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Prólogo: el movimiento Me too
Todos los textos que componen este libro se escribieron hace casi medio siglo, cuando la idea de organizar un nuevo movimiento por los derechos de las mujeres empezaba a cobrar fuerza en Estados Unidos. En aquella época, a principios de los setenta, la atención se ponía principalmente en la desigualdad económica, política y social entre los sexos, pero muchas de nosotras nos sentimos atraídas por el estudio de la historia del movimiento: tan antiguo y tan lento, tan reticente a dar pasos irreversibles. Y nos preguntábamos cómo era posible que a lo largo de los siglos se hubieran planteado una y otra vez las mis mas cuestiones respecto al estatus de las mujeres y que, sin embargo, cada una de esas veces se hubiera avanzado tan poco.
Estudiamos minuciosamente dos de los grandes textos de la época: El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, y La mística femenina, de Betty Friedan, los dos centrados en la idea de que una no nace mujer sino que la hacen mujer, lo que significa que a lo largo de la historia ha sido la cultura la que les ha dicho a los niños varones que está en su naturaleza convertirse en artífices del mundo, y también la que les ha dicho a las niñas que en la suya está pasarse la vida ayudándolos a conseguirlo. La certeza de que, desde que nacemos, se nos instruye en estas definiciones del yo, de que las vidas interiores tanto de las mujeres como de los hombres son rehenes de ellas estalló ante nosotras como una bomba.
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Impulsada por esta nueva visión del mundo, que resultaba ser distinto de como nos lo habíamos imaginado, yo, igual que otros cientos de personas, opté en ese mismo momento por llevar una vida de lucha al servicio de La Causa: la igualdad de derechos para las mujeres. Y, de hecho, muchas veces desde entonces hasta ahora ha sido posible pensar que estábamos llevando a cabo una revolución, pues un número enorme de mujeres se han convertido, en las últimas décadas, en abogadas, médicas, atletas y científicas, mientras un número considerable de hombres han reducido sus jornadas y han empezado a fregar los platos y a llevar a los niños a la escuela.
Sin duda, todo esto confirma que la voluntad de lograr la igualdad entre los sexos se ha extendido ampliamente, pero en el 2017 el movimiento Me Too volvió a sacar a la luz la histórica resistencia al avance de nuestra lucha: la negativa de muchos a renunciar a sus privilegios en favor del compañerismo, esa negativa que tiene ya siglos de antigüedad. El acoso sexual en el trabajo, por ejemplo. En Estados Unidos es ilegal desde hace casi cincuenta años, pero en el 2017 quedó clarísimo que nunca se había obligado al cumplimiento de esa ley. De repente, ante unas acusaciones que corrieron como la pólvora señalando a individuos de toda clase y condición (desde directivos hasta encargados de fábricas o profesionales de las artes), el mundo fue consciente de que, a unos niveles inimaginables, los hombres seguían tratando a las mujeres como a instrumentos en vez de como a sus semejantes, y las mujeres, con una increíble docilidad, habían sido cómplices de ello. La conclusión es que estamos lejos de lograr elcambio cultural necesario para conseguir una vida nueva. Esa revolución que yo creía que habíamos llevado a cabo hace cincuenta años me parece ahora un episodio más en nuestro largo y torpe pedaleo hacia la ciudadanía de primera clase.
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Ojalá los textos de este libro apelen a las y los lectores hispanohablantes de hoy como lo han hecho con las y los lectores anglófonos a lo largo de todos estos años de lucha, ojalá los animen a unirse a las filas de quienes ponen sus vidas al servicio de la gran causa de la igualdad sexual.
Nueva York, 2025
La peluquería de Bobby

En la universidad, una compañera de clase que consideraba que mis cortes de pelo eran espantosos me propuso llevarme a una peluquería de la calle 57 a la que ella iba desde la preparatoria.
–El sitio es un poco raro –me dijo–, pero ese tipo es increíble.
–¡En la 57! –protesté.
–No te preocupes por eso. Está en la 57 pero los precios son de la 34.
Subimos las escaleras de un edificio que estaba justo enfrente del Carnegie Hall, y en el tercer piso giramos el picaporte de una puerta sin letrero que se abría a un espacio grande y diáfano, con una hilera de ventanas sobre la glamurosa calle, aunque también podrían haber dado a cualquiera de Brooklyn o del Bronx porque esa era toda la relación que el sitio parecía tener con la 57. El suelo estaba cubierto con un linóleo de color gris presidiario, los cristales de las ventanas estaban muy rayados, las paredes necesitaban una mano de pintura y los enseres y el mobiliario –las sillas, las mesas, las lámparas, el lavacabezas– parecían haber sido rescatados de la liquidación de una cafetería.
