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“Yo”, dijo Lord Byron, “nací aristócrata y me volví liberal, mientras que M. de Stendhal se ha vuelto barón por su cuenta basándose en el título de sus libros a favor de unas ideas liberales. Por otro parte, es un homme d’esprit, incluso original, lo cual es raro entre los autores mundanos”, se lee en las Mémoires d’une contemporaine, obra apócrifa atribuida a una mujer de mundo y en realidad el trabajo de cinco impostores. Lord Byron nunca escribió eso, apenas si le escribió una carta a Henri Beyle (Stendhal fue el pseudónimo triunfador entre las decenas que utilizó el autor) y jamás se enteró de que el francés con quien se cruzó en un palco de la Scala de Milán en octubre de 1816 iba a ser –como él– uno de los grandes escritores de su siglo, ambos asociados, aunque de manera equívoca, al romanticismo.
Entre la prolija chismografía que suscitan los encuentros entre autores célebres, el más famoso, por banal, fue el sostenido entre Proust y Joyce, quienes acaso comentaron el clima pues ninguno de los dos había leído al otro. Tomás Eloy Martínez, el narrador argentino tan eficaz, contó hasta seis versiones de aquella coincidencia en el Hotel Majestic, de París, a las dos de la mañana del 19 de mayo de 1922, cuando el irlandés ya se había excedido con la champaña y el francés le hizo un par de preguntas bobas a un colega en estado inconveniente.
En cuanto al nexo entre Stendhal (1783–1842) y Lord Byron (1788–1824), hay más tela de dónde cortar, pero antes debe recordarse que, a la muerte del poeta inglés, cuyo bicentenario conmemoramos el año pasado, Beyle era un oscuro autor de guías turísticas que narraban su amor por Italia (Roma, Nápoles y Florencia apareció por primera vez en 1817), y de historias de la música y de la pintura, en buena medida plagiadas. Es decir, aunque Lord Byron le escribió a Beyle, una carta el 16 de mayo de 1823 agradeciéndole desde Génova el envío del libro arriba citado, el poeta morirá sin conocer las novelas stendhalianas publicadas a partir de 1829 y motivo de su fama. La admiración por el Stendhal “menor”, el egotista y el fragmentario, es propio de la sensibilidad “modernista” de la centuria pasada.
En cambio, en aquella única carta, Lord Byron le hace a M. Beyle dos comentarios, tras agradecer las “exageradas” alabanzas que recibe en Roma, Nápoles y Florencia: 1) sale en defensa de su amigo Scott, a quien el francés desprecia por su falta de entusiasmo por el romanticismo (en otro libro de Beyle, anterior, que Lord Byron conocía: De Racine et Shakspeare) y por sus ideas políticas conservadoras, que el poeta aclara no compartir pero pone las mano en el fuego por el buen carácter y la sinceridad de don Walter; y 2) se compadece de un conocido común, Silvio Pellico, también de 1816, que había caído preso de los austríacos y quien se hará famoso por Mis prisiones(1831) pero que en ese entonces, socarronamente, Lord Byron hace preces porque “en su soledad bajo el hierro, su musa lo consuele aunque sólo sea en parte”, porque el italiano, acaso, le parecía un mal escritor.
A pocos importarán estas minucias. Quizá sea más provechoso saber que toda la obra de Stendhal está llena del gran Byron, o del pequeño Byron, a veces. En 1817 dijo que era el primer poeta de la isla y acaso, también, el primer poeta del mundo en ese entonces (ciertas ambas cosas), que era el dueño de los ojos más hermosos (tal parece) aunque ellos no le sirvieron para salvarse de un matrimonio catastrófico (lo fue), porque (justificación cabalmente romántica) todo hombre de genio está loco y lo está de la manera más imprudente, quedándole autorizadas todas las correrías y todas las “transgresiones” (se dirá después).
Stendhal acabará por encontrar incompatible aquello que Lord Byron quería ser al mismo tiempo (un gran señor y un gran poeta) y su dandismo (que haría escuela) le parecía una fantochada. Juzgaba menor su talento dramático y con razón: el teatro de Lord Byron es irrepresentable desde su concepción, y fue más bien el vehículo de sus ideas más agresivas y anticonvencionales. Del Don Juan (1819) byroniano, la menos aplaudida y la más genial de sus creaciones, Stendhal decía que no era un personaje lírico, sino una máscara irónica, lo cual es del todo certero, dicho en boca de quien fue el primero en afirmar (tanto como admiraba a Goethe dentro de una mutua consideración) que el suicidio de Werther era ridículo. También fue él, quien ante la amanerada pareja compuesta por George Sand y por Alfred de Musset, quienes vendían su “romanticismo” en un barco de vapor entre Lyon y Aviñón, se emborrachó de hastío y acabó escandalizando a quien pretendían escandalizar con sus maneras de “sátiro gordo y feo”, según recordó, autoparodiándose, el propio Stendhal.
La actitud de ambos ante Napoleón Bonaparte (“un poeta en acción”, según Chateaubriand) fue ambigua, lo cual los honra. Beyle, que trabajó en su intendencia y lo habrá visto de cerca unas seis veces, “cayó con él” en 1815 e hizo, a partir de ese año, su propia campaña de Italia en tanto escritor y enamorado, como la había hecho el joven general en 1796. Siempre lo amó, pero fue el suyo un reticente “amor familiar”; el inglés Lord Byron, quien como mito decimonónico tanto se asemeja a Napoleón Bonaparte, le consagró cinco poemas. Lo amó y lo odió (Stendhal, un epicúreo, no conocía ese sentimiento).
Halló odiosa Lord Byron su abdicación de 1815, “del trono del mundo”, inconcebible en un héroe de la antigüedad, pero al final del párrafo de aquel 9 de abril, parece retroceder “no sé, pero no creo que yo (un insecto comparado con esta criatura), me he jugado la vida en lances que no valían ni la millonésima parte de lo que ha sufrido este hombre. Aunque, después de todo, es posible que una corona no merezca que uno muera por ella. Pero ¡sobrevivir a la batalla de Lodi para esto!”
No creo (salvo que la vasta bibliografía stendhaliana me desmienta) que a Stendhal le haya parecido ejemplar el sacrificio de Lord Byron por la guerra griega de independencia, como primer poeta revolucionario caído mientras ejercía su compromiso. Aunque el poeta inglés no murió en combate, sino fue víctima de la doble incompetencia de los independentistas helenos y de los médicos que lo desangraron, siguió, sin saberlo, una de las máximas stendhalianas, la de que “más vale morir por el pueblo que vivir con él”, sangronada que le ha sido reprochada por la izquierda, a la cual perteneció.
No se conoce respuesta de Stendhal a la carta de Lord Byron de 1823 pero si se sabe del fastidio de Leslie A. Marchand, además de su biógrafo, el fastuoso compilador de su correspondencia y de sus diarios, y de Doris Langley Moore (The Late Lord Byron, 1961) por la tarea descomunal que exige entrar tras Lord Byron a la selva stendhaliana, donde todas las fechas están trucadas y las anécdotas falseadas. Sólo la discusión de quién estaba realmente en ese palco en octubre (y no en junio, como dice Beyle) le toma a Moore tres páginas, al grado que un admirador suyo (Paul Bourget) y uno de los responsables de su gloria a partir de 1880 y no en el año 2000 (como predijo el propio Stendhal) concluyó: después de leerlo durante toda una vida, “aprendí, gracias a él, que, por definición, toda anécdota es falsa”.