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La luz inunda el espacio repleto de artesanías, obras de arte, libros, macetas y portarretratos. Después de varios minutos, finalmente da con los libros que busca y aprieta el puño de forma victoriosa. Se trata de Desaparecen? (2016), Ocupación militar (2018) y Hartas(2022), los tres con ediciones de formato pequeño, tintas y papel sencillo; es una tríada que tiene que ver con acontecimientos políticos que han calado en la sociedad: la represión estudiantil de Tlatelolco en 1968, la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa en 2014 y el hartazgo de las mujeres en Buenos Aires previo al Me too.
Con estos libros Pablo Ortiz Monasterio (Ciudad de México, 1952) evidencia que la foto por sí sola no basta, también importa la materialidad del libro como objeto, como si la manera de cocer las páginas, la calidad de las tintas y hasta el grosor del papel dijeran algo, como si ello les diera algún tipo de carácter.
¿En un libro de fotografía se pueden construir narrativas?
El lenguaje de los libros ha sido mi obsesión desde hace 40 años. La edición no se trata de hacer un catálogo de la obra sino meter al espectador en una situación. Por ejemplo, el libro Hartasson fotografías que hice entre 2016 y 2018 de mujeres en Buenos Aires que miraban desconfiadas, que hacían suyas las calles, que protestaban. Cuando surgió el movimiento Me too, revisé ese archivo para encontrar un tema y traté de orientar la atención hacia las Abuelas de Plaza de Mayo, la lucha política e incluso Evita Perón.
¿Al fotógrafo también le compete cierto oficio de cronista?
Estos libros tienen temas sobre los que me tocó ser testigo, entonces quise participar y dar un punto de vista desde la fotografía. Las imágenes son un lenguaje donde la belleza es una herramienta y no un fin. Si logras hacer cosas bellas la gente te mirará, pero debes tener un discurso, una posición que te permita discurrir. La foto, más que a la novela o el ensayo, está cercana a la poesía porque su manera de narrar es abierta, hay más sentidos posibles dependiendo de la experiencia de cada espectador.
¿Un fotógrafo tiene que estar politizado?
No considero que tenga que estar, pero en las relaciones sociales todo es político, no puedes decir “yo soy artista y nada más”. Hay gente que así lo hace. Me importa el contexto en el que estamos, las circunstancias de nuestro país y del mundo en general, eso me interesa reflejarlo en mi obra. Mi trabajo está atravesado por la política, incluso mi libro La última ciudad (1995) que es el más memorable. Todo lo que hacemos es desde una postura política, por eso hay que asumirlo directamente y decir: sí, este libro tiene que ver con el Me too o con los desaparecidos de Ayotzinapa.
Suele romantizarse a la fotografía como un arte atemporal, ¿la foto tiene un tiempo y un lugar muy claro?
Hay imágenes conmovedoras como la de una madre amamantando a un bebé que remite a la pintura del siglo XVI, a la historia de la humanidad, es decir, a la atemporalidad, pero mi trabajo se ubica en un contexto. Mi primer libro, Los pueblos del viento (1981), tiene más de cuarenta años y ha envejecido muy bien porque es un libro documental que habla de una realidad huave que ya no existe y por eso tiene más valor. He visto envejecer mis libros y me puedo dar cuenta cuál lo hizo bien y cuál no.
¿Qué características tienen esos libros?
Una de ellas es que logran documentar la realidad, es dejar un testimonio de lo que pasa a mi alrededor. No sólo es la cámara la que registra, hay que ser un testigo con una mirada específica que tiene que ver con principios éticos, políticos y estéticos.
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La mente de Ortiz Monasterio está a mil revoluciones por segundo. Rosa su barba, juega con las manos, gesticula; dice todo con la mirada, cuando algo llama su atención abre grande los ojos, cuando está en desacuerdo hace muecas, cuando no le interesa mira a la ventana y aun así sigue escuchando, analiza todo antes de responder.
El fotógrafo siempre está de un proyecto a otro, “soy así por temperamento -dice-, he tratado de mantenerme ocupado, lo disfruto. Claro que ahora estoy viejo y ya no tengo la energía de antes, ahora tengo más conocimiento y una visión más clara de lo que quiero hacer”.
Ha dicho que Álvarez Bravo le enseñó que los principios básicos en la fotografía son mirar y escoger.
Con don Manuel era muy interesante conversar porque lo conocí cuando era un hombre muy mayor…
Todos lo conocieron así.