En la ventana del medio, en letras doradas gastadísimas, leí (al revés, claro) las palabras “Tony’s Beauty Home”.
En medio de la estancia, plantada en un viejo sillón de barbero, había una mujer con una toalla alrededor del cuello, y estaba cortándole el pelo un hombre alto y atractivo, de rasgos marcados y una espesa mata de pelo negro entrecano. Había cuatro o cinco mujeres sentadas en las sillas esas hechas polvo, desperdigadas por allí, leyendo o charlando. El hombre nos miró a mi amiga y a mí, dejó de cortar y se quedó con la mano que sujetaba las tijeras sus pendida en el aire; la otra mano descansaba suavemente sobre la cabeza de la mujer, e incluso desde la puerta daba ya la sensación de que su tacto era tan delicado como el de un médico sobre el cuerpo desnudo de un paciente.
–Hola, Florence –le dijo a mi amiga con voz aterciopelada.
Todas las mujeres levantaron la vista.
–Te traje una clienta, Bobby –dijo Florence.
El hombre se rio y me echó una ojeada, como tratando de decidir si aquello iba a ser algo bueno o malo en su vida.
–Gracias –respondió con la misma suavidad.
Las mujeres regresaron a sus lecturas y a sus conversaciones.
Florence y yo nos sentamos y el hombre de las tijeras retomó su tarea. En cuanto las tijeras tocaron el pelo, le dijo a la mujer que estaba en el sillón de barbero:
–Bueno, Laura, cuéntanos lo del escándalo en el Ayuntamiento. Tú trabajas para ese tipo, ¿no?
Una de las lectoras bajó su libro y alzó la vista expectante.
–Sí, pero no puedo hablar del tema –dijo la mujer de la silla.
–Oh, vamos, Laura –trató de convencerla Bobby.
–¿Crees que él escribió la carta que encontró la policía? –preguntó la lectora
–Pues claro –intervino otra en tono de burla.
–¿Ah sí? Yo no lo diría tan rápido –dijo una tercera.
En cuanto estas cosas empiezan a salir a la luz pueden acabar siendo inmensamente complicadas.
Mientras tanto, la mujer del sillón de barbero seguía negándose a hablar del escándalo del que supuestamente ella estaba enterada, pero no pudo resistirse a corregir las especulaciones que iban soltándose allí. Los ojos de Bobby saltaban de tertuliana en tertuliana y mientras tanto sus tijeras podían mantenerse suspendidas en el aire durante minutos enteros. Me di cuenta de que cuando estaba siguiendo el trepidante intercambio verbal de sus clientas, no cortaba.
Eran las tres de la tarde. A las seis, salí de allí con el mejor corte de pelo que haya tenido jamás. Pero ¿me sentía agradecida?
–¿Te das cuenta de que nos hemos tirado tres horas ahí sentadas? –bufé al salir.
Florence se encogió de hombros.
–Es parte del encanto –dijo–. El corte de pelo te quedó genial, y hay que darle el tiempo que necesite.
–¿Quieres decir que siempre es así?
–Siempre.
–¿Por qué?
–Pues no sé muy bien qué responderte. No sé por qué. Bobby es así. Le encanta hacer esperar a sus mujeres. Esperar y hablar. –Frenó en seco en mitad de la calle–.
Supongo que esa es la clave: la charla.
Bobby era Bobby Casella, un sesentón que llevaba más de cuarenta años cortando el pelo en ese mismo lugar. Se había criado en un barrio italiano de Nueva Jersey algo difícil, y hasta donde podía recordar allí siemprehabía sido un marginado porque solía decirles a los niños de su manzana que iba a ser artista. “Ni siquiera sabía qué era un artista –te decía si le preguntabas por su infancia–, pero ya ves, yo sabía que era sensible y pensaba que sen sible era lo mismo que artista”.
Era un niño solitario, y le encantaba pasar el rato con Tony-el-peluquero, un amigo de la familia que dejaba que Bobby mirara mientras él hacía su trabajo. Aquel niño marginado y sensible de Nueva Jersey parecía absor ber la técnica del maestro por los poros, y un día Tony le dijo que le cortara el pelo a él. Bobby sabía dónde pisaba. En cuanto tuvo las tijeras en la mano se convirtió en el artista que había anunciado que sería. Trabajó para Tony hasta los veintitantos, y cuando el maestro murió Bobby se limitó a quedarse allí, manteniendo el lugar tal como estaba por una superstición que él llamaba respeto.
