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“Vive del vicio, vive del placer.[…]
siempre anda sonriendo,
sin rumbo camina,
por todas partes sin rumbo”.
Códice Matritense. Trad. de Miguel León-Portilla.
Repantigados en la barra de La Reforma, mi amigo y yo nos entregamos a los placeres gastronómicos que emergen de las entrañas de la cocina de este abrevadero. Una torta de auténtico bacalao para abrir boca, luego una sopa de médula, seguida de una gordita de chicharrón y el consabido chamorro al horno para cerrar con broche de oro.
La Reforma fue fundada hacia finales de la década de 1930 y, aunque se han perdido algunos datos sobre su origen, se sabe que en sus comienzos formó parte de un almacén de vinos y abarrotes que llevó el mismo nombre. En México a ese tipo de establecimientos le llamamos vinatería. Me gusta la palabra vinatería, de raigambre latina. Y es que, por tradición colonial, solemos nombrar “vino” no sólo a la bebida de uvas fermentadas sino a cualquier tipo de alcohol. “A fulano le gusta mucho el vino”, dicen las abuelitas para referirse a aquel que le encanta empinar el codo, encuetarse, ponerse hasta las manitas… da lo mismo si lo hace con tequila, güisqui, brandy, ron, mezcal, charanda, perfume, vodka, aguarrás, tlachicotón o vino de consagrar.
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En los registros novohispanos de bebidas embriagantes puede leerse: vino de caña (Chinguirito), vino mezcal (el Bingarrote era el más popular), vino de coco (un destilado de palma semejante a la Tuba, legado de la Nao de China), vino mezcal de Guadalajara (Tequila), vino de los indios (Pulque), vino tecuín (de maíz fermentado parecido al Tejuino), vino de mezquite (aguardiente endulzado con piloncillo)… De ahí nuestra costumbre de nombrar vino a cualquier caldo emborrachante y de que llamemos vinaterías –vinatas, pa’los compas– a lo que en otros lugares se conoce como licorerías.
Y hablando de vinaterías, en 1953, en un local contiguo a esta cantina, en el número 21 de la calle Ayuntamiento, un asturiano de nombre Gumersindo Noriega (don Gume) fundó La Europea, una vinatería –y tienda de ultramarinos– que con el paso de los años se expandiría por varios estados del país y que terminaría fagocitándose a La Reforma (a la antigua vinatería, no a la cantina).
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Mientras mi amigo y yo movemos el bigote y atizamos el gañote con singular alegría, Abraham, el cantinero de La Reforma, nos entera que hacia la década de 1980 esta cantina le perteneció a Enrique Miembro quien –me entero también por Abraham– se corría juergas demenciales y mantuvo un affaire con la actriz Verónica Castro. La Reforma –que evoca al periodo signado por la constitución de 1857 que separó violentamente Iglesia y Estado– es una cantina palpitante, cálida, parrandera. De buena gana nos estacionaríamos aquí, pero el plan era que mi amigo aprovechara el tiempo de la mejor manera posible y que conociera el mayor número de cantinas. De modo que –como ya comí, ya bebí, ya no me hallo aquí– pedimos la dolorosa para ahuecar el ala y continuar con nuestra trashumancia cantinera.
Antes de irnos, aprovecho para ir a orinar. Aquí los mingitorios aún son alimentados con tajadas de albo hielo. Existe un placer extraño en el hecho de horadar el hielo con el tibio chorro de la meada. Mientras desaguo, y disfruto, aprovecho para pasar una rápida revista mental por todas las potencialidades y posibilidades cantineras de la zona.
Pienso que podríamos ir a La Castellana (en Luis Moya y Ayuntamiento), que fue Meca de locutores, compositores y cantantes, por hallarse a un costado de la estación de radio la XEW; o a El Monte Carlo (en Revillagigedo y Ayuntamiento), que recientemente embellecieron tanto al grado de dejarla irreconocible; o a El Farolito, sórdido lupanar de incautos borrachos y de cochambre inerradicable; o al Negresco (así, con “s”; en Balderas esquina Victoria), en donde, si uno no es remilgoso, además de unos buenos copetines, es posible deleitar la pupila con el ejército de sílfides meseras longevas, un tanto jamonas, envueltas en soberbias minifaldas; o a Las Américas (en Iturbide y Artículo 123), cantina de buena cepa, piso ajedrezado y estridente rocola; y rematar en El Oso (en el 123 de Artículo 123), tugurio hasta no hace mucho tiempo semiclandestino, ideal para los trasnochados y de carrera larga.
¿A dónde llevar a mi amigo?
Con gusto habríamos hecho el recorrido tal como lo repasé en mi mente, pero no teníamos tiempo para tanto. Mientras me subía el zíper, de sopetón me vino a la cabeza el sabio pensador Walter Benjamin y recordé algo que acababa de leer de él: su peculiar método de trabajo que consistía, entre otras cosas, en apelar al extravío y la deriva. Eso, dejarse llevar por la corriente –en nuestro caso por la corriente de la ciudad– y estar dispuesto a encontrarse con lo extraño y al servicio del asombro. Pues bien, ahí estaba la respuesta a mi interrogante. Me lavé las manos, salí del baño, me encontré en la barra con mi amigo y nos marchamos de La Reforma con rumbo desconocido.
Al doblar las puertas de la cantina, un agraciado jardín apareció ante nuestras miradas. Se trata de la Plaza de San Juan en donde se levanta el Templo de Nuestra Señora de Guadalupe, mejor conocido como la Iglesia del Buen Tono, construido en 1911 por el empresario francés Ernesto Pugibet, dueño de la próspera compañía cigarrera El Buen Tono S.A., sobre los terrenos en los que estuvo el antiguo monasterio de San Juan de la Penitencia. Por cierto, por un tiempo La Reforma se hizo llamar “La Reforma de Pugibet”, para diferenciarse de las otras Reformas.
Pues bien, sigo la corriente de la ciudad. Mis pasos echan a andar hacia el oriente. Mi amigo camina a mi lado, confiado, ignorando que aún no sé cuál será nuestra siguiente parada. A unos pasos, le muestro el negocio El Huequito, una minúscula taquería especializada en tacos al Pastor fundada en 1959. En el local de al lado –le cuento a mi amigo– estuvo, hasta 2010, la legendaria cantina La Perla de San Juan (hoy absorbida por El Huequito). Siendo estudiante universitario tuve la dicha de beber en sus mesas.
La recuerdo como el lugar más polvoriento del mundo. El dueño no conocía las palabras escoba, trapo, sacudidor, pero sí que sabía del arte servir buenos trallazos de prístino alcohol. Y cuando el hambre arreciaba –el hambre del borracho es insaciable–, pedíamos unos tacos de El Huequito que nos llevaban hasta nuestra mesa de La Perla. ¡Vaya manera de saborear la existencia!; de disfrutar lo que pasa cuando no pasa nada, salvo el tiempo, los amigos y los tragos.
Continuará…