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Palmeras moviendose al viento
I
Nací en diciembre y yo pensaba que era el mejor mes de todos: mi cumpleaños, Navidad, el cumpleaños de mi mejor amiga, Año Nuevo y unos días después llegaban los Reyes Magos. Nací en una ciudad donde no cae nieve en invierno y el frío era soportable e insuficiente según mis deseos de una Navidad como en las películas. También había leído Mujercitas, un compendio de la Navidad y el frío, donde no importaba la guerra ni la pobreza, siempre y cuando existiera el amor. O eso creía yo. Nací en una familia donde mi madre era cursi y se hacía llamar a sí misma detallista. Llenaba la casa con los adornos hacía en sus clases de decoración: manteles con nochebuenas bordadas y muñecos de nieve hechos con chaquiras. No había un lugar en la casa que no tuviera un detalle navideño, e incluso, cuando levantabas la tapa del escusado, te encontrabas con un Santa Claus que se tapaba los ojos con las manos.
Mi padre era amoroso y permisivo, no le importaban los adornos, ni el árbol a veces con esferas, otras con tarjetas navideñas y una vez con latas vacías de refrescos y cervezas gringas que mi hermano coleccionaba. Mamá quería ser original a toda costa, y papá decía que sí a las coronas de pino, a las flores de pascua, a los regalos bajo el árbol. Yo era una niña afortunada y cursi, como mi madre, que esperaba expectante diciembre como se espera el resultado de un truco de magia, incluso cuando ya sabes que un conejo saldrá del sombrero negro.
II
Cada año íbamos a París-Londrés, La Gran Boutique, a comprarnos la ropa que envovíamos en forma de regalo para ponerla debajo del árbol hasta el 24 diciembre, cuando abríamos los obsequios y fingíamos sorprendernos, como si no supieramos que un conejo saldría del sombrero al final del acto. Era parte de un consenso, ese día nos gustaba participar de las ceremonias. Más tarde caminábamos hasta la casa de la abuela materna para la cena de Nochebuena, pues vivía en la misma colonia. Nos vestíamos con la ropa nueva que nos habíamos regalado. La cita era a las siete de la noche, la mesa estaba puesta, el ambiente olía a ponche, pavo y niño envuelto. Hasta ahí llegaban los adornos de mi madre, incluso en el baño donde también había un Santa Claus que se tapaba los ojos. El departamento de mi abuela era muy pequeño, pero estaba en orden, como si existiera un sitio inamovible para cada cosa. Mi abuelo tenía botellas de whisky, vino para los hombres y rompope para las mujeres, quienes se afanaban en la cocina, aunque la cena ya estuviera lista. Mi padre y mis tíos tomaban cubas, mi madre y mis tías reían por lo que fuera. Cenábamos temprano y por turnos, porque no cabíamos todos en la mesa del comedor. Estaba prohibido comer de pie o en la sala, ya lo dije, había rituales, todo era sigular: la vajilla, la comida y los ánimos. No recuerdo peleas ni rencores como si también la alegría de ese día fuera inamovible.
Regresábamos a casa de madrugada, cargados de regalos. Había festejo en la calle todavía, las puertas de las casas estaban abiertas, los vecinos salían a dar abrazos y a ofrecer tragos. El frío, las luces de las calles, los brillantes arbolitos de Navidad me parecían perfectos. Lo único que faltaba era la nieve.
III
No sé cuándo se perdió aquello que yo creía que era la magia, si mi mirada de niña inventaba tanta buenaventura, si un día los regalos, la comida, la caminata de madrugada, las luces y los ánimos ya no eran suficientes. No sé si los adornos llegaron a ser tantos que cansaron nuestros ojos, si los abuelos dejaron de fingir, lo mismo que mis padres y mis tíos, que los vecinos. Si Santa Claus finalmente se destapó los ojos. La nieve se sumó a una lista muy grande de cosas que faltaban para completar la escena perfecta de Navidad según las películas gringas. El hermano mayor de mi madre se divorció, ya no podía ver a sus hijos y se emborrachaba mientras que el abuelo lo regañaba por no haber sido un hombre; el hermano pequeño de mamá se fue a vivir a Estados Unidos con su familia en busca del sueño americano. Ya todos cabíamos en el comedor. Mi madre se enfermó, mi familia se enfermó y esas reuniones comenzaron a ser más desagradables con los años.
IV
La Nochebuena me gustaba cada vez menos, y comenzamos a pasarla solos en casa, y aunque a veces hubiera regalos bajo el árbol, aunque cenáramos espagueti preparado por mi padre, aunque pusiéramos la mesa con una vajilla “especial” y a Pavarotti de fondo, aunque tomáramos vino y brindáramos, aunque la ropa que usáramos fuera nueva: ya no existía aquella supuesta magia. Algunas veces visitábamos a la abuela materna para darle el abrazo, después a la abuela paterna, que vivía en la casa contigua a la nuestra. También llegaban a brindar amigos de mis padres y aunque hacía frío, las luces de colores intermitentes adornaban las calles y las puertas permanecían abiertas, ya no sabíamos cómo disfrutar la Nochebuena.
Por eso cuando cumplí 18 años, me fui con mi novio y mis amigos a Acapulco. Serían tan sólo unos días antes de las fiestas. No llevábamos mucho dinero, nos hospedamos en un hotel lejos de la playa, todos en un mismo cuarto. Volví a sentir la dicha de ver salir al conejo del sombrero, estaba enamorada, estaba con mis amigos, veía el mar ir y venir y las palmeras moviéndose al viento. No parecía Navidad y eso lo bueno de aquel viaje. Ya no quería nieve, prefería la arena, el calor. Hice lo posible para no volver para las fiestas, convencí a mis amigos, hablé por teléfono a mi casa, le dije a mi papá que no había boletos. Por supuesto que no me creyó, por supuesto mamá se enojó conmigo, por supuesto no la pasamos bien en Acapulco sin dinero, aunque, a las doce de la noche, vimos en la oscuridad de la playa el mar iluminado por los fuegos artificiales.
V
En el año 2001, fui a Canadá a pasar Navidad con mi novio quebecois y sí, todo era como lo imaginé de niña: el frío intenso que dejaba mis mejillas rojas, las casas de película gringa adornadas con luces y muñecos de nieve y santas inflables, suéteres de rombos verdes y rojos, chimeneas, una familia grande que fue llegando con los abuelos de mi novio, que también eran como en las películas: canosos y adorables. Los primos, los tíos se quitaban abrigos, botas, guantes, gorros, que dejaban en la entrada, ¡qué maravilla! La comida era deliciosa, por ningún lado vi ensalada de zanahoria, piña y manzana. El árbol de Navidad era natural, no Naviplastic, olía a pino, debajo había regalos envueltos y nadie sabía qué eran. Incluso había botas de fieltro bordadas con los nombres de cada integrante de la familia, una con mi nombre, que adentro tenía chocolates, mandarinas y dulces.
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Villancicos, abrazos, alegría.
Y sí, la nieve, nieve por todos lados, nieve más allá de lo que mis ojos podían abarcar. Nieve que brillaba a pesar de la noche oscura y con un cielo lleno de estrellas. Era un buen final para una película, sólo tenían que salir los bloopers de la veces que me resbalé por no saber caminar sobre esas calles congeladas y mi cara al no entender el idioma en que la gente me hablaba y parecía feliz. Después los créditos y alguna canción navideña.
Quería ser feliz por estar ahí en mi Navidad soñada, llena de conejos blancos, pero muy lejos de esa ciudad, mi familia contemplaba sombreros de copa vacíos y yo tenía que volver al lugar donde nunca nevó.