Bobby vivía solo en un apartamento diminuto a pocas manzanas de la peluquería, trabajaba seis días a la semana desde primera hora de la mañana hasta última de la tarde y odiaba los domingos. La razón por la que hacía esperar a las clientas era que él no quería marcharse. A todos los efectos, era un inadaptado. Su familia había roto con él, no tenía amigos íntimos y solo uno o dos conocidos con los que jugaba al balonmano de vez en cuando pero con los que nunca se veía fuera de la cancha. No sabía estar en el mundo, esa es la verdad –yo pensaba que ni siquiera sabía que era gay–, y la peluquería era el único sitio donde se encontraba a gusto en su piel. Trabajar no solo le reportaba el eterno placer de cortar el pelo, también le permitía respirar una sensación de mundo que él mismo era capaz de crear cada día haciendo que sus mujeres esperasen, que esperasen y hablasen.
Aunque veneraba su propia habilidad con las tijeras, a medida que pasaban los años anhelaba una intensidad que el solo hecho de cortar el pelo ya no podía proporcionarle. Las conversaciones vivas, en cambio, sí podían hacerlo. Cuando tenía a una de nosotras en el sillón –pese a que aquel primer día salí de allí refunfuñando, yo también me convertí en una de las clientas habituales de Bobby– y conseguía animarnos a hablar de nuestras vidas y la conversación echaba a rodar, enseguida saltaban chispas y su cara era pura alegría. No importaba demasiado el tema sobre el que se estuviera discutiendo, ni tampoco el significado de las palabras en realidad. Si la conversación se calentaba, a Bobby le entraba una risita nerviosa (¡Qué fuerte lo que acabas de decir!) y se tapaba la boca con la mano como si estuviera horrorizado, pero los ojos le brillaban y le bailoteaban aquellas mejillas cetrinas suyas. De pronto, el local se llenaba de la emoción de un diálogo que a sus oídos sonaba como teatro: si se prolongaba lo suficiente, era como ver una obra o leer un libro. Para él, era ahí donde residía la belleza, en la sensación de que la vida –por lo demás gris y vacía– se había convertido en una historia. Cuando una conversación se agotaba, Bobby, con la voz ronca de feliciad, siempre decía: “Vaya historia, ¿eh, chicas?”
Para mí nunca dejó de ser un misterio cómo conseguía que empezáramos a hablar, pero su necesidad era apremiante y lo volvía descarado. En cuanto te convertías en su clienta, Bobby se quedaba con todos los hitos de tu biografía –dónde vivías, qué clase de trabajo hacías, quién era tu marido, si es que lo tenías, y si no, por qué–, los llevaba anotados en una agenda mental que consultaba siempre como táctica de apertura, justo cuando estabas acomodándote en el viejo y raído sillón de barbero. Esta pizca de manipulación social sumada de forma un poco inquietante a la dulzura de su tacto, su voz aterciopelada, la forma en la que sus labios se posaban en tu mejilla cuando te ponía la toalla alrededor del cuello –todas ellas artes de seducción que practicaba sin límite– casi siempre garantizaba el arranque de la conversación que él tanto ansiaba.
–Bueno, Stephanie –decía con aquella voz suya suave y melosa mientras le hacía el nudo a la toalla–, háblanos de tu marido, el flamante premio Nobel.
O:
–Gloria, ese trabajo tuyo de jefaza en Wall Street…
Explícanoslo otra vez, anda, ¿qué haces exactamente allí?
O:
–¿Cómo va tu nuevo libro, Vivian, ese de por qué las mujeres no confían en los hombres? Me dijeron que ha salido una reseña no del todo buena en Time.
A cada una, independientemente de si reaccionábamos divertidas (“Bobby, pero ¿qué clase de pregunta es esa?”) o exasperadas (“Ay, Bobby, ¡déjalo ya!”), nos engatusaba para que le respondiéramos. Yo era de las que solían exasperarse –aquel estilo insinuante me sacaba de quicio–, pero siempre acababa contándole cosas. No era solo que deseara sus cortes de pelo tan desesperadamente que estuviera dispuesta a aceptar las condiciones de Bobby, sino que, como todas y cada una de sus clientas, me había vuelto adicta al lugar.
La clientela abarcaba el típico espectro poblacional neoyorquino, tan típico que parecía un estereotipo. Un día cualquiera te encontrabas en aquellas sillas a una mujer del Comité Republicano, una bailarina del Lincoln Center, una activista del Upper West Side, una ejecutiva de la banca o del mundo de la empresa y, por supuesto, una trabajadora social, una terapeuta o una profesora. Las edades oscilaban entre los veinticinco y los ochenta años; vestíamos de todo, desde Bergdorf hasta ropa de segunda mano; leíamos a Proust, el Wall Street Journal, libros de autoayuda y el New Yorker.
