre tus sentimientos, usa tus sentimientos para escribir”. La novela, entonces, ya no es hacer verosímil un mundo inverosímil, como en Lazarillo de Tormes o en El castillo, sino saber editar como auténticas las ilusiones de los aspirantes a escritor, cuya verdad novelesca renuncia hasta a lo documental para ser sentimental en el peor sentido de la palabra, como, leemos en No me cuentes tu vida, lo hace Annie Ernaux, “la prosista del yo más reconocida”.
Boecio, San Agustín o el conde de Lautréamont querían consolar mediante la filosofía, contar su travesía hacia el cristianismo o dejar registro de su afinidad con el Mal, pero no autentificar sus sentimientos, convirtiéndolos en intimidades colectivas. Uno de los defectos de No me cuentes tu vida es la reticencia de su autor a dar nombres y apellidos, como si el lector indiano estuviese al tanto de los chismes en el mundillo editorial español o italiano, pero entiendo que, para Clavería Laguarda, un Enrique Vila–Matas es ajeno, de raíz, a la autoficción, dispuesto a que sus obsesiones se concentran en una novela cada vez más perfecta, es decir, más verosímilmente inverosímil. También está Sara Mesa entre las preferencias de Clavería Laguarda, quien, a su vez, cita a H.M. Enzesberger: el verdadero fracaso de un escritor está en aquellas obras que no pudo escribir.
La llamada autoficción suele ser sentimental y corresponde al clima woke imperante entre los lectores, la mayoría universitarios; se adentra en lo horrible con motivos punitivos para denunciar las injusticias sociales y económicas, que ya no son sólo las enumeradas por Marx, sino el menú sofisticadamente enriquecido por la crítica en boga, a lo Byung–Chul Han: la adicción al consumo dictado por el algoritmo, el aburrimiento al ritmo imparable de esa forma de narración antinovelesca que es la serie en plataformas o la sustitución del terapeuta por la Inteligencia Artificial, etc.
No voy a discutir si ésas son o no son las calamidades de nuestro tiempo, pero concuerdo con Clavería Laguarda en que aquellos autores quienes inventaron un narrador en primera persona, acaso semejante a ellos mismos, pero no idéntico, como Marcel, el de Proust, no se proponían darle vida literaria a sus sentimientos, sino inventar mundos y hacerlos habitables para sus lectores. De algunos autores, como Malcolm Lowry, al menos los mexicanos sabemos mucho, lo cual llevaría a creer que Bajo el volcán es autoficción. No lo es porque la triste vida de un alcohólico tiene poco de literaria, a menos que el autor tenga la suerte, como Lowry, de ser, además de un borracho, un gran escritor. Actualmente –concluyo– se entiende por autoficción a lo diseñado por un creador socialmente presentable, en términos de género, raza y posiciones políticas en concordia con las convenciones morales, en extremo puritanas, de este primer cuarto del siglo en curso.
No me cuentes tu vida, es un libelo contra el editor como el dueño de “una vocación secreta e incomparablemente más mefistofélica, más luciferina que cualquier ansia comercial” porque “lo que el editor pretende es transformar la literatura, toda ella en narrativa”. Y por ello termina su libelo preguntándose por qué, en la famosa disyuntiva de Raymond Carver aceptando a regañadientes los recortes del 60% que le propuso su editor Gordon Lish e hicieron de De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981), la obra maestra del minimalismo, todos tomamos, a ciegas, el partido del editor, sin conocer el mamotreto original, hoy disponible con el descorazonador título de Principiantes (2018). La respuesta exacta de Carlos Clavería Laguarda la pospongo para excitar la curiosidad del lector. Pero es posible que la autoficción, tal cual la entendemos hoy día, sea obra de Lish, el editor implacable.