Todos, exactamente [ríe], y yo era un jovencito inquieto que quería lograr buenas tomas, eran tiempos donde se usaba película, cuidábamos la cantidad de disparos porque eran caros. Y cuando nos íbamos por ahí a tomar fotos, disparaba y disparaba, don Manuel sólo se quedaba mirando, parecía que estaba perdiendo el tiempo, pero no; estaba mirando realmente. Ahora que ya soy un hombre maduro, viejo pues, me doy cuenta de sus palabras, de la importancia de que el espectador no sólo diga es bonito, sino que piense en los detalles.
¿A esos principios podríamos agregarle que el fotógrafo se atreva a jugar?
Sí. Cuando hacíamos Río de Luza la foto no se le tocaba ni un milímetro, llevaba blanco alrededor, había un respeto absoluto por la imagen, pero conforme me fui desarrollando la foto individual me valió gorro, lo que necesitaba era hablar de las cosas. [Se para y va a su librero por un ejemplar de La última ciudad], Mira este ejemplo, desde los noventa jugaba con las imágenes, imprimía al revés los negativos, vinculaba dos imágenes, las recortaba, pero aún lo hacía discretamente, ahora lo hago todo el tiempo.
Octavio Paz tiene un poema muy famoso donde le habla a un joven poeta sobre las palabras y le recomienda “dales la vuelta, estrújalas, jódelas, cógelas del rabo, que chillen, putas” para que logren expresar lo que el poeta quiere. Ese poema fue revelador para mí, habla de la materia del trabajo como una herramienta, me hizo ver que a mí no me importan las fotos, me importa el resultado final, que es libro y su discurso”.
Aunque tiene fotos icónicas con presencia por sí mismas como Volando bajo de 1989, en la que se ve a un joven saltando perseguido por una pistola en la pared, Ortiz Monasterio está convencido de que su trabajo no está en la foto individual sino en los libros, porque es ahí donde se puede consultar. “Te repito, para mí, la foto es sólo herramienta, si necesito rayarla, pintarla, escribirle encima, voltearla, acostarla, ¡venga! todo sea para que exprese, para que el lector se meta y tenga sensaciones”.
Él creció con una generación a la sombra de Manuel Álvarez Bravo, donde el trabajo individual de Mariana Yampolsky y Graciela Iturbide era intocable. Ha vivido los cambios: ahora ya se edita la fotografía, se trabaja de forma digital e incluso compañeros como Pedro Meyer hacen montajes con herramientas digitales, “con el Photoshop puedo meter a un pájaro volando o un ratoncito y es fácil hacerlo, pero te perderías. No hago cambios en las fotos si no lo necesito”.
Parece que le preocupa la vertiginosidad del mundo
Sí porque ahora hay más teléfonos inteligentes que gente en el planeta, eso quiere decir que hay más de 8 mil millones de cámaras; vamos a suponer que el 1%, es decir, 80 millones de gente sean fotógrafos, o mejor una cifra más pequeña, que el 0.1%, entonces hay 8 millones de fotógrafos serios que están alimentando Instagram y redes sociales, y en todo esto no hay reflexión, es un constante estar presente que produce una cacofonía espeluznante.
¡Pero usted tiene Instagram!
Sí, milité mucho en contra de las redes, pero en la pandemia me uní, quise investigar de qué va la cosa y encontrarle una lógica, me di cuenta de la secuencia, del sentido y de cómo podía publicar mi trabajo. Mi página es seria, no hay selfis, ni perritos, ni gatitos, ni anécdotas. Al principio hice lo que llamaba “episodios” que podían tener hasta 60 fotos relacionando algún tema, pero me di cuenta de que era una lucha imposible, que la gente ni se acuerda de lo que publicas de un día a otro y ahora estoy publicando cosas sólo de un día, con un título y una secuencia.
¿La tecnología hace a los fotógrafos estar siempre comenzando de cero?
No, porque entré a Instagram con el bagaje que ya tengo, con los treinta años que hice de fotografía analógica, con mis décadas de editor, con la obsesión que tengo de construir conjuntos, porque entre esos 8 millones de fotógrafos ¿cómo le haces para distinguirte de los demás si ahora con los iPhone las fotos salen preciosas? Veo a la gente tomando fotos con su celular y luego observo las mías con la cámara y digo ¿para qué hago tanto?
¿Qué pasa con todos estos fotógrafos que no tienen su bagaje, que no pasaron por el cuarto oscuro, que desde lo digital ya están exponiendo?
Hay unos que son extraordinarios y luego está el montón. Los extraordinarios son poquitos, no necesitan tener la formación que yo he tenido, pero sí que necesitan la reflexión, el entendimiento, la sensibilidad y trabajar mucho…mucho.