Cuando recuerdo esas largas tardes con Bobby, me doy cuenta de cómo condensaban en cada instante, década tras década, el único elemento que nos unía. La conversación podía ir de política electoral, vida urbana frente a vida en las afueras, la novela del momento o si los japoneses sufrían más ataques al corazón que los estadounidenses, pero al final el foco siempre estaba en cómo lo veían los hombres por oposición a cómo lo veían las mujeres. Ese era en realidad el marco de referencia desde el que –con destreza, astucia y pasión– se abordaban casi todas las cuestiones. Se planteaba un caso, se ofrecía un testimonio personal, y aunque las aportaciones variaban mucho en términos intelectuales, lo más significativo eran los comentarios intercalados sobre nuestra vida con los hombres: “Qué cosas, te dijo eso y no le dejaste”, o “Madre mííía, qué romááántico” o “Es como si nunca escuchara nada de lo que digo” (esta última frase era un clásico). Entonces, casi siempre, la conversación tocaba a su fin cuando una de esas mujeres con el New Yorker sobre los muslos suspiraba “Así ha sido siempre y así va a seguir siendo”, o cuando otra muy bien vestida y ya en la cincuentena sacudía las páginas del Times mientras decía “Olvídalo, son todos unas mierdas. Es imposible razonar con ellos, hay que aislarlos en un laboratorio”.
Se dijera lo que se dijera sobre los hombres a lo largo de todos esos años, Bobby se quedaba extasiado, como si él mismo no guardara ningún tipo de relación con esa especie. Los ojos le brillaban, los labios se le curvaban en una sonrisa y su cabeza se orientaba aquí y allá entre las mujeres que hablaban, como si estuviera presenciando un gran espectáculo al que solo unos pocos privilegiados tuvieran acceso.
Cuando entré en la treintena el guion empezó a cambiar. El movimiento feminista declaró entonces que lo personal era político, y la conversación en Tony’s Beauty Home empezó a hacerse eco de ello. Los nuevos términos de la conversación sobre los derechos de las mujeres provocaban las reacciones contundentes de siempre, solo que ahora la evidencia personal solía desencadenar especulaciones teóricas en vez de finales de serie de televisión. Seguía habiendo alguien que soltaba siempre un “madre mííía, qué romááántico”, pero el automático “así ha sido siempre” ya no era el punto final.
Las tijeras de Bobby se detenían en el aire durante minutos mientras escuchaba, fascinado, algún informe de situación ofrecido por una joven en jeans y con el libro Sisterhood Is Powerful sobre las piernas; al mismo tiempo, la mujer del Comité Republicano abría la boca dos o tres veces pero, por alguna razón, no conseguía decir nada.
Lo que estaba ahora en el banquillo de los acusados era la historia cultural, no solo los hombres. ¡Qué apasionante hacía que pareciera todo la chica de los jeans! La culpa la tenían los siglos de machismo, no “los hombres como tal”. Recuerdo que esa chica siempre decía “los hombres como tal”. Si yo estaba en el sillón mientras ella disertaba, Bobby me susurraba al oído, entusiasmado: “¿Ver dad que tiene razón? ¿Verdad que sí?”
Para finales de los ochenta todas estábamos familiarizadas con los cargos contra la historia cultural, y éramos muy conscientes de que la revolución que eso exigía no se había logrado ni de lejos; desde luego no en aquel tercer piso frente al Carnegie Hall. Aun así, curiosamente, el ambiente en la peluquería de Bobby reflejaba el gran malestar de aquella coyuntura de cambio. Conversaciones que parecían ir por un camino familiar viraban de repente en una dirección inesperada, daban un giro sorprendente, entraban en un callejón sin salida: rumbos que inevitablemente recordaban que los tiempos estaban cambiando pero que aún no lo habían hecho del todo, o, dicho de otra manera, los tiempos a menudo parecían ser los mismos de siempre pero en realidad no lo eran. Bobby seguía encantado con todo, sin distinción: sus ojos centelleantes, su sonrisa embobada, sus labios acariciando la mejilla de la mujer que estaba en el sillón mientras le susurraba al oído: “Vaya historia, ¿eh?” Y no se daba cuenta de todas las veces que ella ahora se giraba para mirarlo desconcertada.
Un día, en esa época, mientras tomaba yo asiento en la peluquería una mujer con un pelazo castaño canoso estaba en el sillón de barbero hablando de lo difícil que se estaba poniendo su hija, de verdad que ella ya no sabía qué demonios quería la chica.