En No nos moverán (México, 2024), densa ópera prima del comunicólogo-coeditor-coguionista y prolífico cortometrajista excuequero chilango de 45 años Pierre Saint-Martin Castellanos (cortos previos: Tristeza 08, Nubes distantes 10, Extraños en un tren 20), con guion suyo y de Iker Compeán Leroux, premios Mezcal y del público más mención a la mejor actriz (Luisa Huertas) en Guadalajara 24, la nerviosa abogada litigante septuagenaria viuda Socorro Castellanos (Huertas en el erizado erizante rol de su vida) funge como generosa defensora gratuita de sus vecinos, pero en realidad habita en el edificio Chihuahua de Tlatelolco obsedida por hacerle justicia a su hermano Coque asesinado en la matanza del 2 de octubre de 1968 por un anónimo soldado torturador cuya fotografía ha caído clandestinamente en sus manos, un anhelo justiciero desde hace medio siglo imposible de satisfacer por el omiso poder judicial, si bien por ese motivo absurdo, la empecinada mujer ha mantenido durante décadas agria y castrantemente a raya en su depto tanto a su arrimada hermana soltera de algún modo resiliente Esperanza (Rebeca Manríquez remarcadamente escuálida en camisón) y a su hijo treintañero desempleado a perpetuidad Jorge (Pedro Hernández cual patético buenoparanada) aunque casado con una linda refugiada argentina en trance de embarazo oculto Lucía (Agustina Quinci contrastantemente vivaz), sin embargo, cierto día la crispada leguleya recibe a sus puertas un paquete cual legado macabro conteniendo el nombre (Juan Agúndez) del soldado culpable de su múltiple desgracia, todo parece cambiar para ella y, desafiando sus hospitalizables ataques de agorafobia y sólo respaldada por un agradecido joven expresidiario vuelto su cachanchán milusos Sidarta (José Alberto Patiño pintoresco) y por un provecto exmentor ya conectado a un tanque de oxígeno Candiani (Juan Carlos Colombo doctoral), acomete una ardua investigación localizadora y maquina una venganza que, luego de padecer el regreso decepcionado a Buenos Aires de la férrea exiliada traumática Lucía (sin atreverse a reconocer su embarazo ante el marido) y la desgarradora mudanza de su castrado emocional vástago (al fin liberado de la tutela materna aunque tardíamente), la terrible abogada Socorro va a enfrentarse telefónicamente amenazante con un corrupto exjuez (hoy magistrado) y se agencia la complicidad de un matarife Vaquero (Alberto Trujillo) para encañonar al supuesto homicida fraterno en un nocturno mercado de Iztapalapa, sin ser capaz de acribillarlo, defraudando su propia alevosa ansia crimenhistórica.
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El ansia crimenhistórica logra urdirse y amañarse bajo el estridentista aunque en apariencia tradicional disfraz genérico de un autoconsciente thriller/antithriller tlatelolca que linda con el delirio narrativo y que, siniestro y grotesco deliberado a un tiempo, se apoya en inaugurales y conclusivas tomas de archivo documental (otra vez las consabidas marchas y el vuelo de helicóptero ominoso de El grito del autonegado colectivo cuequero del 68), para mejor oscilar entre el tierno desenfado irrisorio en blanco/negro de Temporada de patos (Eimbcke 04) y el crispado perdón histórico pese a todo reticente del ansia pegacarteles de El grosor del polvo (Jonathan Hernández 22) tendiente a la dolorosa y odiada reconciliación.
El ansia crimenhistórica se concentra en la elaboración de una estética tan irritante cuanto seductora, a partir de la plástica de expedientes amontonados y figuraciones neorrealistas descompuestas que, como garantía para un onirismo visual con bases firmes, proporcionan en aliado conjunto alado el magnífico diseño de producción de Alisarine Ducolomb, la fotografía en aguafuertes y claroscuros constantes de César Gutiérrez Miranda, una inquietante edición desequilibrada de Roberto Bolado y Raúl Zendejas que combina el abuso de planos cerrados con jump-cuts hacia extreme long-shots audaces y las punteadas o percutivas o posrockeras masas sonoras-musicales de Alejandro Otaola, para redondear el gran soliloquio neoexpresionista.
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El ansia crimenhistórica genera y se apoya así en un humor negro, más que en un conato de film noir, que surge y se desperdiga a través de situaciones coruscantemente infalibles, como la clienta rendida Claudia (Gabriela Aguirre) que ofrece un pastel de fresa al hermano sin saberlo finado, el paquete venturosamente malévolo que adviene exacto en el ya sólo hipotético cumpleaños del difunto como desde un más allá burlón, los gritos destemplados que se escuchan dentro y fuera del depto del clan de Socorro, el torpe abrazo erótico del zonzo Sidarta a la enfurruñada patrona según él para despistar (seguido de un inmediato repudio con manazo), el baile frenético de la nuera con su suegra para sellar un pacto tácito de su milagrosa sororidad, la hilarante confesión afectiva de la anciana emocionalmente vencida (“Qué ironía, eres el único que me comprende”/“¿Qué es ironía?”), o la psicosomática antiheroína por el presunto verdugo/víctima rescatada en un vehículo con letrero de Taxi Seguro, y en insinuantes imágenes vistas (o espiadas) desde la claraboya (un ojo sobre ojo cual ojo por ojo) de una cocina o las imágenes metáfora que involucran simbólicamente a un tétrico gato negro poeiano y las sublimadas caricias imposibles a una paloma blanca tras otra.
Y el ansia crimenhistórica culmina mordiéndose la cola, tras la cruel revelación por la proterva Esperanza (¡la virtud teologal de la sarcástica Esperanza!) de que, cuando intimidada niña maldita, la histérica vieja hirsuta Socorro se había negado a prestarle precisamente socorro al hermano perseguido, rehusando abrirle la puerta ante la que clamaba a gritos, y hoy, al son de ecos inextinguibles (“En la huelga, no, no, no nos moverán/ como un árbol firme en el río/ no nos moverán”), aceptando comerse el ceniciento pan tostado fraterno, cual ominoso signo demandante de perdón inefable hecho rictus y muecas autopunitivas.