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En Una batalla tras otra (One Battle After Another, EU, 2025), mural film 10 del estilista californiano también videoclipero por placer de 55 años Paul Thomas Anderson (Magnolia 99, Petróleo sangriento 07, El hilo fantasma 17), con guion suyo basado en la novela Vineland del escritor vanguardista Thomas Pynchon (tras su colaboración en la multidimensional Vicio propio 14), la feroz e indómita afroactivista Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor) participa con su grupúsculo revolucionario French 75 en la liberación de migrantes detenidos, asalto a bancos y sabotaje a redes eléctricas, hasta que es arrestada por el impávido coronel Lockjaw (Sean Penn) a quien seduce en un motel convirtiéndolo en un obseso sexual, logra huir, concibe una bebita, traiciona a sus camaradas y desaparece, dejando la crianza de la niña Chatlene luego Willa en manos de su fallido amante correligionario Ghetto Pat vuelto el drogo paranoico Bob Ferguson (Leonardo DiCaprio exaltado en escalas descendentes), pero al cumplir 16 años la imponente Willa (Chase Infiniti) es secuestrada por la banda materna para salvarla de un devastador ataque militar que sin embargo minimiza al sobreviviente Bob, vuelto un infeliz padre realmente acosado que debe afrontar una denodada y rocambolesca maraña de cruentas persecuciones para rescatar a su presunta hija, inclusive de las garras de su ebrio filicida padre biológico Lockjaw que será finalmente liquidado por la propia elitista sociedad secreta supremacista blanca Club de los Aventureros de Navidad a la que pretendía ingresar, al término de las acezantes e infames peripecias derivadas de una arborescente radicalidad germinal.
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La radicalidad germinal se ejerce como una larga y sinuosa pesadilla que va deshaciéndose y reimpulsándose a medida que avanza, donde todo da vuelta, multiplica criaturas excéntricas neoesperpénticas, enloquece, se dispara, evacúa cualquier resto de verosimilitud y se acoge a una lógica salvaje, hacia la eclosión triunfal del bolero chiapaneco “Perfidia”, generando a la vez una épica absurdista, una ética libertaria vuelta al derecho y al revés, y una estética del fracaso paradójico.
La radicalidad germinal va pasando de modo incesante el pivote de la ficción de un protagonista a otro, impulsivamente a rabiar, empezando con el bolsón alcohólico drogadicto Bob que debe angustiosamente retornar a una desesperante y desorientada acción aunque haya olvidado el antiguo código telefónico de sus excómplices de nuevo indispensables (“¿Qué hora es?”/ “El tiempo no importa, pero nos sigue rigiendo”), siguiendo con la dinámica asertiva Willa recibiendo gustosa como cautiva protegida un entrenamiento guerrillero retro (tipo Black Power o Norcorea), y en tercer lugar ese delirante insomne coronel Jockjaw (un inconmensurable Sean Penn robándose la cinta), émulo del sabueso Javert de Los miserables, ostentando una insondable cara de palo keatoniana, al sufrir una erección violatoria in obbligato, al solicitar reverente su ingreso en el clandestino club archirracista, al investigar a la brava por medio de un sofisticadísimo examen exprés el ADN de su activista hija mestiza, al sobrevivir carimarcado a su misma muerte en la mejor secuencia de autos chocones, o al perecer ingenuamente liquidado por sus rechazantes homólogos supremacistas.
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La radicalidad germinal desata un ritmo persecutorio contrarreloj y contra toda lógica narrativa siempre y cuando no incluya la lógica fílmica, hacia adelante y sin apenas puntualizar ni volver recapituladora o explicativamente hacia atrás, a mortales saltos secuenciales difícilmente ubicables y continuando escenas apenas enunciadas, al margen behaviurista de cualquier regodeo o profundización psicológica, con una cámara compulsiva del avezado fotógrafo Michael Bauman, una edición superelíptica de Andy Jurgensen, un límpido diseño de producción de Florencia Martin que nada envidia a las devoraciones geográficas de la Trilogía Bourne en un nuevo género de acción estallada, y una música ultrarrevanchista de Jenny Greenwood a pianazo limpio hasta el atronador infinito y más acá.
La radicalidad germinal se engrandece mediante el egregio y esforzado sostenimiento de una ironía constante, una ironía que medra en cada acción violenta y en el trazo de cada personaje secundario, trátese del soberanamente impasible profe de karate protector de migrantes Sensei St. Carlos (Benicio del Toro) o del puñado de monjas guerrilleras que semeja un gozoso guiño a los contradictorios hábitos monásticos de El esquema fenicio (del tocayo de apellido Wes Anderson 25), una ironía que se extiende sarcásticamente a los túneles de escape y a las compuertas de los refugios bajo tierra, a la inveterada torpeza consustancial del héroe Bob, su aparatosa caída de diez metros en su mayor performance huidiza, y esas hondonadas de la carretera que con cámara subjetiva a lo Brighton límite acometen los bólidos en la persecución crucial del relato, con estrellamiento automovilístico frontal, y fúnebremente rumbo a la codiciable encristalada oficina baldía que tan sofisticadísima cuan dulcemente se transforma en hitleriana exterminadora cámara de gas antes de que el irredento cadáver del coronel Lockjaw vaya a dar a un lujoso crematorio soñadazo.
Y la radicalidad germinal culmina tras el abismado vértigo móvil con la partida de la hija omniheredera hacia una distante acción revolucionaria en Oakland, al igual que otrora su madre, dejando al seudopadre varado en casa, con un desplante que a un tiempo equivale a la aceptación de un eterno femenino vuelto fiero empoderamiento, a la renovada inacción masculina y a la renovación de un activismo reciclado, afirmativo, necesario e inevitable, acaso porque según esta versión familiarista de un temprano materialismo radical estadunidense “La Historia es la novela de los hechos y la novela es la historia de los sentimientos” (Claude-Adrien Helvetius prefigurando a Pynchon-Anderson).