¿Esa abundancia complejiza la idea de que con la democratización de la cámara todo el mundo puede aspirar a ser fotógrafo?
Lo pone más difícil, sí. Hay tal cantidad de marranilla que no vale la pena, pero ahí está, y entre eso, poca gente ve a ese fotógrafo joven que está haciendo cosas que valen la pena. Considero que si el trabajo es bueno acaba sobresaliendo, un buen ejemplo es Yael Martínez a quien le hice un libro en la coleccioncita Círculo del Arte cuando todavía empezaba y hoy está en todos lados. Cuando hay talento, oficio y voluntad de trabajo, la armas.
Después de tantos años en el medio ¿usted no dice: soy Pablo Ortiz Monasterio?
No, lo que sí reconozco es que ya fui Pablo Ortiz Monasterio, me doy cuenta al voltear que ya tengo 22 libros publicados y que cada uno es muy diferente, nunca me repito.
¿Eso ha sido un problema para su carrera?
Sí. Cuando hice La última ciudad, se realizó una exposición en Los Ángeles con mucho éxito, se vendieron varias copias, el libro gustó y tuve mis cinco minutos de fama. El galerista, al año siguiente, me dijo: dame más, pero en ese momento estaba harto de la foto en blanco y negro, de las copias perfectas, sin retocarlas, entonces hice una exposición en el Museo de Arte Moderno que le llamaba “Mi cochinero”, eran unos matraces con cachos de negativos y papelitos translucidos, hice copias lo más grande que pude, medían un metro y medio, las imprimí en tono muy oscuro y luego las aclaré; la de la galería me dijo: no, mantente en la misma línea.
En eso Graciela Iturbide es perfecta, siempre se ha mantenido en su línea.
Sí es perfecta, ella siempre mantuvo el mismo estilo, pero esa no es mi historia. Después del trabajo de la ciudad, hice fotos a color, la serie de los huicholes, la del laboratorio de física nuclear en Rusia, en fin; para mí el estilo es una herramienta. Cada proyecto es diferente, en la superficie pareciera que detrás de mi trabajo hay treinta fotógrafos, pero si lo revisas, temáticamente vuelvo a las mismas cosas, hay mucho en común.
¿Es caro el precio por variar de estilo?
En el mercado sí y fuerte.
¿Se arrepiente?
No. Me hubiera gustado ganar más dinero de mi trabajo personal. Lo he ganado. En los últimos años hay mucho interés por las fotos de la Ciudad de México, pero si sigues la lógica del mercado, no puedes salir, terminas hundiéndote, copiándote, desdibujándote como autor o no, y hasta tienes éxito, pero lo que me nacía era tener diferentes estrategias.
Qué curioso que lo más valorado de muchos fotógrafos es su obra temprana, por ejemplo, Iturbide con Juchitán y usted con su libro de la Ciudad de México.
Esas fotos, a las que uno vuelve siempre y se hacen icónicas, toman tiempo. Cuando hice la foto Volando bajo, era buena, pero no icónica. En la repetición se vuelven famosas, cuando son portada de un libro, cartel o anuncio de alguna exposición.
¿No es una burla hacer una carrera para que al final sean los primeros años los que perduran?
Esas imágenes emblemáticas sólo funcionan cuando se tiene que seleccionar una. Por eso mi interés en hacer libros porque la gente puede decir “el mejor libro de Monasterio es La última ciudad o Akadem Gorodok o Dolor y Belleza o los libros políticos”, y acabas construyendo una obra que te respalda, donde no sólo eres el fotógrafo de aquella foto famosa.
¿Cree que el público pone atención en la construcción de esa obra?
El público especializado sí, el grueso no. Luego llega gente que me dice “conozco tu trabajo” y me hablan de la foto Volando bajo, nada más sonrío. Pero esa es la otra maravilla del libro, es un objeto discreto que se pierde entre miles pero que ahí está, no necesita estar conectado. Después de la hecatombe lograrán sobrevivir algunos ejemplares, quedarán para siempre.
Me encanta su esperanza.
No es esperanza, sí va a sobrevivir. No veo un futuro apocalíptico donde todo se destruye. Y si no sucede, no importa, nos la hemos pasado bien en el camino, ha sido apasionante, estimulante, lo he hecho con honestidad, he pensado las cosas, las he mirado de frente, he querido dar cuenta de lo que considero importante y no he hecho caso al mercado. No sé qué es ello, pero creo se llama autenticidad.